Cuando una persona nace…, entre las varias improntas o huellas
indelebles, con las que Dios deja marcada, el alma que Él mismo crea, hay dos
que tenemos que tener en cuenta aquí. La primera es el deseo de búsqueda de
Dios que todo ser humano tiene. El principio básico que aquí rige nos dice, que
todo lo creado tiende a su creador. El hombre tiene una tendencia a buscar a
Dios, como fruto de esas preguntas transcendentes, que todo ser humano se hace
así mismo. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?
Nosotros, consciente o inconscientemente todos tendemos a Dios, tendemos
a su búsqueda, porque sentimos la necesidad de encontrarle. El que diga que no
siente esa necesidad, o miente o la tiene ahogada, para que no le moleste.
Todos tenemos esta necesidad. Todos necesitamos, tener conocimiento, porque a
través del conocimiento si este es correcto llegaremos a la Verdad.
Y en segundo lugar, Dios deja marcada en toda alma que crea, esa
impronta, del deseo que todos tenemos, de ansiar la felicidad. El hombre busca
intensamente en este mundo la felicidad y no logra encontrarla, porque la
felicidad que busca, es la que le espera cuando alcance la vida eterna, es esta
una felicidad espiritual. Lo que en este mundo hay es una felicidad material y
lo que Él desea y busca es la felicidad espiritual, que es eterna en
contraposición a la material, que como toda materia es efímera y al final
fenece, Es por ello que San Agustín, exclamaba: “Señor nos hiciste para Ti y mi corazón está
inquieto hasta que descanse en Ti”.
Estas dos improntas llevan a muchas almas, primero a la búsqueda y
después al encuentro con su Creador. Dios desea tal como ya sabemos, la salvación
universal de todas las almas y esto hace que se den los casos, de que personas
sin estar bautizadas, sientan los deseos de santificarse y por ello
primeramente el de ser bautizados. El sacramento del bautismo, en todo caso es
fundamental. El Señor nos dejó dicho: “15 Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el
Evangelio a toda criatura. 16 El que creyere y fuera bautizado se salvará, más
el que no creyere se condenará” (Mc
16,15-16). Los que estamos bautizados, no somos plenamente conscientes de que aparte
de haber accedido a gozar la condición de hijos de Dios, nos hemos convertidos
en templos vivos de Dios, desde momento de que la Santísima Trinidad, inhabita
en nuestras almas.
Escribía San Pablo a los corintios, diciéndoles: “16 ¿No sabéis que sois santuario de Dios y
que el Espíritu de Dios habita en vosotros? 17 Si alguno destruye el santuario
de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y
vosotros sois ese santuario”. (1Co
3,16-17). El teólogo dominico Antonio Royo Marín, escribe diciéndonos: “La inhabitación de las divinas personas en el alma
justificada recibe en teología el nombre de gracia increada y acompaña siempre
a la gracia santificante…, siendo absolutamente imposible sin ella. Aunque en
cierto sentido es para nosotros más importante y de mayor valor la gracia
santificante o gracia creada, que la misma inhabitación trinitaria; porque esta
última aunque de suyo vale infinitamente más por tratarse del mismo Dios
increado no nos santifica formalmente, o sea por la información intrínseca y
ontológica, como la de la gracia santificante”.
Pero para tener deseos de santidad, no nos basta solo con la gracia
increada del bautismo, necesitamos el impulso que nos dona la gracia
santificante necesaria. Tanto en las personas creyentes pero tibias, como en
las no creyentes. Pueden nacer deseos de santidad como consecuencia de haber
sufrido una conversión Son almas que han dejado atrás el hombre viejo y es el hombre
nuevo el que demanda, porque en Él han nacido los deseos de santidad, como
consecuencia de una especial gracia divina. El Señor, ha hecho nacer, en el
alma de estas personas, el deseo de ellas, de encontrarse con Él y
subsiguientemente el deseo de santidad. Pero lo normal es que, solo del trato
habitual de un alma con el Señor se generen los deseos de santidad.
No se puede obtener unos deseos verdaderos de santidad pensando en la
gloria de ser canonizado. Aparte de que esto de estar canonizado es importante,
para los que estamos aquí abajo, pero en el cielo no representa gran cosa,
habrá miles de personas con mayor gloria que muchos canonizados. Desear ser
canonizado, sería un acto de vanidad, incomprensible en un alma que desea
santificarse. Podemos estar seguros de que no hay ningún santo en el calendario
de la Iglesia, que esperase llegar a tener el honor de ser elevado a los
altares. El verdadero santo es lo suficiente realista, como para no
considerarse un héroe. Está suficientemente preocupado, pensando que debería
ser mucho mejor, como para dedicarse a pensar en lo bueno que es.
El deseo no nace en la persona porque sí. Es el Espíritu Santo, el que a
través del juego de las mociones e inspiraciones, va llevando un alma, al
camino de desear la santidad. El debido aprovechamiento de las gracias divinas
que recibamos, impulsa al Espíritu Santo, a donar más gracias al alma que
aprovecha las anteriormente recibidas. Para comprender mejor el juego de la
distribución de la gracia, es de tener presente que ella es un don, como es
don, todo lo que Dios nos proporciona. Todos son dones o regalos para
entendernos mejor. Y el Espíritu Santo sopla, dónde cómo y cuándo quiere. En el
evangelio de San Mateo podemos leer: “1 Porque al que tiene se le dará más y abundará; y al
que no tiene, aun aquello que tiene le será quitado”. (Mt 13,
12). La elección de los doce, es un buen ejemplo de cómo el Señor distribuye su
gracia. Él escogió a los que quiso. “13 Subió a un monte, y llamando a los que quiso,
vinieron a Él, 14 y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a
predicar, 15 con poder de expulsar a los demonios. 16 Designó, pues, a los doce:”.
(Mc 3, 13).
San Pablo toca también este tema de la distribución da las gracias
divinas y nos dice: “14 ¿Diremos por eso que Dios es injusto? ¡De ninguna
manera! 15 Porque él dijo a Moisés: "Seré misericordioso con el que yo
quiera, y me compadeceré del que quiera compadecerme". 16 En consecuencia,
todo depende no del querer o del esfuerzo del hombre, sino de la misericordia
de Dios. 17 Porque la Escritura dice al Faraón: "Precisamente para eso te
he exaltado, para que en ti se manifiesta mi poder y para que mi Nombre sea
celebrado en toda la tierra". 18 De manera que Dios tiene misericordia del
que él quiere y endurece al que él quiere”.
(Rom 9,14-18)
El deseo de santidad, es la consecuencia lógica de la vida de un alma,
que está siempre atenta a las inspiraciones y mociones del Espíritu Santo. En
otras palabras, se trata de un alma que es dócil a las mociones e inspiraciones
del Espíritu de Amor. Y cuando esta alma, se lanza generosamente a la conquista
del amor de Dios, a buscarle y amarle para entregarse a Él, Dios se regocija,
viendo a esta alma que le busca con sus escasas fuerzas, y se vuelca con ella,
para que su deseo de santidad no se le apague, cuando entre en contacto con la
dura realidad del mundo.
Dios ayuda a esta alma que ha dado el paso adelante, para que no se
desanime y llegue un momento en que se sienta derrotada y diga: No es posible,
esto no es para mí. Es triste saber que desgraciadamente hay almas que llegan a
tirar la toalla, e interiormente se auto justifican diciéndose, la tontería de
: Yo no tengo madera de santo, con ser tal como soy, tengo asegurado un
rinconcito en el cielo y con esto tengo suficiente. Gravísimo error. Estas
personas no se dan cuenta, que en la vida espiritual el que no avanza
retrocede, y que con la ayuda divina, todos estamos capacitados para caminar
por ella y llegar a ser santos.
El deseo de santidad se identifica con el deseo de amar, y este en
definitiva, depende de la humana voluntad misma; por ello, tan pronto como
hemos formado el verdadero deseo de amar, empezamos a sentir amor; y, a medida
que el deseo crece, el amor va progresando. Quien desee ardientemente el amor,
amará pronto con ardor. Si de verdad un alma desea la santidad, ha de
entregarse con autentico ardor a esta labor, de una forma absoluta, olvidándose
de todo lo demás, de todo aquello que directa o indirectamente le aparte de su
objetivo, es más debe de olvidarse también de aquello otro que sin apartarle,
al menos no le acerca a Dios.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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