sábado, 29 de agosto de 2020

TEOLOGÍA VIVA DEL MARTIRIO

Los mártires no buscaron ser mártires para el reconocimiento de la posteridad. 


Por: P. Luis Alfonso Orozco | Fuente: Tiempos de Fe, Anio 5, No. 26, Marzo - Abril 2003

México es también tierra de mártires. Duran­te las primeras décadas del siglo XX la Iglesia católica en México sufrió una auténtica per­secución sangrienta y obtuvo el privilegio de engendrar hijos mártires, que ofrecieron sus vidas al sagrado grito de ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!, por defender su fe y la libertad religiosa de la Iglesia en México.

Se trata del testimonio heroico de los humil­des mártires de la epopeya cristera y de los años más crudos de la Revolución Mexicana, que la Iglesia en México no debe olvidar. El Papa Juan Pablo II, siempre atento a propo­ner el alto testimonio actual de los mártires para toda la Iglesia, ha canonizado ya a los primeros 25 mártires mexicanos de aquella dura persecución, el 21 de mayo de 2000 en la plaza San Pedro. Se puede decir que la Iglesia católica mexicana ha adquirido su plena madurez con sus mártires, porque estos han resultado ser una semilla muy fecunda del florecimiento de la vida cristiana.

¿Qué es lo distintivo del martirio cristiano? ¿Quiénes y cómo eran aquellos mártires mexicanos? ¿Cuál es el testimonio de fideli­dad que nos ha legado? ¿Qué características más destacadas se pueden observar del mar­tirio al que fue sometida la Iglesia católica en México? ¿Cuáles los importantes frutos habidos con su martirio?

El martirio se presenta de tal modo encar­nado, concretado en personas, hechos y lu­gares, que lo hacen siempre convincente y actual. Es una teología viva y no tanto espe­culativa la de los mártires, que convence más por el testimonio de los hechos innegables que por las palabras y los bellos discursos. La memoria de los mártires sigue viva en las comunidades eclesiales que los conocieron.

Los mártires no buscaron ser mártires para el reconocimiento de la posteridad. Aquellos hombres y mujeres que derramaron su san­gre por confesar a Cristo, simple y llanamen­te respondieron con su "sí" concreto en la circunstancia que les cupo afrontar, ante el di­lema de ofrecer el supremo testimonio público o defeccionar. Es la Iglesia quien los ha declarado mártires, en el pleno sentido teo­lógico del concepto, al considerar cuidado­samente que su sacrificio les hizo semejan­tes a Cristo, en la vocación específica que ellos recibieron dentro del Cuerpo místico.

En el tema del martirio la teología y la histo­ria forman una especie de alianza matrimo­nial: de tal forma que una no funciona sin la otra. El “martirio” es un concepto objeto de la reflexión teológica eclesial. Pero el mártir es una persona concreta, histórica. El mártir traduce la teología en que cree a los hechos; la confirma con su propia sangre. En el mártir cristiano de todas las épocas, teología viva e historia están inseparablemente unidas.

Los mártires mexicanos de la persecución re­ligiosa desatada en México durante la Revolución y en particular durante la epopeya cristera (1926-1929), no eran teólogos consumados, aunque muchos de ellos sean sacer­dotes, sino gente humilde del pueblo católico, en el cual nacieron y vivieron hasta el ex­tremo de sellar su fidelidad a Cristo y a su Igle­sia con el gesto glorioso de su martirio. Su ejemplo convence más y vuelve más creíble la teología y las verdades de nuestra fe ante los ojos del mundo. Por eso el Papa Juan Pablo II ha afirmado que el testimonio de los mártires -de todas las épocas- es el más convincente.

La Iglesia siempre ha sido un signo de con­tradicción que choca contra la mentalidad mundana, incline más a obedecer al César que a Dios. No hay por qué extrañarse. Sufre persecución por predicar una Verdad molesta a la mentalidad del mundo: las tinieblas rechazan siempre la luz de la verdad. Los fieles ca­tólicos quedan así ligados, con el sacramento de la sangre, al desenlace dramático que tocó a Cristo nuestro Señor por oponerse a la mentalidad mundana y sus secuaces. El mundo odia a Jesús y odia a los que se profesan suyos hasta la muerte. Así ha sido siempre, porque ser cristiano y pertenecer a la Iglesia católica no es tanto el cumplimiento frío de unos man­datos y una serie de cosas que chocan al espí­ritu del mundo, cuanto seguir una vocación personal al amor, dentro de las circunstancias históricas muy concretas que a cada uno corresponden, y que, en algunos casos de ex­cepción, pueden conducir al martirio por la fidelidad personal a Cristo.

La generosa actitud de nuestros mártires provoca el asombro, el respeto y la admira­ción de propios y extraños; golpea la con­ciencia de los incrédulos y, en no pocos caso, ha sido el inicio de la feliz conversión de grandes pecadores. Es una teología viva que convence.

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