Los mártires no buscaron ser mártires para el reconocimiento de la posteridad.
Por: P. Luis Alfonso Orozco | Fuente: Tiempos de
Fe, Anio 5, No. 26, Marzo - Abril 2003
México es también tierra de
mártires. Durante
las primeras décadas del siglo XX la Iglesia católica en México sufrió una
auténtica persecución sangrienta y obtuvo el privilegio de engendrar hijos
mártires, que ofrecieron sus vidas al sagrado grito de ¡Viva
Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!, por defender su fe y la
libertad religiosa de la Iglesia en México.
Se trata del testimonio
heroico de los humildes mártires de la epopeya cristera y de los años más
crudos de la Revolución Mexicana, que la Iglesia en México no debe olvidar. El
Papa Juan Pablo II, siempre atento a proponer el alto testimonio actual de los
mártires para toda la Iglesia, ha canonizado ya a los primeros 25 mártires
mexicanos de aquella dura persecución, el 21 de mayo de 2000 en la plaza San
Pedro. Se puede decir que la Iglesia católica mexicana ha adquirido su plena
madurez con sus mártires, porque estos han resultado ser una semilla muy
fecunda del florecimiento de la vida cristiana.
¿Qué es lo distintivo del
martirio cristiano? ¿Quiénes y cómo eran aquellos mártires mexicanos? ¿Cuál es
el testimonio de fidelidad que nos ha legado? ¿Qué características más
destacadas se pueden observar del martirio al que fue sometida la Iglesia
católica en México? ¿Cuáles los importantes frutos habidos con su martirio?
El martirio se presenta de tal modo encarnado,
concretado en personas, hechos y lugares, que lo hacen siempre convincente y
actual. Es una teología viva y no tanto especulativa la de
los mártires, que convence más por el testimonio de los hechos innegables que
por las palabras y los bellos discursos. La memoria de los mártires sigue viva en las
comunidades eclesiales que los conocieron.
Los mártires no buscaron ser mártires para el
reconocimiento de la posteridad. Aquellos hombres y mujeres que derramaron su
sangre por confesar a Cristo, simple y llanamente respondieron con su "sí" concreto en la circunstancia que
les cupo afrontar, ante el dilema de ofrecer el supremo testimonio público o
defeccionar. Es la Iglesia quien los ha declarado mártires, en el pleno sentido
teológico del concepto, al considerar cuidadosamente que su sacrificio les
hizo semejantes a Cristo, en la vocación específica que ellos recibieron
dentro del Cuerpo místico.
En el tema del martirio la teología y la historia
forman una especie de alianza matrimonial: de tal
forma que una no funciona sin la otra. El “martirio”
es un concepto objeto de la reflexión teológica eclesial. Pero el mártir
es una persona concreta, histórica. El mártir traduce la teología en que cree a
los hechos; la confirma con su propia sangre. En el mártir cristiano de todas
las épocas, teología viva e historia están inseparablemente unidas.
Los mártires mexicanos de la persecución religiosa
desatada en México durante la Revolución y en particular durante la epopeya
cristera (1926-1929), no eran teólogos consumados, aunque muchos de ellos sean
sacerdotes, sino gente humilde del pueblo católico, en el cual nacieron y
vivieron hasta el extremo de sellar su fidelidad a Cristo y a su Iglesia con
el gesto glorioso de su martirio. Su ejemplo convence más y vuelve más creíble
la teología y las verdades de nuestra fe ante los ojos del mundo. Por eso el
Papa Juan Pablo II ha afirmado que el testimonio de los mártires -de todas las
épocas- es el más convincente.
La Iglesia siempre ha sido un signo de contradicción
que choca contra la mentalidad mundana, incline más a obedecer al César que a
Dios. No hay por qué extrañarse. Sufre persecución por predicar una Verdad
molesta a la mentalidad del mundo: las tinieblas
rechazan siempre la luz de la verdad. Los fieles católicos quedan así
ligados, con el sacramento de la sangre, al desenlace dramático que tocó a
Cristo nuestro Señor por oponerse a la mentalidad mundana y sus secuaces. El
mundo odia a Jesús y odia a los que se profesan suyos hasta la muerte. Así ha
sido siempre, porque ser cristiano y pertenecer a la Iglesia católica no es
tanto el cumplimiento frío de unos mandatos y una serie de cosas que chocan al
espíritu del mundo, cuanto seguir una vocación personal al amor, dentro de las
circunstancias históricas muy concretas que a cada uno corresponden, y que, en
algunos casos de excepción, pueden conducir al martirio por la fidelidad
personal a Cristo.
La generosa actitud de nuestros mártires provoca
el asombro, el respeto y la admiración de propios y extraños; golpea la conciencia
de los incrédulos y, en no pocos caso, ha sido el inicio de la feliz conversión
de grandes pecadores. Es una teología viva que convence.
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