El Gloria, que era
cantado por toda la comunidad, y no meramente rezado o cantado por el coro, nos
recuerda que todos los que participamos en el sacrificio del Altar, invocamos a
Dios en su majestad usando las mismas palabras angélicas.
«En
la resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán, Sino que todos serán
como ángeles en el cielo» (Mt 22, 30)
En Dios la noción de orden es
constituyente de su propia esencia, y todo lo que emana de Él está sujeto al
mismo principio. En Dios no hay confusión entre sus Divinas Personas,
no hay alteración en su esencia porque no está sujeto a la evolución ni al
tiempo, en Él todo es perfecto,
completo, acabado, y esta condición lleva implícito el orden.
Lo creado, como reflejo de esa
perfección, fue concebido con un orden que se manifiesta en una jerarquía de
seres en cinco planos distintos (Suma Teológica,
I, q. 47.2) en orden creciente de
semejanza con el Creador:
1.- Los minerales:
seres inanimados.
2.- Los vegetales:
seres vivos, que no sienten ni entienden.
3.- Los animales:
seres vivos, que sienten, pero no entienden.
4.- El hombre:
ser vivo por excelencia que comprende en sí todas las cualidades de los planos
inferiores. Con los ángeles guarda semejanza por la naturaleza espiritual que
compartimos con ellos. Es la criatura más perfecta
sobre la tierra.
5.- El ángel:
ser espiritual puro que por carecer de toda entidad material está más próximo a
la perfección de Dios que el resto de la Creación, y por ello guarda en sí una imagen divina mayor que el hombre (ib.
93.3; 111.1).
Por encima de estos cinco
planos está en un nivel infinitamente superior el plano divino que
sólo corresponde a la esencia de Dios y en el que no hay rastro de
imperfección.
Tanto el hombre como el ángel gozaron de la gracia santificante en su creación (ib. 62.3). El hombre la perdió con el
pecado original y después la recobró con la Redención por medio de Cristo a
través del Bautismo; a lo largo de toda su vida, mediante el camino de la
santificación y el mérito, necesita confirmar esa gracia primera para
convertirla en bienaventuranza eterna.
Por otro lado, el ángel, creado
en gracia también, en su primer acto de amor a Dios fue confirmado en esa vida
sobrenatural y eterna (ib. 62.5).
De esta manera, al recibir la
gracia santificante, la «sangre de Dios», el
hombre quedó elevado desde el 4º plano al plano divino. Como criatura
corporal le correspondía un nivel de perfección menor que el de los ángeles, pero por voluntad de Dios fue hecho hijo de Dios y heredero del reino eterno.
En la liturgia eucarística, a
la que asistimos junto a los ángeles, como consecuencia de nuestra condición de
bautizados insertos en la vida íntima de Dios, tomamos sus palabras prestadas
para actuar como ellos, para ser asumidos en ese sacrificio y convite divino
asemejándonos a ellos que le sirven en su presencia. Veámoslo.
En la Misa dominical y de
otras fiestas y solemnidades, tras abrazarnos a la cruz en la invocación
inicial y pedir su misericordia, lo primero que hacemos es cantar la Gloria
de Dios con la Gran Doxología,
que comienza con las palabras del coro angélico que se revela a los pastores: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el
Señor».
Fue cantado en la Iglesia
primitiva como un himno matutino muy antiguo que, junto con otros hoy perdidos,
componían lo que era llamado los psalmi idiotici, es decir, cánticos y salmos compuestos por los
fieles a los que se les puso ese nombre para distinguirlos de los de la Sagrada
Escritura. Otro ejemplo de texto que sí conservamos perteneciente a este grupo
es el Phos
Hilaron, más propio de la liturgia vespertina.
El Gloria, que era cantado por
toda la comunidad, y no meramente rezado o cantado por el coro, nos recuerda que todos los que participamos en el sacrificio
del Altar, invocamos a Dios en su majestad usando las mismas palabras angélicas,
que recalcamos justamente al final del himno al aclamar a Cristo como tres
veces Santo, en recuerdo y anticipación del Sanctus.
En la tradición bizantina el
himno Cheroubikon que se canta en la gran procesión de entrada de
las ofrendas cuando se llevan al altar, se dice: «Nosotros, que
místicamente representamos a los querubines y cantamos el himno trisagio a la
vivificante Trinidad, depongamos todo cuidado terreno, porque hemos de recibir
al Rey del universo«. Nos recuerda este texto que, como los ángeles,
tenemos que unir nuestra alma espiritual a lo que está sucediendo en el altar
porque aquello no es un mero banquete humano, sino que allí
se come el pan de los ángeles. Santo Tomás, el doctor Angélico, lo describió
sublimemente en la secuencia Lauda Sion de la Misa de la festividad del Corpus Christi:
Ecce
panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum, non mittendus
canibus.
He
aquí el pan de los ángeles, hecho alimento de peregrinos: verdadero pan de los
hijos, no para echarlo a los perros.
Un poco más adelante, en el
inicio del canon romano (o la plegaria eucarística) cantamos el Sanctus, que está tomado del libro de Isaías donde los
serafines que custodiaban el trono del Señor en la visión del profeta cantan: «Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos. Toda
la tierra está llena de su gloria»
(Is 6, 3). El texto se completa con la cita del Salmo 118, 26 que
aparece también en Mt 21, 9 en la entrada en Jerusalén: «Bendito el que
viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo».
El Sanctus de la Misa no se
encuentra en la oración de San Hipólito (principios s. III), aunque es muy
posible que ya a fines del siglo I ya formara parte de las
oraciones de la comunidad de Roma pues San Clemente Romano, en su Carta a los
Corintios lo cita. Esto nos hace
ver cómo la Iglesia primitiva recogió este texto en el que se invoca la
santidad de Dios con palabras angélicas, no meramente humanas, para incluirlo
en la Misa puesto que la santidad de Dios sobrepasa nuestros medios humanos de
expresión:
«Santo
es Dios en cuanto que es el Ser terrible, el Numen Tremendum ante el cual todo
queda como volatilizado, porque aparece en toda su creaturidad. Dios es la
plenitud del ser, la trascendencia, y todo lo demás es la nada de la creatura
en su ser dependiente, contingente« (Luis Maldonado, 'La plegaria
eucarística').
Los serafines cantan la gloria
del Dios tremendo y nosotros, tomando prestadas sus palabras y uniéndonos al
coro celestial que también las entona en ese momento, nos constituimos en coro
angélico ante el Altar de Dios convertido en trono de su realeza y donde va a
realizarse la consagración en breve.
Y ya en el umbral de la
Sagrada Comunión, le llamamos «Cordero de Dios», como Juan
el Bautista y como se le nombra en el Apocalipsis por todos aquellos que
blanquearon sus vestiduras en Su sangre y para los que es fuente de salvación.
Qué nos dice la
sagrada liturgia con todos estos testimonios:
Que en la Santa Misa estamos
asistiendo al Cielo, que no es otro lugar sino aquel en el que Dios se
manifiesta. Y en la Misa lo hace con su Cuerpo y su Sangre, por lo que somos
elevados más allá de nuestro mero ser corporal, como criaturas que han sido
divinizadas, como el hierro metido en el fuego que se vuelve incandescente pero
no se convierte en llama. Así es el hombre transformado mediante el fuego de
Dios.
»Gracia y paz abundantes…. Con las cuales se nos han
concedido las preciosas y sublimes promesas, para que, por medio de ellas, seáis partícipes de la naturaleza divina«
(2 Pe 1, 4).
»No
se puede decir lo que aquí pasa. Y no es mucho no se diga, pues se comunica
Dios, que es indivisible, y el alma se
transforma en Él, como hemos dicho, ora sea como la vidriera retocada del sol, o el espejo en que se mira el sol y
reverbera, o la luz de la estrella con la del sol, o el hierro o madero con el
fuego. Y queda el alma como escondida con el sol y todo parece un sol. Esto, que es indecible, dice la Esposa aquí
cómo puede decirse, moviendo Dios su lengua con estas palabras: En la interior
bodega de mi Amado bebí...
(Agustín
Antolínez, 'Amores de Dios y el alma. Comentario al Cántico espiritual de San
Juan de la Cruz', canción XXVIª).
Fue gracias a Cristo que
recibimos este don, pues por su encarnación, por su misericordia infinita y sin
que nada le obligara, la divinidad suya no se redujo,
ni canceló o menoscabó, sino que su propia humanidad fue elevada hasta su
divinidad y con ello nos abrió la puerta a nuestra participación en su mismo
ser.
Todas estas palabras angélicas
que la liturgia pone en nuestra boca durante la Santa Misa nos han de hacer
reflexionar sobre la sacralidad de los misterios que celebramos, que nuestra
lengua es poco apta para pronunciar, y sobre el destino de nuestras almas que
están llamadas a gozar de la bienaventuranza eterna junto a los ángeles en la
presencia de Dios.
Y que ese estar en la
presencia del Altísimo comienza ya aquí mientras pronunciamos todas esas
palabras que nos han de ir introduciendo en el fuego del amor divino para
transformarnos como hierro al rojo vivo a semejanza de aquellos seres que le
sirven en su presencia.
Manuel Pérez Peña








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