“Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). “Limpiar el corazón”.
He aquí el programa de toda la cuaresma: limpiar el corazón para “ver” a Dios;
para alcanzar nuestro auténtico fin. Como escribe san Agustín: “escucha y aprende
a desear a Dios; aprende a prepararte para verlo”. O, tal como recoge el
profeta: “Convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, llantos, lamentos” (Jl
2,12).
¿Cómo es posible
este retorno, esta conversión “de todo corazón”? Es posible por la fuerza de la
misericordia que brota del corazón mismo de Dios, “un
Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor” (Jl
2,13). La conversión del corazón es gracia, obra de Dios, y fruto de la fe en
su misericordia.
Limpiar el corazón es dejar
que la gracia penetre en lo más íntimo de nosotros mismos, en el sagrario de
nuestra conciencia, y dejar que lo sacuda, dándonos la fuerza de “rasgar el corazón”, permitiendo que el Señor
transforme y renueve nuestras intenciones, nuestras acciones y el fondo de
nuestro ser.
Como decía Benedicto XVI, en
su último miércoles de ceniza como Papa, “el
profeta hace resonar de parte de Dios estas palabras: ‘rasgad vuestros
corazones, no vuestros vestidos’ (v.13). En efecto, también en nuestros días,
muchos están dispuestos a ‘rasgarse las vestiduras’ ante escándalos e
injusticias – naturalmente cometidos por otros – pero pocos parecen disponibles
a actuar sobre el propio ‘corazón’” (13.II.2013).
¿Quién está
llamado a retornar al Señor? Cada uno, pero no aisladamente, sino en la comunión del “nosotros” que es la Iglesia: “Convocad a la asamblea, reunid a la gente, santificad a
la comunidad” (Jl 2,15-16).
Signos colectivos de este
retorno son, además de la imposición de la cezina, el ayuno y la abstinencia.
Como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “El
cuarto mandamiento [de la Iglesia] (‘abstenerse de comer carne y ayunar en los
días establecidos por la Iglesia’) asegura los tiempos de ascesis y de
penitencia que nos preparan para las fiestas litúrgicas y para adquirir el
dominio de nuestros instintos, y la libertad del corazón” (n. 2043).
Limpiar el corazón,
convertirse a Dios, es un camino de libertad, de salida de uno mismo y de la
esclavitud del pecado para hacer espacio al perdón de Dios que mana, en forma
de agua y de sangre, de la Cruz del Redentor.
¡Bienaventurados
los limpios de corazón, lavados por el agua del Bautismo y por la sangre
purificadora de la Eucaristía, porque ellos “verán a Dios” en la luz gozosa de
la Pascua, anticipo del cielo! Amén.
Guillermo Juan
Morado.
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