En
Navarra, cerrando por el sur la Cuenca de Pamplona, se encuentra el Monte del
Perdón. Su nombre evoca la tradición de la “perdonanza”.
Parece que allá se dirigían por Pascua vecinos pamploneses que querían,
tras un camino penitente, obtener el perdón, o peregrinos del camino de
Santiago que, por quizá por enfermedad, no podían llegar hasta el sepulcro del
Apóstol y se detenían, para curarse del cuerpo y del alma, en una ermita y su
hospital anejo. Es de suponer que unos y otros bajarían después más
ligeramente, no sólo por el descenso, sino también por la liberación de la
carga que llevaban en la subida. Buena cosa es pedir perdón, ante todo a Dios.
Ahora se
han cumplido 25 años de la exhortación de Juan Pablo II sobre la “Reconciliación y la Penitencia” (2-XII-1984), que
trató especialmente de la Confesión. Benedicto XVI ha aprovechado para subrayar
la importancia de este sacramento en la vida cristiana. Decía Juan Pablo II que
esta tarea se encuentra hoy con la pérdida del “sentido
del pecado”. Y señalaba como causas de esa pérdida, en primer lugar, algunos elementos de la cultura
actual: el secularismo (vivir como si Dios no existiera); una idea de la
libertad sin responsabilidad personal; una ética relativista e historicista (no
habría actos malos de por sí: todo depende de las circunstancias); una errónea
identificación del pecado con un sentimiento morboso de culpa o con la simple
transgresión de normas.
En segundo lugar,
apuntaba ciertos factores en el ámbito eclesial, que también debilitan el
sentido del pecado: la sustitución de actitudes exageradas del pasado por
exageraciones de tipo opuesto (el rigorismo que podía oprimir las conciencias,
ha sido sustituido por el laxismo: todo vale); la confusión doctrinal en los
campos de la moral cristiana. A esto habría que añadir algunas deficiencias en
la praxis de la confesión –que señaló en otras ocasiones–: sobre todo la
reducción de las consecuencias del pecado sea al ámbito privado sea al ámbito
comunitario; la deficiente disponibilidad de los sacerdotes para confesar; el
acostumbramiento de quienes se confiesan con frecuencia pero quizá no valoran
suficientemente la misericordia de Dios.
Observaba
con pena el Papa polaco una desfiguración sentimental del concepto de
arrepentimiento; la escasa tensión hacia una vida auténticamente cristiana; por
otra parte, la mentalidad de que se puede obtener el perdón “directamente” de Dios excluyendo el sacramento
(cosa que sólo es posible en circunstancias extremas de peligro de muerte y
ausencia del sacerdote); las “absoluciones
colectivas” sin confesión individual (sólo previstas en casos muy
excepcionales donde, por peligro inminente de muerte, no habría tiempo de
confesarse en el modo ordinario).
Y se
planteaba cómo recuperar la praxis del sacramento de la confesión, dirigido a
purificar el alma –principalmente de los pecados graves– con el fin de
participar en la Eucaristía. Valoraba una adecuada pedagogía de la conversión,
que se apoye en las enseñanzas bíblicas y en las ciencias humanas. Dios
establece con los hombres un Misterio de Alianza amorosa que se concreta en el
seguimiento de Cristo. Cada bautizado, por su parte –según su edad, condiciones
y circunstancias–, está llamado a responder con generosidad a ese compromiso de
amor. Se requiere la formación de la conciencia como voz de Dios en el alma;
darse cuenta que el pecado es ofensa personal a Dios y a los demás (incluyendo
los pecados que aparentemente no trascienden al exterior, como determinados
pensamientos o deseos); comprender el sentido de las tentaciones y la necesidad
del ayuno y la limosna. Sin olvidar la meditación acerca de los acontecimientos
últimos (la muerte, el juicio y el diverso destino eterno).
Por su
parte, Benedicto XVI ha recordado recientemente, al final de la audiencia
general del 2 de Diciembre, a sacerdotes que se distinguieron por ser “apóstoles del confesonario”, incansables
dispensadores de la misericordia divina. Ha recalcado que todos necesitamos la
confesión, como “una invitación a confiar siempre
en la bondad de Dios”.
Ya desde
el principio de su pontificado calificaba a la confesión como “uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo
en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo” (15-V-2005).
En efecto, acudiendo al perdón de Dios se aprende también a pedir perdón a los
demás y a perdonar; a encontrar la paz interior y promover la paz exterior.
Condiciones, todas ellas, que permiten aportar un granito de arena en la
construcción de un mundo mejor, sin escepticismos ni ingenuidades.
Claro que
todo ello precisa reconocer la necesidad de perdón. “Reconocer
la propia culpa es algo elemental para el hombre; el que ya no reconoce su
culpa, está enfermo. Igualmente importante para él es la experiencia liberadora
que implica el recibir el perdón”. Se trata de un “maravilloso acontecimiento de gracia”, un “renacimiento espiritual”. Y por eso el confesor
–llamado a desempeñar el papel de padre, juez espiritual, maestro y educador–
debe unir una buena sensibilidad espiritual y pastoral con una seria
preparación teológica y moral; además de “conocer
los ambientes sociales, culturales y profesionales de quienes se acercan al
confesionario para poder ofrecer consejos adecuados y orientaciones tanto
espirituales como prácticas” (19-II-2007).
En su
homenaje a la Inmaculada, Benedicto XVI acaba de recordar que “cada quien contribuye a su vida y a su clima moral, para
el bien o para el mal”. Ha dicho que no somos meramente “espectadores”, sino que “todos
somos ‘actores’ y, tanto en el mal como en el bien, nuestro comportamiento
tiene una influencia sobre los demás”. Tenemos, por tanto, la
posibilidad de contribuir a la purificación del ambiente espiritual o a la
contaminación del espíritu de los demás.
Y es que
el pecado –sobre todo el pecado grave– es un daño a la justicia, una herida en
la verdad de las cosas. Una “cuádruple fractura” –como
señalaban los padres de la Iglesia– con Dios, con uno mismo, con los demás y
con el mundo.
Alguien
dijo que lo lógico sería, por eso, subir a la cumbre de la montaña más alta del
mundo, y gritar con un potente altavoz: “¡Soy
culpable!”, reconociendo la responsabilidad personal. (Quizá esto suene
al hombre de hoy excesivamente radical, cuando muchos querrían borrar la
palabra “culpa” de los diccionarios). En su
delicada misericordia y comprensión, Dios le ahorra ese esfuerzo, pidiéndole
que se confiese con un sacerdote, que, además, permanece con sus labios
sellados para siempre, sin ninguna excepción. Hay que reconocer que Dios nos da
mucho a cambio de poco. Y premia ese gesto creando una fiesta en el alma.
Perdonar
es parecerse un poco a Dios. Es ser capaz de ver en el otro la mejor realidad
que esconde, creer en la capacidad de transformación de los demás. Dice Jutta
Burggraf que el perdón es la manera de recuperar –reparándolo– el pasado, y
que, por eso, sólo en el perdón brota nueva vida. Y así es. El perdón es una
purificación de la memoria que libera, engrandeciendo al que perdona y al
perdonado. La cultura de la vida es también cultura del perdón.
Perdonar
y pedir perdón es amar, y construir para uno mismo, para los demás, para el
mundo. Es una parte importante de lo que proponía el Papa con su mirada puesta
en María: “Responder al mal con el bien. Esto es lo
que cambia la realidad; o mejor dicho, cambia a las personas, por consiguiente,
mejora la sociedad”.
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad
de Navarra
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