Scott
Hahn, teólogo evangélico calvinista, cuenta su conversión al asistir a misa en
una capilla católica.
Scott
Hahn Allí estaba yo, de incógnito: un ministro
protestante de paisano, deslizándome al fondo de una capilla católica de
Milwaukee para presenciar mi primera Misa. Me había llevado hasta allí
la curiosidad, y todavía no estaba seguro de que fuera una curiosidad sana.
Estudiando los escritos de los primeros cristianos había encontrado incontables
referencias a «la liturgia», «la Eucaristía», «el
sacrificio». Para aquellos primeros cristianos, la Biblia, el libro que
yo amaba por encima de todo, era incomprensible si se la separaba del
acontecimiento que los católicos de hoy llamaban «la
Misa».
Quería
entender a los primeros cristianos; pero no tenía ninguna experiencia de la
liturgia. Así que me convencí para ir y ver, como si se tratara de un ejercicio
académico, pero prometiéndome continuamente que ni me arrodillaría, ni tomaría
parte en ninguna idolatría.
Me senté
en la penumbra, en un banco de la parte de más atrás de aquella cripta. Delante
de mí había un buen número de fieles, hombres y mujeres de todas las edades. Me
impresionaron sus genuflexiones y su aparente concentración en la oración.
Entonces sonó una campana y todos se pusieron de pie mientras el sacerdote
aparecía por una puerta junto al altar.
Inseguro
de mí mismo, me quedé sentado. Como evangélico calvinista, se me había
preparado durante años para creer que la Misa era el mayor sacrilegio que un
hombre podría cometer. La Misa, me habían enseñado, era un ritual que pretendía
«volver a sacrificar a Jesucristo». Así que
permanecería como mero observador. Me quedaría sentado, con mi Biblia abierta
junto a mí.
Sin
embargo, a medida que avanzaba la Misa, algo me golpeaba. La Biblia ya no
estaba junto a mí. Estaba delante de mí: ¡en las
palabras de la Misa! Una línea era de Isaías, otra de los Salmos, otra
de Pablo. La experiencia fue sobrecogedora. Quería interrumpir a cada momento y
gritar: «Eh, ¿puedo explicar en qué sitio de la
Escritura sale eso? ¡Esto es fantástico!» Aún mantenía mi posición de
observador. Permanecía al margen hasta que oí al sacerdote pronunciar las
palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo…
éste es el cáliz de mi Sangre».
Sentí
entonces que toda mi duda se esfumaba. Mientras veía al sacerdote alzar la
blanca hostia, sentí que surgía de mi corazón una plegaria como un susurro: «¡Señor mío y Dios mío. Realmente eres tú!»
Desde ese
momento, era lo que se podría llamar un caso perdido. No podía imaginar mayor
emoción que la que habían obrado en mí esas palabras. La experiencia se
intensificó un momento después, cuando oí a la comunidad recitar: «Cordero de Dios… Cordero de Dios… Cordero de Dios»,
y al sacerdote responder: «Éste es el Cordero de
Dios…», mientras levantaba la hostia.
En menos
de un minuto, la frase «Cordero de Dios» había
sonado cuatro veces. Con muchos años de estudio de la Biblia, sabía
inmediatamente dónde me encontraba. Estaba en el libro del Apocalipsis, donde a
Jesús se le llama Cordero no menos de veintiocho veces en veintidós capítulos.
Estaba en la fiesta de bodas que describe San Juan al final del último libro de
la Biblia. Estaba ante el trono celestial, donde Jesús es aclamado eternamente
como Cordero. No estaba preparado para esto, sin embargo… ¡estaba en Misa!
Por Scott Hahn
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