En 1917, la Virgen se apareció y dio la voz de alarma precisamente al
mismo tiempo en que Lenin y Trotsky llegaban a Petrogrado e iniciaban la
revolución social comunista. En Fátima nuestra Señora dijo: Si hicieran lo que yo les voy a decir se
salvarán muchas almas y tendrán paz. Es
importante observar cómo Nuestra Señora dirigió su mensaje buscando ayudar al
mundo a recobrar la conciencia de su propia pecaminosidad. Treinta años más
tarde el Papa Pío XII declararía que el fenómeno más alarmante de su tiempo era
que el mundo había perdido el
sentido de pecado.
I. LA CONCIENCIA MORAL
Es el
dictamen o juicio del entendimiento práctico acerca de la moralidad del acto
que vamos a realizar o hemos realizado ya, según los principios morales. La
conciencia, en efecto, no es una potencia (como el entendimiento) o un hábito
(como la ciencia), sino un
acto producido por el entendimiento a través del hábito de la prudencia
adquirida o infusa. Consiste ese
acto en aplicar los principios de la ciencia a algún hecho particular y
concreto que hemos realizado o vamos a realizar. Esta aplicación consiste en el
dictamen o juicio del entendimiento práctico. La conciencia, pues, no es un
acto del entendimiento teórico o especulativo ni de la voluntad.[1]
Si la conciencia es el juicio moral de la inteligencia, «cada uno de nosotros está obligado a obedecer a su
conciencia». La conciencia bien formada se ajusta al Magisterio de la
Iglesia. Si lo ignora, se equivoca. Como un juez que desconoce la legislación:
su sentencia puede ser equivocada. Y si su ignorancia de las leyes es culpable,
él será responsable de su equivocación.[2] «Santo Tomás
llamaba conciencia recta o verdadera a la que reflejaba la verdad objetiva de
orden práctico, en conformidad con la ley de Dios, en contraposición de la
conciencia errónea que puede ser tal vencible o invenciblemente. Es la
terminología que asumió y divulgó San Alfonso María de Ligorio… Otros
moralistas, más de acuerdo con la terminología de Francisco Suárez, dan a la
conciencia recta una significación más amplia, de modo que comprende tanto la
conciencia verdadera como la invenciblemente errónea o de buena fe. Así, por
ejemplo, A. Vermerch».[3] La conciencia moral se divide en habitual y actual.
La primera no es otra cosa que la disposición del entendimiento a intuir
rápidamente los principios supremos de la actividad humana en orden al fin (normas morales),
como por ejemplo que se debe hacer el bien y evitar el mal. La conciencia actual consiste en el juicio práctico de la razón
sobre la moralidad de una acción a realizar. Esta, puede ser cierta (si no hay temor de errar) o dudosa (si hay motivos que militan a favor y en contra de la
acción; además, la conciencia moral puede ser verdadera o errónea, según que vea
y escoja lo justo o se engañe.[4] La conciencia no es «no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo
que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un
principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la
congruencia de sus decisiones con las prohibiciones y preceptos en los que se
basa el comportamiento bueno». Este juicio sobre la moralidad de
nuestros actos es posible porque aplicamos a nuestros actos el conocimiento de
una ley que se encuentra impresa previamente en nuestro interior.
II. LEY NATURAL
«Cuando los gentiles, que no
tienen Ley, hacen por la razón natural las cosas de la Ley, ellos, sin tener
Ley, son Ley para sí mismos pues muestran que la obra de la Ley está escrita en
sus corazones, por cuanto les da testimonio su conciencia y sus razonamientos,
acusándolos o excusándolos recíprocamente».[5] La Ley natural es una escritura que Dios
graba en nuestros corazones y que se manifiesta por la voz de la conciencia, a
la cual están sometidos aún los paganos. Si éstos pues, no la cumplen, se
condenan como si hubiesen desobedecido a la revelación. Pero como San Pablo
supone aquí que pueden cumplirla, debemos concluir que en tal caso el Espíritu
que les dio la gracia para ello como a Cornelio (Hch. 10, 4) les dará también
el necesario conocimiento de Cristo para que tengan esa fe en Él sin la cual es
imposible agradar a Dios (Hb. 11, 6; cf. Hch. 4, 12). Si es necesario, dice S.
Tomás, Dios les mandará un ángel, y esto coincide con el envío de Pedro a
Cornelio (Hch. 10, 9 ss.). Estos razonamientos son los juicios ocultos
depositados en la mente o conciencia del hombre, que se revelarán en el día del
juicio, de tal manera que habrá perfecto acuerdo entre la conciencia y el
Supremo Juez. Según Santo Tomás de Aquino, la ley natural es la participación de la criatura racional en la ley eterna. [6] Desde
antaño, se ha reconocido la validez a normas de conducta que no provienen de la
legislación humana, estas normas se pueden conocer espontáneamente aplicando la
razón. Dice el Aquinate: «pertenece a la ley natural todo aquello a lo cual el hombre se
encuentra naturalmente inclinado, dentro de lo cual lo específico del hombre es
que se sienta inclinado a obrar conforme a la razón». [7] Hay, entonces, un doble motivo para
llamar natural a esta ley de conducta: primero, porque está establecida
concretamente en nuestra misma naturaleza; y segundo, porque se nos manifiesta
por el medio puramente natural de la razón.
La
caracterizan estas notas:
Universalidad: rige para todos los hombres y
para todos los tiempos, puesto que la naturaleza social es la misma en todos.
Inmutabilidad: mientras
las leyes positivas (las normas dictadas por la autoridad pública) deben ser
actualizadas permanentemente, las normas de derecho natural no son modificables
ni derogables, puesto que la naturaleza humana no sufre cambios esenciales. Por
importantes que sean los cambios históricos, no afectan la esencia del hombre.
Cognocibilidad: es captada espontáneamente.
Si
existen en la realidad temporal normas y costumbres contrarias al derecho
natural, es porque:
·
Que una persona
sepa cómo debe actuar, no garantiza que todos sus actos sean buenos, pues
influyen en él las debilidades y las pasiones.
·
Hay situaciones
complejas, que no resulta fácil discernir, y puede caerse en el error.
·
Hay costumbres e
ideologías erróneas, que llevan a oscurecer la conciencia moral.[8]
«Todos los hombres están llamados a reconocer las
exigencias de la naturaleza humana inscritas en la ley natural y a inspirarse
en ella para formular leyes positivas, que rijan la vida en la sociedad. Si se
niega la ley natural, se abre el camino al relativismo ético y al
totalitarismo».[9]
III. LA CONCIENCIA SEGÚN EL MODERNISMO
«El modernismo sostiene que la conciencia humana es el árbitro supremo
del bien y del mal para cada persona, por lo que todo el mundo puede actuar a
su gusto, excepto en los casos en los que tal acción pondría en peligro los
derechos de otra persona. La religión católica insiste en que esta libertad es
un gran don de Dios y se puede ejercer bien o mal. Elegir lo que es
objetivamente bueno y es conforme con la voluntad de Dios es un ejercicio
adecuado y correcto de esta libertad, haciendo hace a un hombre verdaderamente
libre. En cambio, elegir lo que es objetivamente malo y contrario a la voluntad
de Dios es un abuso. Nadie tiene derecho a abusar de esta libertad, incluso si
no parece perjudicar directamente a otra persona, porque tal abuso siempre se
opone a Dios y lo ofende, porque Él es el bien supremo».
«De la conciencia moral, se pasa a explorar la
experiencia religiosa en otros campos de la conciencia. De este modo se ofrecía
una alternativa que se consideraba ventajosa frente a la fe, y que aconsejaba
dejarla de lado, como algo que divide a los hombres y es causa de desacuerdo.
Separa a los creyentes de los demás hombres y no puede ser fundamento de un
acuerdo universal sobre la base de una experiencia humana universal».[10] Hay quienes no quieren más norma moral que
su propia conciencia. Sin embargo hay que advertir que su conciencia debe estar
de acuerdo con la realidad objetiva. «Una sola causa tienen los hombres para no
obedecer: cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural
o al derecho divino. Todas las cosas en las que la ley natural o la voluntad de
Dios resultan violadas no pueden ser mandadas ni ejecutadas».
[11]
IV. ¿LIBERTAD O ALIENACIÓN?
En los años posteriores al Vaticano II, se escuchaba tanto en las
reuniones eclesiales sobre la toma
de conciencia, que luego los modernistas o tercermundistas
tradujeron por concienciación,
sin embargo, a pesar de todo ese énfasis en la sacralidad de la conciencia, lo cierto es que venimos asistiendo a un
fenómeno de despersonalización y de pérdida de conciencia, que no tiene nada de liberación. El
modernismo hoy más que nunca busca una «mentalización»
de los cuadros católicos en orden a establecer una nueva conciencia a
base de la dignidad de la persona, respeto a las ideas (no sólo a las personas)
de los demás, fomento de iniciativas y culto a lo nuevo (por el simple hecho de
ser nuevo), intangibilidad de las apreciaciones personales, y gran libertad
para criticar y derrumbar «la ortodoxia del
pasado». A la conciencia se halla ligada la cuestión de la libertad y de
la responsabilidad: la conciencia que obliga, manda, prohíbe, reprende y
remuerde es señal evidente de la libertad; y si el hombre es libre, es
responsable de sus acciones ante el tribunal de la humanidad, y lo es más ante
el de la propia conciencia, cuyo juicio sería un enigma si no estuviese
subordinado a una Ley y a un Legislador y Juez Supremo. Tal es la doctrina
cristiana, que condena toda forma de determinismo y la autonomía absoluta de la
conciencia moral, como enseñaba Kant.[12] San Pablo calificaba de alienados a los ateos que vivían sin esperanza y sin
Dios en el mundo, ajenos a la vida de Dios por la ignorancia y la ceguera de su
corazón: Efesios 2, 12; 4, 21; Colosenses 1, 21. Contrariamente a la teología
paulina, Feuerbach en 1841 demonizaba la religión, particularmente el
Cristianismo como la
gran alienación del hombre, y que, consiguientemente, la teología no es más que
«patología psíquica».[13] Carlos
Marx a quien impresionaron tanto las ideas antirreligiosas de Feuerbach,
escribió en 1844: «la religión es el suspiro de la
criatura oprimida; es el opio del pueblo». Para los marxistas así como
el psicoanalismo -aunque por razones diversas- el remedio está en librar al
hombre de Dios, en «curarle» su conciencia o
complejos religiosos, y aquí confluye también el liberalismo religioso: todos,
marxistas y liberales, convienen en la pretensión de librarse de la conciencia
religiosa. Para éstos, libertad
religiosa consiste en
liberarse de la religión, que oprime, perturba y limita la
libertad. Para el catolicismo, en cambio libertad religiosa
significa facultad o facilitación para practicar
privada y públicamente la religión que Dios quiere y el hombre necesita y su
recta conciencia le urge. No cabe mayor antítesis en el modo de entender y
valorar la alienación (enajenación, extrañamiento, expropiación) y
la libertad (liberación,
recuperación, autenticación) religiosas. La conciencia religiosa no
enajena al hombre. Pero puede ser enajenada muy alegre y democráticamente, con
eso de que «democracia
es libertad», «socialismo
es libertad». Como afirmó el arzobispo Fulton J Sheen: Los principios morales no dependen del voto de la mayoría, lo que
está mal está mal, aunque todos estén errados, lo que es correcto, es correcto
aun cuando nadie este del lado correcto. El valor de la conciencia
como juicio que es, se mide por su verdad y rectitud. Y esta
verdad, aunque sea valorativa y práctica, se nutre ante todo de objetividad y
trascendencia,[14] la recta conciencia se nutre
intrínseca y vitalmente de la Ley de Dios.
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