Estoy en la víspera de la fiesta de la Virgen del Buen Suceso, patrona de Braojos de la Sierra. Este año sin fiestas patronales e incluso sin poder venerar a la madre de Dios con esas formas y esos modos tradicionales heredados de nuestros mayores.
En Braojos tenemos la costumbre de celebrar especialmente cuatro días en
honor de Nuestra Señora con misa, procesión y ofrendas, uno de ellos con romería a la ermita. Este año hemos celebrado la novena y apenas esta tarde
una misa solemne de víspera y mañana, a las 13 h., la misa de la fiesta. Sin
procesión. No están las cosas patra aglomeraciones. Sí se
hará una pequeña subasta de andas y ramos aunque sea un solo día y dentro del
templo porque hay gente que lo tiene ofrecido y hay que facilitarles el
cumplimiento de la promesa.
Esta introducción me sirve
para que entiendan en cariño que en Braojos se tiene a la Virgen del Buen
Suceso, especialmente desde el gran milagro
del año 1718.
Pues bien, hoy, en la víspera,
me he acordado algo que me sucedió hace años en uno de mis pueblos.
El caso es que un día me vino a la sacristía Juliana, con lágrimas en los ojos, diciéndome que se sentía muy mal porque estaba
faltando gravemente a Jesucristo. Sorprendente, porque Juliana era mujer de fe profunda, tan
simple como recia, con las ideas muy claritas, amiga de pocas bobadas,
practicante y militante. Y claro, pecar, pecamos todos, pero eso de que de
repente esta buena mujer hubiera descubierto que faltaba y gravemente a
Jesucristo la verdad es que me dejó tocado.
- A ver, cuéntame,
que no entiendo nada.
- Pues muy
fácil, que he descubierto que desprecio a Nuestro Señor.
- ¿Y eso?
Me lo fue contando despacito.
Resulta que había estado una temporadita en Madrid y fue un día a
confesarse. Entre
otras cosas, le contó al sacerdote que ella tenía un
amor enorme a la Virgen, que
su mayor consuelo era llegar a la iglesia de su pueblo, acercarse a la Virgen,
llevarle flores, cuidar de su altar y pasar sus ratitos con ella. Le preguntó el confesor a mi buena Juliana que dónde pasaba más tiempo,
si con la Virgen o delante del Cristo o del
sagrario. Ella clarita: donde más a
gusto me encuentro es con la Virgen. Pues
que sepa usted, le dijo, que si quiere a la Virgen más que a Nuestro Señor, está despreciando gravemente a Nuestro Señor y eso es un pecado muy serio.
El resto ya lo ven, y lo que
no, se lo imaginan. Juliana sentada delante del Cristo llorando, pidiendo
perdón y convirtiendo sus pláticas con la Virgen en un “que
voy a venir menos para no ofender a tu Hijo". Son de esos
momentos en que si no fuera por el quinto mandamiento y porque las manos de uno
están para bendecir, era para darle una tanda de pescozones al memo del
cura.
No
fue complicado hacer que Juliana volviera a su costumbre. Me bastó hacerle comprender que para un buen hijo no hay mayor alegría
que ver cuánto se quiere a su madre, y que el día que llegara al cielo Nuestro Señor le diría: “Juliana, qué ganas de verte… ¿sabes? mi madre
me habla mucho de ti…”
Entonces,
me dijo, ¿puedo seguir con mi costumbre de siempre con la Virgen? Puedes y
debes,
Juliana.
Nadie que ame a María se pierde. Nadie que ame a María está lejos de su Hijo. Y
al revés… todo aquel que flojea en la fe se olvida de su madre.
Salió de la sacristía y se fue
al sagrario.
- ¿Y esto?
- Es para
decirle que a lo mejor vengo menos, pero es que tengo que echar más ratillos
con su madre.
No se lo creerán, pero yo vi
la sonrisa que Jesús le dedicó desde dentro del sagrario.
Jorge González
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