Esta es la ambición…, de todo el que tiene fe esperanza y amor. Espera
con fe y amor llegar a ver el Rostro de Dios, tiene fe de que, esperando con
amor llegará a ver el Rostro de Dios y ama ese momento que sabe que le llegará
en el que pueda ver cara a cara lo que ahora solo ve en un espejo, en un enigma
lo que luego veremos cara a cara (1Cor 13,12). Ahora yo quiero ser espejo,
donde se refleja la imagen de Dios y necesito estar bien pulido, para que la
imagen que yo refleje se lo más próxima posible a la tuya, Señor. Cuanto más
perfecta se la imagen tuya, que yo refleje, más te complacerás Tú en mí, porque
más me asemejaré a ti Señor.
Todo creyente amante del Señor, tiene el innato deseo de ver a Dos de
ver el Rostro de Dios “Tarde te encontré, estabas dentro de mí y yo
te buscaba fuera”. Y esto que a San Agustín le pasó, le pasa a todo
el mundo que después de haber hallado el tesoro oculto o la perla maravillosa
quiere profundizar en su hallazgo y comienza su búsqueda de Dios y lo busca tal
como empezó San Agustín mirando fuera de uno mismo, en el mundo en que vivimos
Es el impulso inicial que todos tenemos, fruto de nuestro sentido antropomórfico
de querer ver con los ojos materiales de nuestro cuerpo lo que sólo pueden ver
los ojos de nuestra alma, y no ahora, sino cuando ella este ya iluminada por la
luz divina
Es también San Agustín el que nos dice: “A ti no se te permitirá ver
con corazón inmundo lo que solo se puede ver con un corazón puro; serás
rechazado, arrojado de allí, no verás nada”. Es decir la visión
humana de Dios, no está ahora a nuestro alcance, lo estará si alcanzamos el
cielo y solo con corazón purificado en el Purgatorio, si ello fuese necesario,
podremos contemplar el Rostro de Dios. Pero ya no tendremos los ojos materiales
de que ahora disponemos, sino los espirituales de nuestra alma. Es algo lógico
pensar que los ojos materiales de nuestra cara, para ver necesitan luz
material, sea esta, la solar, la artificial de la electricidad o la llama del
fuego material y así podrán nuestros ojos ver la materia, pero nunca el
espíritu que solo puede ser visto con la luz divina, por los ojos espirituales
de nuestra cara.
Todos tenemos deseos ver a Dios, nuestro instinto espiritual, más que
nuestros escasos conocimientos teológicos, nos dicen que el culmen de la gloria
de todo ser creado se encuentra en la contemplación del Rostro de Dios. El
mismo Jesucristo nos confirma la importancia de la contemplación del Rostro de
Dios, cuando les dice a sus discípulos: “10 Guardaos de menospreciar a uno de estos
pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente
el rostro de mi Padre que está en los cielos”. (Mt 18,10). El salmo
27 es uno de los salmos compuestos directamente por David y en él se puede
leer: “8 Mi corazón sabe que dijiste: «Busquen mi rostro».
Yo busco tu rostro, Señor, 9 no lo apartes de mí. No alejes con ira a tu
servidor, tú, que eres mi ayuda; no me dejes ni me abandones, mi Dios y mi
salvador. 10 Aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me recibirá. 11
Indícame, Señor, tu camino y guíame por un sendero llano”.
(Sal 27,8-11).
La recomendación del salmo 27 y otras varias existentes en los salmos y
en la Biblia es la de que busquemos el Rostro de Dios. Antes de la llegada de
Cristo al mundo, para los israelitas era un tema del ver Rostro de Dios era un
tema plenamente recurrente para ellos. En la Biblia, aparecen 400 veces
mencionado el término rostro, de ellas 100 con referencia al Rostro de Dios.
Todos ansiaban ver el el rostro de Dios, y sin embargo ellos sabían y nosotros
también, que tal como está escrito en el Éxodo: “Nadie puede verme y quedar con
vida”. (Ex. 33,20). Moisés en el Horeb, pretendió ver a Dios: “18
Entonces dijo Moisés: Déjame ver, por favor, tu gloria. 19 El le contestó: Yo
haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre
de Yahvéh; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien
tengo misericordia. 20 Y añadió: Pero mi rostro no podrás verlo; porque no
puede verme el hombre y seguir viviendo. 21 Luego dijo Yahvéh: Mira, hay un
lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. 22 Y al pasar mi gloria, te
pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya
pasado. 23 Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro
no se puede ver”. (Ex. 33,18-23). También cuenta la misma Santa
Teresa que ella solo tenía visiones, que es cosa distinta de las apariciones.
En general muchas de las que se califican como apariciones son solamente
visiones. Pues bien, a ella el Señor le mostró su mano y escribe diciéndonos,
que de ella emanaba un tremendo resplandor y una belleza imposible de explicar.
No aclara la Santa y ello fue una visión, espiritual o material, es de suponer
que debió de ser una visión espiritual.
Benedicto XVI en su homilía de los martes del día 16 de enero de 2013,
manifestó: “Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque
el que le ve a Él, ve al Padre, como le dice a Felipe (Jn 14,9).
El cristianismo --dice san Bernardo--, es la "religión de la Palabra de
Dios"; pero no, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado
y vivo" (Hom. super missus est,
IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula
particular para expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum ab breviatum (cf. Rm. 9,28, en referencia a Is.
10,23), la Palabra corta, abreviada y sustancial del Padre, quien nos ha dicho
todo acerca de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.
El deseo de conocer a Dios
verdaderamente, que es ver el rostro de Dios, está presente en todos los
hombres, incluso en los ateos. Y tenemos, tal vez sin saberlo, este deseo de
ver quién es Él, lo que es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza
en el seguimiento de Cristo, así vemos las espaldas y finalmente también vemos
a Dios como un amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que
sigamos a Cristo no solo en el momento en el que tenemos necesidad, y cuando
encontramos un lugar en nuestras tareas diarias, sino con nuestra vida como
tal.
Toda nuestra existencia se
debe dirigir hacia el encuentro con Jesucristo, a amarlo; y, en ella, debe
tener un lugar central el amor al prójimo, aquel amor que, a la luz del
Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de Jesús en los pobres, en los débiles,
en los que sufren. Esto solo es posible si el verdadero rostro de Jesús se ha
hecho familiar en la escucha de su Palabra, hablando interiormente; porque en
el entrar en esta Palabra, es que de verdad lo encontramos, y por supuesto en
el misterio de la Eucaristía”.
Un salmo de la Biblia nos hace esta recomendación tan bella: Buscad
siempre el rostro del Señor. Enardecido otro salmista, exclama
entusiasmado: ¡Tu rostro buscaré,
Señor! Un nuevo salmista ruega miedoso: ¡Señor, no apartes de mí
tu rostro! Finalmente, uno le pide a Dios con una gran confianza: Haz resplandecer tu rostro sobre este tu
siervo, ¡y sálvame por tu gran bondad! Todas estas expresiones van a
lo mismo: Dios y nosotros mirándonos a la cara, como dos amantes que no pueden
dejar de contemplarse. Nosotros con ansia de Dios, y Dios sonriéndonos con
bondad.
Nosotros suspirando por Dios, como le decimos con otro salmo: ¡Cuándo llegaré y veré el rostro de Dios! Y
Dios, aconsejándonos cariñosamente para alcanzarlo: Portaos bien, y os salvaréis. Nosotros, caminando con
esperanza firme, como le dice a Dios otro salmo: Me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.
Y Dios, insistiendo: No te voy a
dejar ni te voy a abandonar. Podríamos seguir multiplicando los
textos de la Biblia y en todos ellos descubriríamos cómo Dios no es alguien que
esté desentendido de nosotros, sino que somos su única preocupación. Y
descubriríamos también que nuestra actitud ante Dios no es pasiva, de
resignación, de silencio, de adoración temerosa; sino que debe ser de una
búsqueda activa, de un trato amigable con quien sabemos que nos ama, de una
ilusión grande por que desaparezcan las sombras de la fe para poseerlo cara a
cara en gloria.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de
que Dios te bendiga.
Juan
del Carmelo








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