Queridos
amigos y hermanos de ReL: en el Antiguo Testamento se contienen en germen todas
las verdades que luego, predicadas por Cristo, florecen en el Nuevo.
A veces más que un germen, es un verdadero anticipo del Evangelio, como puede verse en el libro del Eclesiastés, capítulo 27, versículo 30: “Perdona las ofensas a tu hermano, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas”.
Si al antiguo pueblo de Dios se le pedía ya tanto, no menos se le puede exigir al nuevo, que ha escuchado las enseñanzas del Hijo de Dios, que le ha visto morir en la cruz, implorando perdón para sus verdugos.
Jesús perfeccionó la ley del perdón extendiéndola a todo hombre y a cualquier ofensa, porque con su sangre ha hecho a todos los hombres hermanos - y por lo tanto prójimos los unos para los otros - y ha perdonado los pecados de todos.
Por eso cuando Pedro, convencido de que proponía algo exagerado, le pregunta si debe perdonar al hermano que peque contra él hasta siete veces, el Señor le responde, lo que encontramos en el Evangelio de San Mateo, capítulo 18, versículo 22: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”, expresión oriental que indica un número ilimitado de veces - equivale a siempre -.
Jesús nos enseña con esto que el mal, por muy prolífico que sea, ha de ser vencido por la bondad ilimitada que se manifiesta en el perdón incansable de las ofensas. Pensándolo bien resulta una obligación desconcertante, casi inquietante.
Aunque por el orgullo y el espíritu de venganza inserto en el corazón del hombre, pueda hacer que cueste mucho perdonar, es siempre condición indispensable para obtener el perdón de los pecados. No hay escapatoria: o perdón y ser perdonados; o negar el perdón y no ser perdonados.
Nos sigue diciendo el libro del Eclesiastés, capítulo 28, versículos 6 y 7: “Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; recuerda los mandamientos, y no te enojes con tu prójimo... y perdona el error”.
Este consejo es una lección que nunca se meditará lo suficiente y que nos debe inducir a hurgar en nuestro corazón para ver si anida en él algún resentimiento o mal querer contra un solo hermano.
No en vano nos ha enseñado Jesús a orar así en el Padrenuestro: “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Que el mismo Señor nos enseñe a practicar de corazón el perdón, a todos, sin excepción, aunque cueste.
Con mi bendición.
A veces más que un germen, es un verdadero anticipo del Evangelio, como puede verse en el libro del Eclesiastés, capítulo 27, versículo 30: “Perdona las ofensas a tu hermano, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas”.
Si al antiguo pueblo de Dios se le pedía ya tanto, no menos se le puede exigir al nuevo, que ha escuchado las enseñanzas del Hijo de Dios, que le ha visto morir en la cruz, implorando perdón para sus verdugos.
Jesús perfeccionó la ley del perdón extendiéndola a todo hombre y a cualquier ofensa, porque con su sangre ha hecho a todos los hombres hermanos - y por lo tanto prójimos los unos para los otros - y ha perdonado los pecados de todos.
Por eso cuando Pedro, convencido de que proponía algo exagerado, le pregunta si debe perdonar al hermano que peque contra él hasta siete veces, el Señor le responde, lo que encontramos en el Evangelio de San Mateo, capítulo 18, versículo 22: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”, expresión oriental que indica un número ilimitado de veces - equivale a siempre -.
Jesús nos enseña con esto que el mal, por muy prolífico que sea, ha de ser vencido por la bondad ilimitada que se manifiesta en el perdón incansable de las ofensas. Pensándolo bien resulta una obligación desconcertante, casi inquietante.
Aunque por el orgullo y el espíritu de venganza inserto en el corazón del hombre, pueda hacer que cueste mucho perdonar, es siempre condición indispensable para obtener el perdón de los pecados. No hay escapatoria: o perdón y ser perdonados; o negar el perdón y no ser perdonados.
Nos sigue diciendo el libro del Eclesiastés, capítulo 28, versículos 6 y 7: “Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; recuerda los mandamientos, y no te enojes con tu prójimo... y perdona el error”.
Este consejo es una lección que nunca se meditará lo suficiente y que nos debe inducir a hurgar en nuestro corazón para ver si anida en él algún resentimiento o mal querer contra un solo hermano.
No en vano nos ha enseñado Jesús a orar así en el Padrenuestro: “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Que el mismo Señor nos enseñe a practicar de corazón el perdón, a todos, sin excepción, aunque cueste.
Con mi bendición.
Padre José Medina
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