Nunca deja de sorprenderme que precisamente esta generación tenga la desvergüenza de mirar por encima del hombro a las anteriores y, particularmente, a la Edad Media, la edad de las catedrales y las universidades. Quizá sea aún más sorprendente que ese complejo de superioridad del todo injustificado se haya apoderado también de la Iglesia, que debería tener un poquito más de sensatez que el mundo.
En ese sentido, observo con
consternación el resurgir entre los eclesiásticos de antiguas
supersticiones, que apenas se diferencian de
las mitologías griegas, romanas u orientales. Como siempre ha
sucedido en la historia, las nuevas supersticiones usan las palabras que están
de moda y apelan a los puntos ciegos del hombre moderno, pero en esencia no son
más que una expresión de los mismos instintos supersticiosos del hombre pagano.
Las nuevas supersticiones son muy viejas.
Podrían citarse varios
ejemplos, pero quizá baste con el más reciente. Esta tarde no he podido evitar
un suspiro de cansancio al leer que, sin el más mínimo rubor, los obispos españoles nos
sugieren que, de algún modo, la culpa del coronavirus la tienen nuestros
pecados contra la ecología:
“La conversión
ecológica se hace apremiante en nuestros días. La crisis del COVID19, como nos
ha recordado el Papa reiteradamente no es un asunto absolutamente independiente
de la crisis ecológica que vive el planeta. El cambio climático, la pérdida de
biodiversidad y la contaminación tienen una relación directa con la génesis y
desarrollo de enfermedades”.
¿Cómo puede ser
que nuestros obispos no sepan que siempre ha habido virus, porque los virus son
algo tan natural, ecológico, evolutivo y ecosistémico como los bebés foca o los
bosques tropicales? ¿Cómo se atreven a decir, sin el más mínimo indicio
que lo corrobore, que el coronavirus está vinculado al cambio climático, la
pérdida de biodiversidad y la contaminación? Esto es pura superstición, adornada con palabritas
piadosas y eslóganes políticamente correctos.
Tienen, además, el asombroso
atrevimiento de decir que la “madre tierra” es “templo
del espíritu” y que la “caridad de Cristo” nos urge a cuidar de ella,
en una deformación patente de las palabras de la Escritura, que dicen todo eso
únicamente de los seres humanos y no de un ser inanimado como es la tierra:
“‘La Caridad de
Cristo nos apremia’ (2 Cor 5,14) y nos impulsa a cuidar la fragilidad de
nuestra madre tierra, la de nuestros semejantes y la propia, pues somos
‘templos del espíritu’”.
¿Cómo puede ser
que, en la supuesta era de la ciencia y de la técnica, se personalice de esta forma
ingenua y supersticiosa a la naturaleza? La tierra no es templo del
Espíritu Santo, ni es nuestra madre más que en una mera metáfora que, como tal,
no tiene consecuencias reales. La Caridad de Cristo no nos urge a cuidar de la
fragilidad de la madre tierra. Lo que San Pablo dice es que la Caridad de
Cristo nos apremia porque Él murió por todos
para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para aquel que murió y
resucitó por ellos. Es decir, conversión a Cristo, no conversión ecológica. También es falso, no hace falta ni decirlo,
que la vida espiritual esté al servicio de la ecología y este mundo terreno,
como parecen asegurarnos los obispos:
“Necesitamos de
‘la espiritualidad para alimentar una pasión por el cuidado del mundo’ (LS 216)”
Esa confusión de las metáforas
con la realidad es lo que, aparentemente, lleva a los obispos a afirmar que,
ante el coronavirus, necesitamos una “conversión
ecológica” y a invitarnos a celebrar un año “para el cuidado
de la creación”:
“En esta Jornada
Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, pidamos al Señor, que es el
primero en cuidar de nosotros, que ‘nos enseñe a cuidar de nuestros hermanos y
hermanas, y del ambiente que cada día Él nos regala’ (QA 41), desde la honda
espiritualidad evangélica que nos alienta. Nos unimos en este quinto
aniversario de la encíclica Laudato si a la convocatoria del Papa Francisco
para celebrar un año especial, que va desde el 21 de mayo de 2020 hasta el 24
de mayo de 2021, año en el que ‘todos podemos colaborar como instrumentos de
Dios para el cuidado de la creación, cada uno desde su cultura, su experiencia,
sus iniciativas y sus capacidades’ (LS, 14)”.
¿A
nuestros obispos la muerte de cientos de miles de seres humanos en una pandemia
los lleva a pensar en la ecología? ¿De verdad? ¿No en el cielo y el infierno, en el
Juicio de Dios, en la apostasía de tantos católicos que morirán alejados de
Dios, en los paganos que siguen sin conocerle, en los innumerables pecados, en
los niños asesinados por millones todos los años, en el amor de Dios, en la
divina Providencia…? ¿Lo “apremiante en nuestros días” es la “conversión
ecológica”? ¿A lo que el amor de Cristo nos apremia es a “cuidar la fragilidad
de nuestra madre tierra? Lo siento, pero esto no es catolicismo, ni siquiera se le parece. Es
otra cosa.
Desgraciadamente, no se trata
de una extravangancia de los obispos españoles, ya que, con un celo digno de
mejor causa, en esto siguen las opiniones del Papa y citan constantemente la encíclica Laudato Si, un documento en el que las
continuas metáforas se confunden con la realidad en una confusión profunda y,
aparentemente, deseada. En efecto, en una entrevista, hablando del
coronavirus y de otros desastres naturales, el Papa afirmó que “no sé si es la venganza, pero es la respuesta de la
naturaleza”. En otra entrevista, esta con un
periodista español, que le preguntó si la crisis del coronavirus era un “ajuste de cuentas de la naturaleza”, el Papa
repitió que “Dios perdona siempre, nosotros de vez
en cuando y la naturaleza nunca” y que “la
naturaleza está pateando para que nos hagamos cargo de su cuidado”. Es una afirmación que no tiene nada de teológica,
pero tampoco nada de científica, porque no hay ningún indicio de que el
coronavirus esté relacionado con nada que nosotros hayamos hecho. En ese
sentido, con todo el respeto, se trata de una simple
superstición (una superstición
acorde con el espíritu de la época, eso sí, y que comparten numerosos grupos
ecologistas).
La Pontificia Academia para la
Vida, olvidada ya su
misión original, nos aseguró también que el coronavirus provenía de no valorar
la tierra y no prestarle suficiente atención: “la
epidemia del Covid-19 tiene mucho que ver con nuestra depredación de la tierra
y el despojo de su valor intrínseco. Es un síntoma del malestar de nuestra
tierra y de nuestra falta de atención”. También he escuchado la misma
afirmación injustificada en boca de varios sacerdotes, algunos de los cuales
tenía por más sensatos. Casualmente, los mismos que se rasgan las
vestiduras cuando alguien señala, como siempre ha hecho la Iglesia, que todas
las calamidades y los males que sufrimos desde el pecado de Adán son castigos y
advertencias de Dios, nos aseguran que la Madre Tierra está
descontenta con nosotros y nos castiga con enfermedades. La única conclusión
posible es que la superstición es mucho más contagiosa que el coronavirus.
De
aquí al culto de la Pachamama hay un paso minúsculo. Si de verdad la tierra es
nuestra Madre y nos manda enfermedades, es razonable pensar que habrá que
aplacarla con sacrificios de automóviles, la prohibición de los combustibles
fósiles y la energía nuclear, el destierro de los aires acondicionados y la
condenación eterna de los malvados pecadores contra la ecología. Quizá en ese
sentido fuera muy apropiada la que tuvo lugar en el mismo Vaticano,
durante el Sínodo de la Amazonia. Se ve que eran los signos de los tiempos.
¡Qué bajo hemos
caído!
Bruno M.
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