Mathieu Bock-Côté es
un sociólogo, nacido en Lorraine (Quebec), colaborador habitual en Le Figaro,
donde acaba de publicar, el pasado 27 de marzo, este artículo que me ha
parecido que valía la pena traducir y compartir con ustedes:
«La noticia nos
llega del norte de Italia, una de las regiones más afectadas por la actual
pandemia. En Bérgamo y
sus alrededores hemos sabido de la muerte de una veintena de sacerdotes que
habían decidido acompañar a los enfermos poniendo en riesgo sus vidas para
cumplir con su sacerdocio. Nuestro mundo a menudo solo ve al sacerdote a través
de la figura del más siniestro abusador. Pero aparece aquí bajo el signo del
martirio. Como si, ante la más terrible prueba, algunos sacerdotes no pudieran
más que llevar su fe hasta el sacrificio, cuando todos, y quizás incluso los
creyentes en ciertos momentos, temen en lo más profundo de su ser la entrada en
una noche helada y eterna. La presencia de un sacerdote en ese momento permite
introducir un grano de esperanza, impulsando al hombre hacia una última oración
consoladora. En medio de una hecatombe de la que no
pueden escapar, estos sacerdotes tienden la mano de la misericordia.
La presente crisis nos obliga
a todos a plantearnos una pregunta que nuestra civilización tiende a arrinconar
tanto como puede, la de la muerte, que se presenta al hombre bajo el signo de
lo inexplicable y de lo inevitable. Los avances médicos permiten posponer la
muerte lo más tarde posible, dando tanto al hombre común como al enfermo
preciosos años suplementarios, a veces décadas. Pero en última instancia,
posponer el plazo final no permite abolirlo. La muerte sigue siendo un
escándalo existencial.
En realidad, el hombre se
resigna a morir muy viejo, dejando un mundo que le es cada vez menos familiar.
Lo llega a hacer, incluso, con cierta serenidad, como Chateaubriand en las
últimas líneas de Memorias de Ultratumba.
Esta actitud es menos fácil cuando una cruel enfermedad precipita el fin,
cuando no se esperaba. Puede que no muera mañana mismo, pero experimenta su
fragilidad existencial íntimamente y se encuentra indefenso. Lo mismo puede
decirse de la epidemia que pone a cada uno ante la angustia de la aniquilación.
La religión bien entendida no
se presenta como un conocimiento del hombre alternativo al que proporcionan las
ciencias, sino que se sitúa en otra dimensión, que se solía llamar sagrada o
trascendente, y que está anclada en la conciencia de la finitud humana. Parece,
sin embargo, ininteligible para la modernidad, que quiere ver en ella una
superchería cuyos últimos residuos deben ser eliminados. Esto es lo que ha
impulsado a muchos, en las últimas décadas, a hacer todo lo posible por
desritualizarla, para liberar a la espiritualidad de las limitaciones
simbólicas supuestamente anticuadas y darle la oportunidad de la “autenticidad". Se ha olvidado que la
liturgia no era sólo una puesta en escena teatral, sino un lenguaje que llega a
regiones inexploradas y ahora abandonadas del alma humana. Esto ha contribuido
a una forma de desarrollo civilizatorio.
Porque, como Chesterton había
adivinado, el hombre que deja de creer en Dios no es que crea de repente en
nada, sino en cualquier cosa. Quien renuncia a Cristo acaba refugiándose a
menudo en los espejuelos de la nueva era. El hombre moderno no se ha alejado de
la religión de sus padres para adherirse a un ateísmo marcial y heroico o a un
agnosticismo inquieto, sino para, demasiado a menudo, abrazar supersticiones
regresivas que hacen la fortuna de vendedores de talismanes y baratijas. Renan,
que no era precisamente un santurrón, escribió en sus Études d’histoire religieuse que “la religión
es ciertamente la más alta y entrañable manifestación de la naturaleza humana“.
El hombre que se arrodilla para rezar no renuncia a una comprensión racional
del mundo, sino que reconoce que el mundo se presenta en última instancia como
un misterio al que la cruz da la posibilidad de una respuesta encarnada.
Daniel-Rops, en L’Église de la cathédrale et de la croisade,
hizo esta simple pregunta: “si con el Claudel del
«Zapato de raso» nos preguntamos “qué
llevó a esos miserables, a esos patanes, a esos zafios, a esos tacaños, a esos
roñosos, a ver en el mundo tantas maravillas, la única respuesta son dos
palabras: ellos creían“. Probablemente podría decirse lo mismo de
los sacerdotes de Bérgamo, que han encontrado en su fe la capacidad de un
último sacrificio, el más insensato de los dones para quienes se empeñan
tercamente en ver el mundo dentro de los límites de un estrecho materialismo: el de su propia vida para ofrecer una última oración.
No todo el mundo tiene que hacer lo mismo en estos momentos de necesario y
generalizado confinamiento. Pero no está prohibido
confesar la admiración conmovedora ante aquellos que han creído más allá de
todo y han asumido su vocación hasta el martirio.»
Jorge Soley
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