Ante el apostolado, o ante un
encargo que se nos haga, la tentación del demonio es sugerir: "Yo no
sirvo".
¿Cuántas y cuántas veces el
corazón dice "yo no sirvo, yo no valgo"? ¿Por qué no? "La
humildad es la verdad": en el reconocimiento de los que uno es y de lo que
uno vale, conocedor asimismo de su flaqueza, debilidad y miseria, se esconde el
tesoro de la gracia, en vaso de barro. Cada cristiano es, pues, un vaso de
barro. Y, en su fragilidad, es llamado por el Señor.
La excusa de la incapacidad
proviene del espíritu de soberbia, como si el apostolado debiese sus frutos o
logros a los grandes talentos del cristiano; es creer que el "éxito"
depende de nuestros tesoros, de nuestros grandes méritos o cualidades. Sin
embargo, Dios, en su misericordia, llama a cada uno desde su propia fragilidad:
cuenta con cada uno como él es. Nada proviene de nosotros: el apóstol es
instrumento y receptáculo de la gracia que comunica a los demás. De ahí
proviene su grandeza, del reconocimiento humilde del propio ser y dejar a Dios
ser Dios.
El Maligno nos dirá que somos incapaces, y, de fondo, crecerá el espíritu de soberbia. Tan sólo nos resta confiar en que el Señor actuará por medio nuestro, poniendo nosotros lo mejor de nosotros mismos.
Una tentación constante es la desconfianza de pensar que Dios puede realmente, verdaderamente, eficazmente, usar nuestra pobre carne (nuestra humanidad) para que brille su Gloria y su Gracia actúe. Contamos, más que con Él con el éxito personal basado en lo que nosotros aportemos... y que la Gracia venga, a posteriori, en todo caso, a coronar lo que uno ha hecho. Pero es que Dios se sirve de nuestras debilidades para ser Él el protagonista real y absoluto de todo apostolado y que nadie se detenga en nosotros mismos, sino que a través de nosotros le vea a Él. El Señor de la gracia no necesita instrumentos "superdotados", sino seguidores que reconocen humildemente su propia pequeñez, y que confían en el poder de Dios que se revela en ella.
El Maligno nos dirá que somos incapaces, y, de fondo, crecerá el espíritu de soberbia. Tan sólo nos resta confiar en que el Señor actuará por medio nuestro, poniendo nosotros lo mejor de nosotros mismos.
Una tentación constante es la desconfianza de pensar que Dios puede realmente, verdaderamente, eficazmente, usar nuestra pobre carne (nuestra humanidad) para que brille su Gloria y su Gracia actúe. Contamos, más que con Él con el éxito personal basado en lo que nosotros aportemos... y que la Gracia venga, a posteriori, en todo caso, a coronar lo que uno ha hecho. Pero es que Dios se sirve de nuestras debilidades para ser Él el protagonista real y absoluto de todo apostolado y que nadie se detenga en nosotros mismos, sino que a través de nosotros le vea a Él. El Señor de la gracia no necesita instrumentos "superdotados", sino seguidores que reconocen humildemente su propia pequeñez, y que confían en el poder de Dios que se revela en ella.
La primera tentación del demonio
es la incapacidad para paralizarnos. Es verdad, y para eso está el
discernimiento, que no todos servimos para todo, y que hay tareas para las que
uno, aunque se entregue, ni está capacitado ni sirve y se puede llegar a
convertir en un obstáculo a la acción de Dios. Esto hay que discernirlo
siempre. Pero con verdad y sin falsa humildad: el demonio se regodea con la
falsa humildad del incapaz. Tengamos cuidado y advertencia.
Creo que,
ante un nuevo apostolado que se nos pida o requiera, habrá que ponerse de
rodillas ante el Sagrario y dialogar con el Señor. La tentación desaparecerá
inundada por una Luz que nos permitirá ver la Verdad.
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