SI DIOS ES OMNIPOTENTE, TODO LO QUE SUCEDE DEPENDE
DE ÉL.
En efecto, si algo no dependiese de Él, no
sería Omnipotente.
Porque en esa hipótesis,
habría algo que, al no depender de Dios, podría no darse,
aunque Dios quisiese que se diese, o podría darse, aunque Dios quisiese
que no se diese.
Y entonces no sería verdad que Dios puede todo lo que quiere, o sea, no
sería verdad que Dios es Omnipotente.
Porque decir que Dios es Omnipotente es decir que puede todo lo que
quiere (y puede querer todo lo que no implica
contradicción).
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Ahora bien, que todo dependa de Dios no quiere decir que Dios sea causa de todo. Dios no es causa del pecado.
Pero sí debe permitirlo, para que el
pecado pueda ocurrir. Eso quiere decir que la permisión divina es condición de
posibilidad del pecado.
LO QUE EL OMNIPOTENTE NO PERMITE, NO OCURRE.
“Causa” y “condición” no son lo mismo. La causa es “lo que influye el ser en otro”, la condición es “aquello
sin lo cual algo no es posible”. Se
puede ser condición y no ser causa: el oxígeno es condición
de la vida pero no la causa, un cadáver puede estar muy rodeado de oxígeno.
Pero sin oxígeno, seguro que nos transformamos en cadáveres.
Así es como Dios controla
todo: por la causación o por la permisión, y fuera de estas dos elecciones divinas, no sucede absolutamente nada
en el mundo.
Cuando Dios quiere una buena acción del hombre, elige que el hombre haga libremente esa acción; cuando permite el pecado del
hombre, no elige el pecado, sino que elige permitirlo.
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Por eso mismo ha sido de todo
punto de vista necesario distinguir en Dios una Voluntad
antecedente y una Voluntad consecuente. Porque Dios no
quiere, sin duda, que pequemos, y sin embargo, pecamos. ¿Qué pasa entonces con la Omnipotencia divina?
Pasa que Dios es Omnipotente,
y por tanto, lo que quiere categórica y simplemente, se hace sin más,
y lo que quiere en forma condicionada, se hace si se cumple la condición,
y si no, no se hace. Lo primero es lo que Dios
quiere con Voluntad consecuente; lo segundo, lo que quiere con voluntad antecedente.
¿Y de
qué puede depender el cumplimiento de esa condición de la que
depende la Voluntad divina antecedente? De nuevo, no puede depender de algo que no dependa a su vez de Dios,
porque eso no existe.
En definitiva, el cumplimiento
de la condición de la que depende la Voluntad divina antecedente depende de lo que la misma Voluntad de Dios quiere permitir en lo creado.
Así se cumple lo que dice San
Pablo en la Carta a los Romanos,
cap. 11, v. 36: “Porque de Él, por Él, y para Él son todas las
cosas. A Él la gloria por los siglos. Amén.”
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Por tanto, la peste del coronavirus se puede deber a la malicia humana, o a
algún accidente de laboratorio, o a algún fenómeno natural, no importa: cae
dentro del Plan providencial de Dios, depende de Dios, que podría perfectamente haberla evitado.
A los católicos, y
especialmente a los discípulos de Santo Tomás de Aquino, no hace falta
avisarles que existen las leyes naturales, que existen las casualidades o
accidentes, o que existen las catástrofes naturales,
o que existe el mal uso que
el ser humano hace de su libre albedrío.
Todo eso son las causas segundas, que sin duda que tienen su consistencia y
actividad propias, pero se subordinan inevitable y
totalmente a la Causa Primera Omnipotente, que quiere o permite, como se dijo.
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¿Y qué
sentido puede tener, en el plan de Dios, el coronavirus?
Curiosamente, lo menos cruel de todo es
decir que se trata de un castigo divino por nuestros
pecados.
Porque supongamos que no lo
es, y que es, por ejemplo, solamente un intento de llamar nuestra
atención… ¿de ese modo? ¿Con todas esas muertes y esos
sufrimientos de tantas personas?
¿No sería
más lógico llamar “cruel” a semejante procedimiento de comunicación, si fuese
solamente eso, que a la aplicación de la justa pena (temporal,
además, que no eterna) por el pecado?
Donde
está el castigo, está la justicia, y está el orden moral, está el bien. La pura catástrofe sin
castigo, sin justicia, sin orden moral, o es el puro sinsentido del mal, o es, peor, la crueldad gratuita.
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En todo castigo hay dos componentes o aspectos: uno perjudicial y doloroso, que por eso
mismo, es un mal, y otro que restablece
el orden de la justicia, y que por eso mismo, es un bien.
El bien
nunca es simplemente permitido
por Dios, sino que es querido directamente por Él. Por eso el castigo, en tanto
implica un restablecimiento del orden de la justicia,
es querido directamente, y no solamente permitido,
por Dios.
Lo que pasa es que muchas
veces la palabra “permisión” viene a la mente cuando queremos expresar la idea
de que para un Dios Omnipotente ningún mal que ocurre en la
Creación puede ser algo imprevisto, superviniente,
algo que escape al control de la Providencia divina infalible.
Pero, en el caso del castigo divino, es más que eso, no es que Dios solamente lo
permita, sino que lo quiere directamente. Lo único
que Dios permite sin quererlo es el pecado de los ángeles y
los hombres.
A nosotros nos parece que, por
el contrario, el pecado es cosa de poca monta, lo que
sería verdaderamente inaceptable sería el castigo divino por el pecado…
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Sin duda que Dios nos
está hablando mediante esta plaga, pero nos habla ante todo mediante el castigo mismo, mediante la pena temporal que busca restablecer en algo el orden de la
justicia tan bárbaramente pisoteado por la humanidad en los últimos tiempos.
Desde 1921, fecha en que la
URSS legalizó el aborto, hasta el día de hoy, han sido abortados unos mil millones (1.000.000.000) de seres humanos
inocentes.
Hoy, 25 de Marzo,
celebramos la Anunciación del Ángel a María Santísima,
cuando el Verbo de Dios fue concebido como hombre por obra y gracia del
Espíritu Santo.
Por eso se celebra hoy también
el Día del Niño por Nacer, en memoria de todos esos niños
concebidos a los que nuestra cultura de la muerte no permite nacer, al mismo tiempo que es incapaz
de dejar pasar diez minutos sin hablar de los Derechos Humanos.
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Y eso es solamente un aspecto, una página, un capítulo
del libro de las rebeldías humanas contra Dios y contra la ley moral
natural acumuladas en las últimas décadas.
Hemos visto adorar al ídolo de la Pachamama en
los jardines del Vaticano.
Eso solo hubiese bastado para
que los Profetas bíblicos saliesen corriendo y dando gritos, y lo sabemos.
Hemos presenciado la relativización de la ley moral propugnada
por altas jerarquías de la Iglesia.
Y eso ha sido solamente el
toque final de un proceso que hace décadas viene acumulando
corrupción, ante todo doctrinal, en el interior de la Iglesia, en el
cual ha jugado y sigue jugando un papel esencial la herejía
modernista.
Tenemos en la sociedad, ya no
la promoción, sino la imposición de la
homosexualidad, especialmente a los niños mediante el sistema
educativo.
Sabemos de una red homosexual clerical en la Iglesia.
Ahora se está legalizando la eutanasia, y ya han salido voces a favor de legalizar la pedofilia.
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Ante este panorama, parece
claro que se está cumpliendo a la letra lo que el libro de la
Sabiduría le dice a Dios, en los capítulos 11 y 12: “Tu inmenso poder está siempre a tu disposición, ¿y quién
puede resistir a la fuerza de tu brazo? El mundo entero es delante de ti como
un grano de polvo que apenas inclina la balanza, como una gota de rocío matinal
que cae sobre la tierra. Tú te compadeces de todos, porque todo lo
puedes, y apartas los ojos de los pecados de los hombres para que ellos se
conviertan. Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de
lo que has hecho, porque si hubieras odiado algo, no lo habrías creado. ¿Cómo
podría subsistir una cosa si tú no quisieras? ¿Cómo se conservaría si no
la hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todos, ya que todo es
tuyo, Señor que amas la vida, porque tu espíritu incorruptible está en todas
las cosas. (…) Por eso reprendes poco a poco a los que caen, y los
amonestas recordándoles sus pecados, para que se aparten del mal y crean
en ti, Señor. Como eres
justo, riges el universo con justicia, y consideras incompatible con tu
poder condenar a quien no merece ser castigado. Porque tu fuerza es el
principio de tu justicia, y tu dominio sobre todas las cosas te hace indulgente
con todos. Tú muestras tu fuerza cuando alguien no cree en la plenitud de tu poder,
y confundes la temeridad de aquellos que la conocen. Pero, como eres dueño
absoluto de tu fuerza, juzgas con serenidad y nos gobiernas con gran
indulgencia, porque con sólo quererlo puedes ejercer tu poder.”
Es decir, es muy moderado,
como castigo, el coronavirus, si atendemos a probable tasa de mortalidad, aunque
eso mismo es poco claro hoy por hoy.
Véase además en este texto el
sentido medicinal que tiene el castigo divino temporal: “Por eso reprendes
poco a poco a los que caen, y los amonestas recordándoles sus pecados, para que
se aparten del mal y crean en ti, Señor.”
¿Y si mediante
el castigo temporal Dios nos evita el castigo eterno del infierno,
que no tiene nada de medicinal, sino sólo de pura restauración de la
justicia?
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¿Y qué pasa con los
inocentes que mueren hoy por el coronavirus? ¿Son también castigados
por Dios?
Ante todo, recordar que según
nuestra fe, sólo Nuestro Señor Jesucristo y su Madre María Santísima
son inocentes. Todos los demás,
después del pecado de Adán, nacemos con el pecado original,
como dice el Salmo 50: “Mira que en la
culpa nací, pecador me concibió mi madre”.
Por eso, los únicos inocentes de que se puede tratar aquí
son aquellos a los que por el Bautismo se les ha borrado
el pecado original y están en gracia de Dios, sea porque no han
cometido pecados mortales, sea porque los han cometido y se han arrepentido y
recibido la absolución del sacerdote, o en su defecto, han podido hacer un acto
de perfecta contrición.
Es de fe que los que mueren en ese estado se salvan, sea que vayan
directamente al Cielo o que tengan que pasar antes por el Purgatorio.
¿En su caso no
se podría hablar de “castigo"? Hay que recordar que por el pecado original se merece también una pena temporal además de la pena eterna. De hecho, la muerte
y las enfermedades son consecuencia del pecado original, y
son penas temporales. Y no
dejan de sufrir estas penas los bautizados que están en gracia de Dios, de donde se puede deducir que tampoco
son perdonadas por el Bautismo, el cual perdona solamente la
pena eterna debida al pecado original.
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En realidad, esto habría que
haberlo puesto al comienzo de todo el “post”: todos vamos a
sufrir la pena temporal por el pecado original, que es la muerte.
Lo del “coronavirus” es nada más que una forma particularmente llamativa
de aplicarse ese castigo, y lo de “llamativa”
se debe en parte a su repercusión en los medios y al paro mundial que ha
provocado. Pero en esencia, es lo mismo que nos espera a todos.
Los cristianos esperamos,
según nuestra fe, que la muerte nos alcance en gracia de Dios y nos abra así la entrada a la vida eterna.
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Luego, recordar que en el
centro del misterioso designio de Dios está la muerte del Inocente por
excelencia, para salvar a los
culpables, es decir, a todos nosotros.
Por
el Bautismo se borra el pecado original, y de no mediar el pecado mortal, o de darse éste, si se dan también el
arrepentimiento y la confesión, se está en gracia y amistad de
Dios. En esos casos, el
sufrimiento puede ser una prueba por la que Dios hace pasar a sus amigos, y una
participación en los sufrimientos de Cristo por todos los hombres.
Hay que orar por todos
aquellos cuyos sufrimientos y
cuya muerte hayan sido asociados por Dios a los
sufrimientos y la muerte de Cristo por
la salvación de un mundo que vive de espaldas a Dios. Y no sería raro que
muchos de ellos puedan ya orar e interceder por nosotros.
Recordar también que la pena temporal es una verdadera
bendición de Dios para nosotros, si mediante ella se logra
nuestra conversión y evitamos la pena eterna.
Una sociedad atea no tiene otra respuesta, ante una
plaga como ésta, que la desesperación,
o el escapismo, o la encerrona totalitaria, o el
voluntarismo que nos hace persistir en el error de creernos dioses. El cristiano no
puede ver así las cosas: su principal preocupación
en estos días (y siempre) debe ser estar en gracia de Dios, con la esperanza
de la vida eterna.
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Por supuesto, todas estas
cosas son verdaderas, y hay que decirlas. Luego de decirlas, el que las dice, contemplando
su propia fragilidad y pecaminosidad, debe suplicar a Dios su gracia y su misericordia, y a los hermanos que se unan a esa súplica,
por él y por todos.
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Por otra parte, todo lo que
hemos dicho se aplica igualmente a todos los otros azotes que día a día o periódicamente afligen a la
humanidad. Pero lo hemos dicho a propósito del
coronavirus, y eso se debe, pienso, al carácter
absolutamente excepcional del paro de actividades humanas a nivel planetario que ha implicado, por primera vez, sin duda, en
la historia de la humanidad.
Un paro planetario que origina
grandes interrogantes para el futuro próximo, porque no
pensamos que la civilización terrestre, ni tampoco un país particular, pueda resistir demasiado tiempo sin trabajo, sin comercio, sin
producción de bienes, es decir, sin una actividad económica razonable.
Eso parece más preocupante, a la larga, que la enfermedad misma, y debe
hacer que nos preguntemos qué proyectos
pueden aparecer en un horizonte tan particular y a qué finalidades
pueden servir, desde que no
estamos autorizados ni por la experiencia histórica
ni por la fe a creer en la
inocencia absoluta de los grandes poderes de este mundo.
Néstor
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