El 28 de noviembre la Iglesia celebra a Santa Catalina Labouré, vidente de la Medalla Milagrosa, a quien la Virgen indicó: “Dios quiere confiarte una misión; te costará trabajo, pero todo lo vencerás pensando que lo haces para la gloria de Dios”.
Santa Catalina Labouré nació en Francia en 1806, en el seno de una
familia campesina. A los nueve años perdió a su madre, sin embargo, lejos de
sumirse en el desconsuelo, Catalina encontró consuelo para su inesperada
orfandad amparándose en la Virgen María. El vacío que había dejado su mamá
empezó a llenarlo cultivando la piedad a la Madre de Dios. Catalina se aferraba
a Ella todos los días y la Virgen le hacía sentir su compañía. Fue así que la
pequeña Catalina le pidió a la Virgen que fuera “su
madre”.
Años más tarde, su hermana sería admitida como religiosa vicentina y, en
casa, sobre los hombros de Catalina, cayeron todas las responsabilidades del
orden y el cuidado. Ayudar a su familia fue difícil y exigente para ella,
incluso esto le reportó ciertas privaciones que la hicieron sufrir: no pudo aprender a leer ni a escribir.
A pesar de eso, en la vida sencilla del hogar, Catalina conoció la
grandeza del servicio, y las bondades de la fidelidad en las pequeñas cosas. Su
Madre, la Virgen, era su mejor compañera y la fuente de su fortaleza.
Con el tiempo, el corazón de Catalina fue abriéndose a la posibilidad de
que Dios la estuviera llamando para ser religiosa. Lamentablemente, tal
consideración no fue del agrado de su padre. Entonces Catalina empezó a pedirle
al Señor insistentemente que le concediera aquella gracia. Por aquellos días de
incertidumbre, tuvo un sueño que la marcaría. En él vio a un sacerdote anciano
que se colocó frente a ella y le dijo: “un día me
ayudarás a cuidar a los enfermos”.
Las cosas permanecieron más o menos igual hasta que Catalina cumplió los
24 años. Un día decidió ir a visitar a su hermana al convento donde ésta vivía.
Mientras paseaba por uno de los pasadizos del lugar, vio un cuadro de San
Vicente de Paúl. Luego de unos segundos de contemplar la imagen del Santo,
Catalina se dio cuenta que él era el sacerdote que había visto en sueños. Pensó
que lo que había pasado no podía ser una simple casualidad. Era Dios que la
estaba llamando de nuevo: “me ayudarás a cuidar
enfermos”. Aquel día, Catalina empezó el camino para hacerse hermana
vicentina.
Una vez en la Orden, Catalina fue enviada a la casa vicentina en París.
Allí realizó los oficios más humildes y estuvo al cuidado de los ancianos de la
enfermería. Catalina no había descuidado aquel amor a la Virgen que tuvo desde
niña. La vida religiosa le dio la oportunidad de fortalecer y hacer madurar ese
intenso amor en el servicio a los enfermos y débiles. Era como si la Madre de
Dios la estuviese educando y preparando para cosas más grandes aún. Así, el 27
de noviembre de 1830, la Virgen María se le apareció en la capilla del convento
y le pidió que acuñe una medalla dedicada a Ella, para protección de quienes la
porten, prometiendo que Dios concedería gracias y milagros a quienes pidan su
intercesión. La Virgen le dio indicaciones precisas de cómo tendría que ser la
imagen que iría en la medalla. Esta debía reproducir los detalles de la
aparición.
Catalina, para poder cumplir con lo que pedía la Virgen, tuvo que pedir
el consejo y la ayuda de su confesor, y buscar el apoyo del Arzobispo de París.
Gracias a Dios, el Arzobispo accedió a su solicitud y, concediendo su
autorización, se empezó a fabricar la medalla y, con ello, llegaron los
milagros en las vidas de muchísimos fieles, tal y como lo había prometido la
Virgen.
Otras revelaciones privadas hizo la Virgen María a Santa Catalina, pero
no siempre encontró la misma acogida cuando las comunicó. De hecho, no encontró
el mismo eco en todos los siguientes confesores que le designaron. Catalina
decidió conservar algunos detalles que solo reveló a su superiora, por consejo
de la Virgen. Poco antes de que Catalina muriese, su superiora erigió en el
altar de la capilla del convento una estatua que perpetúe el recuerdo de las
apariciones.
Catalina partió a la Casa del Padre a los 70 años, el 31 de diciembre de
1876. Cincuenta y seis años después, cuando se abrió su sepultura para el
reconocimiento oficial de sus reliquias, se halló su cuerpo incorrupto. Fue
beatificada por Pío XI en 1933 y canonizada por Pío XII en 1947.
Redacción ACI Prensa/EWTN Noticias
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