La independencia
personal nos hace actuar por cuenta propia, en vez de entregar a otros el
control de nuestra vida.
Por: Alfonso Aguiló Pastrana | Fuente: Catholic.net
Todos hemos venido al mundo como niños totalmente dependientes de otros.
Hemos sido dirigidos, educados y sustentados por otros durante bastante tiempo,
y está claro que si no hubiera sido así no habríamos vivido más que unas pocas
horas, o a lo sumo unos pocos días. Después, nos fuimos haciendo cada vez más
independientes. Se podría decir que nos fuimos haciendo cargo gradualmente de
nosotros mismos.
Una persona con una dependencia física (un
paralítico o un enfermo de Alzheimer, por ejemplo), necesita ayuda de los
demás. Una persona que sea muy dependiente emocionalmente, tomará sus decisiones
y se sentirá segura muy en función de la opinión de los demás, de lo que otros
piensen de él. Una persona que sea muy dependiente intelectualmente, cuenta con
que otros piensen y decidan por él ante los principales problemas de su vida.
En cambio, una persona independiente se desenvuelve por sus propios medios,
tiene su propia opinión sobre las cosas y sus propias pautas para la
construcción de su vida.
Sin embargo, esa independencia personal, que es
un logro decisivo en la vida, ha de tener también su justa medida. Porque ser
absolutamente independiente no parece que sea el gran paradigma de la
existencia. Entre otras cosas, porque los más altos logros de nuestra
naturaleza tienen siempre que ver con nuestra relación con los demás. La vida
humana lograda es de por sí –por llamarlo de alguna manera– interdependiente.
La sensibilidad de este final de siglo ha
entronizado a veces de modo exagerado la independencia, como si fuera la más grande meta humana y una garantía segura de
felicidad. Sin embargo, un mal entendido afán de independencia puede en
muchos casos acabar en dependencias mucho más amargas.
Por ejemplo, la que se ve en esas personas que
abandonan su matrimonio y sus hijos en nombre del amor y la independencia,
aunque en el fondo lo hacen por razones egoístas bastante fáciles de suponer. O
en la de aquellos que desatienden a su familia, o traicionan a sus amigos, o
renuncian a sus principios, en razón de un desmedido afán de afirmación
personal en su trabajo, de ganar más dinero o de alcanzar mayores cotas de
poder. O la que se ve en aquellos otros que
hablan de romper las cadenas, liberarse, vivir la propia vida…, y en realidad
están con ello sujetándose a otras cadenas que suponen dependencias mucho más
fuertes, porque son dependencias que están en su interior: en una
búsqueda egoísta de placer o comodidad, en una renuncia a enfrentarse a la
propia responsabilidad, o en echar la culpa a los demás de todo lo que les
resulta difícil en sus vidas.
La independencia personal nos hace actuar por
cuenta propia, en vez de entregar a otros el control de nuestra vida, y eso es
un logro muy importante. Pero no es suficiente como meta final de una vida.
Parece claro que conviene siempre añadir a la independencia una buena dosis de
sensatez y buen criterio, para no caer
en la idiotez independiente, que no por independiente deja de ser
idiota.
La vida, por naturaleza, es interdependiente. El
hombre no puede buscar la felicidad poniendo la independencia como valor
central de su vida. De entrada, porque cualquier logro en la vida afectiva de
una persona pasa necesariamente por depender en cierta manera de su mujer, su
marido, sus hijos, sus amigos, su proyecto profesional, etc. Por otra parte,
todos necesitamos depender también de unos principios, ideales y valores
personales acertados.
En definitiva, se puede ser independiente y
comprender que se avanza más trabajando en equipo, que necesitamos enriquecer
nuestro pensamiento con los de otras personas, que hay que ser fiel a unos
valores seguros, o que todo hombre necesita dar y recibir afecto. La vida ha de
plantearse buscando compartirla profunda y significativamente con otros, y esto
siempre supone un contrapunto a un afán de independencia mal entendido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario