El maestro de la ley
preguntó a Jesús “para ponerlo a prueba” (Lc 10,25). No siempre las preguntas
brotan del deseo de saber, sino que, a veces, como puede suceder con otros usos
del lenguaje, podemos utilizar la pregunta como una trampa que tendemos para hacer
caer al otro: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.
Parece una pregunta inocente;
en definitiva, si algo nos debe importar es cómo actuar para heredar la vida, y
no una vida cualquiera, sino la vida digna de ser vivida eternamente. Parece
inocente, pero no lo es. Lo que desea lograr el maestro de la ley es que Jesús
se defina a favor o en contra de la resurrección de los muertos. Los fariseos
creían en la resurrección de los justos y en la vida eterna como recompensa.
Pero otros judíos la negaban.
Jesús no se deja atrapar y
contesta devolviendo la pregunta: “¿Qué está
escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”. Obviamente, la respuesta la
conocía perfectamente el maestro de la ley: “Amarás
al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Y
a tu prójimo como a ti mismo”. Todo israelita recita por la mañana y por
la tarde la “shemá”, el “escucha, Israel”, donde se manda amar a Dios con
un amor total e indivisible. Amar con el corazón, centro de los impulsos; amar
con el alma, principio de la vida; amar con la fuerza, con la vehemencia de los
instintos; amar, en suma, con la mente, que regula la existencia.
Y, además, amar al prójimo
como a uno mismo. La respuesta que de un modo turbio buscaba el maestro de la
ley se la ofrece Jesús con plena claridad: “Haz
esto y tendrás la vida”. No se trata solo de saber, se trata de hacer,
de practicar.
El maestro de la ley, un buen
dialéctico, no se da por vencido y vuelve a la carga: “¿Y
quién es mi prójimo?”. El maestro de la ley sabía muy bien el
significado de “prójimo”: “cercano”. Los
judíos habían ido ampliando el significado de “prójimo”;
pero no tanto como para incluir a los paganos. Estos no eran en absoluto
cercanos. En Qumrán se mandaba a los hijos de la luz que odiasen a los hijos de
las tinieblas.
Jesús contesta relatando un
caso concreto: Un hombre, un ser humano, baja de Jerusalén a Jericó y es
asaltado por ladrones que lo dejan medio muerto. Pasan de largo un sacerdote y
un levita. Un samaritano, semejante para un judío a un pagano, se conmueve,
cura al herido, lo lleva a la posada y se hace cargo de él. Jesús devuelve, de
nuevo, la pregunta al maestro de la ley: “¿Cuál de
estos tres te parece que ha sido prójimo?”. El doctor contesta que “el que practicó la misericordia con él”. Y Jesús
añade: “Anda y haz tú lo mismo”.
No se trata, pues,
primeramente, de ser prójimo, sino de hacerse prójimo, de actuar. Posiblemente
ni el sacerdote, ni el levita ni el samaritano eran muy “cercanos” al hombre apaleado. En este sentido, tomando el
propio yo como medida, el desafortunado tal vez no era “prójimo”
de ninguno de ellos. Es la misericordia la que mueve al samaritano a
hacerse su prójimo, a actuar como tal.
En un sermón (171), comentando
Flp 4,4-6, san Agustín dice que nada hay más alejado y menos cercano que
Dios y los hombres, el inmortal y los mortales, el justo y los pecadores. Sin
embargo, el que estaba lejano “descendió hasta
nosotros para hacerse cercano a nosotros”; se hizo nuestro “prójimo” por misericordia.
Esta es la norma que hemos de
seguir en nuestra actuación; hacernos cercanos a todo hombre necesitado que
encontramos en el camino. Como también dice san Agustín, aquel hombre que yacía
en el camino “es el género humano”. La
humanidad a la que Dios, sin dejar de serlo, se acerca.
Guillermo Juan
Morado.
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