Hay un sentimiento
social en el que, muchas veces, parece que se quiere someter todo al juicio
humano como si no hubiera un juicio divino. Y es aquí donde podemos decir se
desarrolla esta carta para afirmar que hay un secreto y es el del sacramento de
la confesión que no puede ser violado.
La experiencia de la Iglesia
es multisecular o de su experiencia en muchos siglos. Y tiene una razón fundamental
y es la de buscar en todo momento complacer más a Dios que a los hombres. «Esto dice el Señor: Maldito el hombre que confía en el
hombre y pone en la carne su apoyo, mientras su corazón se aparta del Señor» (Jr
17, 5).
Hay un sentimiento social en el
que, muchas veces, parece que se quiere someter todo al juicio humano como si
no hubiera un juicio divino. Y es aquí donde podemos decir se desarrolla esta
carta para afirmar que hay un secreto y es el del sacramento de la confesión
que no puede ser violado: «Dada la delicadeza y la
grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia
declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un
secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas
muy severas» (Código de Derecho Canónico, can. 1388,1; Código Canónico
de las Iglesias Orientales, can.1456). Tampoco puede hacer uso de los
conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. «Este secreto, que no admite excepción, se llama sigilo
sacramental, porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda
sellado por el sacramento» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1467).
Tiene su razón puesto que si
hay una confidencia hay un sigilo por derecho natural, en virtud del cuasi
contrato establecido entre el penitente y confesor. Por derecho divino, en el
juicio de la confesión, establecido por Jesucristo, el penitente es el reo,
acusador y único testigo; lo cual supone implícitamente la obligación estricta
de guardar secreto. Obliga incluso el sigilo en el caso de que el sacerdote no
haya dado la absolución de los pecados o la confesión resulte inválida.
El derecho eclesiástico insta
a que el «sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente
prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro
modo, y por ningún motivo» (Código de Derecho Canónico, can. 983). Si un
sacerdote viola este secreto de confesión es automáticamente excomulgado
(Código de Derecho Canónico, can.1388).
Entonces, ante un
penitente que confiesa un crimen, ¿qué debe hacer el confesor? El sacerdote
debe ayudar al penitente a una verdadera contrición la cual incluye
arrepentimiento, reparar en lo posible –comunicar a las instancias judiciales–
y propósito de la enmienda. Pero si el penitente no sigue sus consejos, el
confesor debe guardar sigilo de confesión.
Tenemos ejemplos en la
historia, como San Juan Nepomuceno, primer mártir que prefirió morir antes que
revelar el secreto de la confesión. O el Beato Fernando Olmedo Reguera que
nació en Santiago de Compostela el 10 de enero del año 1873, de la Orden
Capuchina de los Frailes Menores. Optó por morir antes que romper el secreto de
la confesión. Fue fusilado, en una fortaleza del siglo XIX fuera de Madrid por
un tribunal popular, el 12 de agosto del año 1936. Sus restos están sepultados
en la cripta de la Iglesia de Jesús de Medinaceli en Madrid. Fue beatificado en
Tarragona el 13 de octubre del año 2013.
Recuerdo que en mis primeros
años de formación en el Seminario Menor de Burgos, con motivo de la Jornada
Mundial de las Misiones, vino a darnos su testimonio un sacerdote misionero
que, por no desvelar el secreto de la confesión, se había cortado o amputado la
lengua. Con el tiempo, a través de la logopedia, logró hablar. ¡Era algo que
impresionaba! Me sentí impresionado de la valentía que tal misionero había
demostrado. No permitió vender su alma por muchos halagos y ofertas económicas
que le ofrecían si desvelaba el secreto. Prefirió guardar silencio sin pronunciar
palabra y para ello utilizó su propia lengua. Quiso ser fiel a Jesucristo y su
Iglesia antes que a las autoridades judiciales; ellas no tienen derecho a
exigir que un sacerdote viole el sigilo de la confesión.
Por eso, aunque le
amenacen, el sacerdote no puede quebrantar el sigilo de la confesión bajo
ningún pretexto.
+Mons. Francisco
Pérez González, Arzobispo de Pamplona y Obispo de Tudela
Publicado en www.iglesianavarra.org
el 28 de junio de 2019
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