En el pueblo de Movilete nadie
hablaba con nadie. Una epidemia había infectado desde hacía tiempo a todos.
Cada vecino, desde el recién nacido hasta el abuelo más longevo vivían su vida
pegados a su móvil, como si fuera un órgano más de su cuerpo. Nadie te miraba,
no decían ni pío, casi habían perdido el habla. Todos se comunicaban a base de
mensajes. Los WhatsApp eran el lenguaje vecinal en aquel rincón metido entre
montañas. Se habían olvidado hasta del tomo de voz de los suyos y de los
vecinos. Eran como espectros que deambulaban lentamente con el móvil en la
mano, totalmente absorto, idiotizado, sin levantar la mirada hacia el horizonte
y las personas.
Se peleaban, se saludaban, se
felicitaban, se odiaban vía internet. Hacía tiempo que los visitantes del
pueblo, los excursionistas, sufrían las consecuencias. No había otro modo de
entenderse. Muchos ya no se molestaban en acercarse a Movilete. ¿Por qué ir si
los sentidos ya no valían? Era otro modo de vivir menos humano, más automático
y frío. Le había nacido a todos un nuevo apéndice en su cuerpo, al que adoraban
como verdadero dios.
Incluso la tele había perdido su
interés porque la veían fuera de sí, no la podían abarcar con sus manos y
llevar en el bolsillo. La gente hablaba sin pensar, veían sin mirar, comparaban
si ver. Todo un “camposanto” de muertos vivientes.
El único hijo del pueblo que vino
al cabo de los años de lejos se quedó de piedra. No podía hablar ni con su
madre, que también se pasaba el día discutiendo con la vecina a golpe de tecla.
El joven estudiante, el único no infestado, no lo podía creer. Se paró a pensar
con la cabeza entre las manos sentado sobre un poyete de la plaza. Era el único
que se preocupó del problema. Hasta el alcalde y el cura habían caído en la
misma enfermedad. Había que poner remedio urgente. El pueblo ya no vivía, ya no
pensaba, ya no hablaban. Aquello era un desierto poblado por “inmovilizados”,
como se conocía a los infectados por la enfermedad del momento.
Nuestro joven consultó a
expertos. Todos comprendían y se lamentaban del problema: los esposos no se
hablaban, los hijos se encerraban en su soledad solamente acompañados de su móvil,
el profesor del pueblo dejo de dar clase porque los alumnos no le atendían
sugestionados con su juguete, el párroco ya no predicaba porque nadie
escuchaba, el médico se pasaba las horas muertas en su consulta embebido en sus
pps. Silencio absoluto. Hasta los bebés se entretenían con el movilito colgado
en su cuna como moderno sonajero.
¿Qué hacer? Algo y pronto. El
joven habla con el Alcalde para buscar la solución a la muerte de su pueblo.
Había que desconectar a toda una comunidad. Pero ¿cómo? ¿Un inhibidor de
frecuencia para todo el pueblo? ¿Dónde quedaba la libertad personal? ¿Una
terapia de grupo? ¿Todo a la vez? Se decide lanzar una drástica campaña que
llevase por eslóganes: ¡El móvil puede matar! ¡Aparca tu móvil!!Recupera tu
libertad! ¡Tú eres más importante! ¡Aprende de nuevo a hablar con los demás!
¡Mira a tu alrededor! ¡Desconéctate…!
Se pensó en un “aparcadero de
móviles” para facilitar la operación. Y para ello se habilitó en el
Ayuntamiento un departamento que decía: “Aparca aquí tu móvil. Tú eres más
importante”. La gente, alarmada, se cuestionaba la operación. Y se
preguntaba cómo iba a desprenderse del móvil, qué iba a hacer de su vida, se
deprimiría… ¿Cómo me voy a comunicar con los demás? No sabría qué hacer… Me
aburriría… Cómo dominar la ansiedad, el síndrome de abstinencia…
Pero la campaña dio comienzo. Y
tímidamente comenzó a movilizar a la pueblo. Iban depositando durante el día el
móvil en el Ayuntamiento que entregaba una acreditación. Allí fue el Alcalde,
el Párroco, el médico, el farmacéutico, el maestro… Una mañana sin móvil… Y
cundió el ejemplo. Filas enteras fueron esperando su turno para depositar el
aparatito.
Y todo empezó a cambiar. La gente
dialogaba con el Alcalde, los feligreses iban más a Misa, los alumnos atendían
en clase, las vecinas charlaban en cada esquina, el mercadillo ya era otra
cosa… Al final faltaba sitio en el Ayuntamiento para tanto aparato, y el pueblo
de Movilete comenzó a vivir de nuevo, era otra cosa… Y se animaron a poner
carteles a las entradas del pueblo con esta leyenda: “Movilete, pueblo libre
de contaminación electrónica. Deposite su móvil en el Ayuntamiento. Sea usted
libre”.
Aquel joven que vino de lejos a
su pueblo se marchó satisfecho de haber conquistado para sus paisanos algo más
de vida. Habían descubierto que el otro era más importante, y que merecía
hablar y ser escuchado.
¡Cuidado con el móvil, que puede
matar! Utiliza más tu propia persona.
Juan
García Inza
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