lunes, 1 de septiembre de 2014

EL MÓVIL PUEDE MATAR. UNA PARÁBOLA


En el pueblo de Movilete nadie hablaba con nadie. Una epidemia había infectado desde hacía tiempo a todos. Cada vecino, desde el recién nacido hasta el abuelo más longevo vivían su vida pegados a su móvil, como si fuera un órgano más de su cuerpo. Nadie te miraba, no decían ni pío, casi habían perdido el habla. Todos se comunicaban a base de mensajes. Los WhatsApp eran el lenguaje vecinal en aquel rincón metido entre montañas. Se habían olvidado hasta del tomo de voz de los suyos y de los vecinos. Eran como espectros que deambulaban lentamente con el móvil en la mano, totalmente absorto, idiotizado, sin levantar la mirada hacia el horizonte y las personas.

Se peleaban, se saludaban, se felicitaban, se odiaban vía internet. Hacía tiempo que los visitantes del pueblo, los excursionistas, sufrían las consecuencias. No había otro modo de entenderse. Muchos ya no se molestaban en acercarse a Movilete. ¿Por qué ir si los sentidos ya no valían? Era otro modo de vivir menos humano, más automático y frío. Le había nacido a todos un nuevo apéndice en su cuerpo, al que adoraban como verdadero dios.

Incluso la tele había perdido su interés porque la veían fuera de sí, no la podían abarcar con sus manos y llevar en el bolsillo. La gente hablaba sin pensar, veían sin mirar, comparaban si ver. Todo un “camposanto” de muertos vivientes.

El único hijo del pueblo que vino al cabo de los años de lejos se quedó de piedra. No podía hablar ni con su madre, que también se pasaba el día discutiendo con la vecina a golpe de tecla. El joven estudiante, el único no infestado, no lo podía creer. Se paró a pensar con la cabeza entre las manos sentado sobre un poyete de la plaza. Era el único que se preocupó del problema. Hasta el alcalde y el cura habían caído en la misma enfermedad. Había que poner remedio urgente. El pueblo ya no vivía, ya no pensaba, ya no hablaban. Aquello era un desierto poblado por “inmovilizados”, como se conocía a los infectados por la enfermedad del momento.

Nuestro joven consultó a expertos. Todos comprendían y se lamentaban del problema: los esposos no se hablaban, los hijos se encerraban en su soledad solamente acompañados de su móvil, el profesor del pueblo dejo de dar clase porque los alumnos no le atendían sugestionados con su juguete, el párroco ya no predicaba porque nadie escuchaba, el médico se pasaba las horas muertas en su consulta embebido en sus pps. Silencio absoluto. Hasta los bebés se entretenían con el movilito colgado en su cuna como moderno sonajero.

¿Qué hacer? Algo y pronto. El joven habla con el Alcalde para buscar la solución a la muerte de su pueblo. Había que desconectar a toda una comunidad. Pero ¿cómo? ¿Un inhibidor de frecuencia para todo el pueblo? ¿Dónde quedaba la libertad personal? ¿Una terapia de grupo? ¿Todo a la vez? Se decide lanzar una drástica campaña que llevase por eslóganes: ¡El móvil puede matar! ¡Aparca tu móvil!!Recupera tu libertad! ¡Tú eres más importante! ¡Aprende de nuevo a hablar con los demás! ¡Mira a tu alrededor! ¡Desconéctate…!

Se pensó en un “aparcadero de móviles” para facilitar la operación. Y para ello se habilitó en el Ayuntamiento un departamento que decía: “Aparca aquí tu móvil. Tú eres más importante”. La gente, alarmada, se cuestionaba la operación. Y se preguntaba cómo iba a desprenderse del móvil, qué iba a hacer de su vida, se deprimiría… ¿Cómo me voy a comunicar con los demás? No sabría qué hacer… Me aburriría… Cómo dominar la ansiedad, el síndrome de abstinencia…

Pero la campaña dio comienzo. Y tímidamente comenzó a movilizar a la pueblo. Iban depositando durante el día el móvil en el Ayuntamiento que entregaba una acreditación. Allí fue el Alcalde, el Párroco, el médico, el farmacéutico, el maestro… Una mañana sin móvil… Y cundió el ejemplo. Filas enteras fueron esperando su turno para depositar el aparatito.

Y todo empezó a cambiar. La gente dialogaba con el Alcalde, los feligreses iban más a Misa, los alumnos atendían en clase, las vecinas charlaban en cada esquina, el mercadillo ya era otra cosa… Al final faltaba sitio en el Ayuntamiento para tanto aparato, y el pueblo de Movilete comenzó a vivir de nuevo, era otra cosa… Y se animaron a poner carteles a las entradas del pueblo con esta leyenda: “Movilete, pueblo libre de contaminación electrónica. Deposite su móvil en el Ayuntamiento. Sea usted libre”.

Aquel joven que vino de lejos a su pueblo se marchó satisfecho de haber conquistado para sus paisanos algo más de vida. Habían descubierto que el otro era más importante, y que merecía hablar y ser escuchado.

¡Cuidado con el móvil, que puede matar! Utiliza más tu propia persona.

Juan García Inza

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