La madre María del Carmen Viguri Elcoro, de la
Orden de Nuestra Señora, también es autora de este artículo sobre la madre María Blanchard. Apareció publicado en
el nº 20 de la revista Lestonnac (octubre-noviembre-diciembre
de 1961).
Escalofrío y miedo. El chasquido de la hojarasca, el graznido del búho, la sombra que ella proyectaba en torno, cualquier movimiento de la naturaleza, aquella noche desapacible y triste, se agigantaban en el ánimo de María.
Se había perdido. Todo era bosque y oscuridad. Y el temor de ser descubierta, de que asomaran los gorros frigios de alguna patrulla de terroristas, le helaba la sangre en las venas.
Mucho sufrió cuando, el 1 de noviembre de 1792, hacía poco menos de un año, la Revolución las expulsó de su convento de la calle del Hâ, casa madre de la Compañía de Burdeos. Pero hermana María Blanchard tuvo la fortuna, con M. Cathalot y hermana Gueffier, de hospedarse en el número 25 “des Carmes”, juntamente con la reverenda Madre Peyferié, la superiora, y recibió así, durante los tres primeros meses de la exclaustración, el influjo de la virtud serena que no conocía la pusilanimidad, aunque arreciase la tormenta.
Estaba ya anciana Madre Peyferié. Y además enferma. Pero le sobraban fuerzas para invocar, pidiendo por sus hijas, al Padre que está en los cielos. Al atardecer, acechaba los pasitos menudos de María, que volvía gozosa de sus correrías por la ciudad y junto a la Madre volcaba sus aventuras de enamorada de Jesucristo. Era el enlace del que se valía el P. Brown para hacer contacto con numerosos fieles escondidos, amenazados, incluso prisioneros. Fingiendo despreocupación, bajo su disfraz de muchacha campesina de veintitrés años, mezclada entre los mismos revolucionarios si era preciso y a los acordes de la Marsellesa, llegaba a todas partes. Y con ella llegaba también la paz a muchas almas.
Todo cambió cuando una denuncia secreta reveló el número 25 “des Carmes” como madriguera de fanáticas que trabajaban a las órdenes de los ex sacerdotes rebeldes. Pudo detener astutamente el golpe un amigo de los Cathalot, y al mismo tiempo avisó a las Madres para que inmediatamente se dispersasen. El 14 de febrero de este año de 1793, los padres del pueblo habían prometido cien libras a quienquiera que delatara a cualquier persona rebelde a la ley: un sacerdote, una religiosa fanática…
Madre Peyferié ya no estaba allí para aconsejarlas. Su salud se resintió tanto, que el doctor la forzó a marchar a Tonneins, su ciudad natal. Fue un nuevo golpe el dejar a sus hijas; y al poco tiempo, en Tonneins celebraba el gran día de su nacimiento a la vida eterna, bajo el peso de virtudes heroicas que la hicieron religiosa modelo entre las Hijas de Nuestra Señora.
Con un hatillo bajo el brazo y unas pocas monedas en el bolsillo, hermana María pensó en buscar alojamiento en la aldea de sus padres. Luego desistió. Eran muy pobres, y podía complicarles su situación. Se lo avisó a su hermano, casado en Guitres, del que recibió una invitación cariñosa. Y marchó hacia Guitres.
Seguía dando vueltas sin encontrar salida. En el fondo le alentaba la certeza de que la providencia velaría por ella. “Jamás se debilitó mi confianza en Dios; ciertamente, el cielo me rodeaba de milagros”, comentaba ella misma más tarde hablando con otra hermana.
Quizá el de esta noche fue uno de los que con más dulce recuerdo se grabaron en su alma.
Entre las ramas que se retorcían fantásticas a su paso, brilló de pronto una luz. ¿Qué sería? Se agazapó, temiendo una emboscada del enemigo. Pero la estrellita brillaba fija, rasgando la negrura del contorno, sin que el más leve ruido la acompañara.
Comenzó a caminar de nuevo. No había duda. Se trataba de una pobre morada campesina.
La interrogante surgió otra vez. ¿Quién le aseguraba la ideología de sus moradores? ¿Iría a caer en una madriguera sin escape? ¿No era más prudente esperar a la intemperie, y al amanecer buscar el camino perdido?
Algo secreto le dijo que confiara en esa providencia, que nunca la había fallado. A los pocos minutos le latía el corazón violentamente, a la entrada del caserío.
Unos golpes que querían ser resueltos en el portón de madera. Toda el alma se asomó a sus oídos para distinguir los rumores del interior. Unos pasos suaves, femeninos, atendieron en seguida su llamada. Chirrió la puerta sobre sus goznes. La lámpara de petróleo que llevaba en sus manos la joven dueña de la casa cegó un momento los ojos muy abiertos de María, que entró rápida, cerrándose tras ellas la puerta con precaución.
Algo muy bueno le invadió todo el ser. Era paz, era bienestar, era como una felicidad que se le metía hasta en los huesos.
La bondad de la joven campesina la conquistó desde un principio. Su bondad y la expresión maravillosa de sus bellos ojos, al preocuparse de todos los detalles: el frío, el hambre, el cansancio de su huésped, lo que llevaba sufrido, su camino a Guitres, etc. María, sin pretenderlo, se volcaba entretanto en una confidencia prolongada, muy ajena a los recelos de entonces, abierta la presa que contenía tanta impresión acumulada.
Junto a la sencilla y hermosa aldeana, su esposo, algunos años mayor que ella, completaba la armonía subyugadora de este hogar.
Fue una cena de sabrosa intimidad, en la que no faltó detalle, dentro de la pobreza que enmarcaba el ambiente. Repetidas veces hablaron los esposos de la providencia del Padre que cuida de las sencillas aves y viste a los lirios del campo.
Cuando María cayó de rodillas, ya a solas en su habitación, antes de acostarse, no pudo contener las lágrimas en la emoción de su acción de gracias.
Por la mañana, tempranito, continuó su camino a Guitres, demostrando antes con insistencia su gratitud a quienes tan cariñosamente la habían acogido.
Pasados algunos meses, María regresó a Burdeos y tuvo particular interés en saludar a sus bienhechores de aquella noche inolvidable. Pero, sorprendida, no pudo dar con la casa. Allí estaba su emplazamiento exacto. Lo recordaba perfectamente. Recorrió los alrededores. Lo miró todo. Ni un rastro de vivienda en el bosque entero.
Y en el alma de María quedó grabada la convicción de que la Virgen Santísima y el bendito patriarca san José la habían albergado, con divinas delicadezas, la noche aún no lejana que afortunadamente se perdió en el bosque.
Escalofrío y miedo. El chasquido de la hojarasca, el graznido del búho, la sombra que ella proyectaba en torno, cualquier movimiento de la naturaleza, aquella noche desapacible y triste, se agigantaban en el ánimo de María.
Se había perdido. Todo era bosque y oscuridad. Y el temor de ser descubierta, de que asomaran los gorros frigios de alguna patrulla de terroristas, le helaba la sangre en las venas.
Mucho sufrió cuando, el 1 de noviembre de 1792, hacía poco menos de un año, la Revolución las expulsó de su convento de la calle del Hâ, casa madre de la Compañía de Burdeos. Pero hermana María Blanchard tuvo la fortuna, con M. Cathalot y hermana Gueffier, de hospedarse en el número 25 “des Carmes”, juntamente con la reverenda Madre Peyferié, la superiora, y recibió así, durante los tres primeros meses de la exclaustración, el influjo de la virtud serena que no conocía la pusilanimidad, aunque arreciase la tormenta.
Estaba ya anciana Madre Peyferié. Y además enferma. Pero le sobraban fuerzas para invocar, pidiendo por sus hijas, al Padre que está en los cielos. Al atardecer, acechaba los pasitos menudos de María, que volvía gozosa de sus correrías por la ciudad y junto a la Madre volcaba sus aventuras de enamorada de Jesucristo. Era el enlace del que se valía el P. Brown para hacer contacto con numerosos fieles escondidos, amenazados, incluso prisioneros. Fingiendo despreocupación, bajo su disfraz de muchacha campesina de veintitrés años, mezclada entre los mismos revolucionarios si era preciso y a los acordes de la Marsellesa, llegaba a todas partes. Y con ella llegaba también la paz a muchas almas.
Todo cambió cuando una denuncia secreta reveló el número 25 “des Carmes” como madriguera de fanáticas que trabajaban a las órdenes de los ex sacerdotes rebeldes. Pudo detener astutamente el golpe un amigo de los Cathalot, y al mismo tiempo avisó a las Madres para que inmediatamente se dispersasen. El 14 de febrero de este año de 1793, los padres del pueblo habían prometido cien libras a quienquiera que delatara a cualquier persona rebelde a la ley: un sacerdote, una religiosa fanática…
Madre Peyferié ya no estaba allí para aconsejarlas. Su salud se resintió tanto, que el doctor la forzó a marchar a Tonneins, su ciudad natal. Fue un nuevo golpe el dejar a sus hijas; y al poco tiempo, en Tonneins celebraba el gran día de su nacimiento a la vida eterna, bajo el peso de virtudes heroicas que la hicieron religiosa modelo entre las Hijas de Nuestra Señora.
Con un hatillo bajo el brazo y unas pocas monedas en el bolsillo, hermana María pensó en buscar alojamiento en la aldea de sus padres. Luego desistió. Eran muy pobres, y podía complicarles su situación. Se lo avisó a su hermano, casado en Guitres, del que recibió una invitación cariñosa. Y marchó hacia Guitres.
Seguía dando vueltas sin encontrar salida. En el fondo le alentaba la certeza de que la providencia velaría por ella. “Jamás se debilitó mi confianza en Dios; ciertamente, el cielo me rodeaba de milagros”, comentaba ella misma más tarde hablando con otra hermana.
Quizá el de esta noche fue uno de los que con más dulce recuerdo se grabaron en su alma.
Entre las ramas que se retorcían fantásticas a su paso, brilló de pronto una luz. ¿Qué sería? Se agazapó, temiendo una emboscada del enemigo. Pero la estrellita brillaba fija, rasgando la negrura del contorno, sin que el más leve ruido la acompañara.
Comenzó a caminar de nuevo. No había duda. Se trataba de una pobre morada campesina.
La interrogante surgió otra vez. ¿Quién le aseguraba la ideología de sus moradores? ¿Iría a caer en una madriguera sin escape? ¿No era más prudente esperar a la intemperie, y al amanecer buscar el camino perdido?
Algo secreto le dijo que confiara en esa providencia, que nunca la había fallado. A los pocos minutos le latía el corazón violentamente, a la entrada del caserío.
Unos golpes que querían ser resueltos en el portón de madera. Toda el alma se asomó a sus oídos para distinguir los rumores del interior. Unos pasos suaves, femeninos, atendieron en seguida su llamada. Chirrió la puerta sobre sus goznes. La lámpara de petróleo que llevaba en sus manos la joven dueña de la casa cegó un momento los ojos muy abiertos de María, que entró rápida, cerrándose tras ellas la puerta con precaución.
Algo muy bueno le invadió todo el ser. Era paz, era bienestar, era como una felicidad que se le metía hasta en los huesos.
La bondad de la joven campesina la conquistó desde un principio. Su bondad y la expresión maravillosa de sus bellos ojos, al preocuparse de todos los detalles: el frío, el hambre, el cansancio de su huésped, lo que llevaba sufrido, su camino a Guitres, etc. María, sin pretenderlo, se volcaba entretanto en una confidencia prolongada, muy ajena a los recelos de entonces, abierta la presa que contenía tanta impresión acumulada.
Junto a la sencilla y hermosa aldeana, su esposo, algunos años mayor que ella, completaba la armonía subyugadora de este hogar.
Fue una cena de sabrosa intimidad, en la que no faltó detalle, dentro de la pobreza que enmarcaba el ambiente. Repetidas veces hablaron los esposos de la providencia del Padre que cuida de las sencillas aves y viste a los lirios del campo.
Cuando María cayó de rodillas, ya a solas en su habitación, antes de acostarse, no pudo contener las lágrimas en la emoción de su acción de gracias.
Por la mañana, tempranito, continuó su camino a Guitres, demostrando antes con insistencia su gratitud a quienes tan cariñosamente la habían acogido.
Pasados algunos meses, María regresó a Burdeos y tuvo particular interés en saludar a sus bienhechores de aquella noche inolvidable. Pero, sorprendida, no pudo dar con la casa. Allí estaba su emplazamiento exacto. Lo recordaba perfectamente. Recorrió los alrededores. Lo miró todo. Ni un rastro de vivienda en el bosque entero.
Y en el alma de María quedó grabada la convicción de que la Virgen Santísima y el bendito patriarca san José la habían albergado, con divinas delicadezas, la noche aún no lejana que afortunadamente se perdió en el bosque.
Ya en
ambiente familiar, se sintió aliviada los primeros días. Hasta que pronto
descubrió lo que desde entonces la sumió en amargo desencanto y preocupación
honda.
De sobremesa, quizá después de apurar algún vaso más de vino que de ordinario, se felicitaba esa tarde el pobre Blanchard (su hermano) de haber roto con la tradición supersticiosa de sus abuelos. Ahora eran libres. ¡Muera el fanatismo que los tuvo engañados! Sus hijos sí que se criaban afortunados, sin que el bautismo de la Iglesia Católica los hubiera señalado con tan humillante esclavitud.
El alma delicadísima de María se estremeció de dolor. Pero tuvo pleno dominio para aparentar serenidad, mientras fijaba una mirada honda en los niños inocentes, combinando rápida el plan salvador.
No muy lejos de allí se ocultaba un sacerdote muy celoso. María había entablado ya contacto con él. Ahora le visitó más intencionadamente.
Desde entonces, una y otra vez, jugando María con sus sobrinos, los fue llevando por el campo, acercándose siempre al refugio del Padre, hasta que, el día combinado, se celebró allí la reunión prefijada.
Los niños oyeron con enorme atención cuanto el sacerdote les fue exponiendo con palabras claras, con ideas que se acomodaban muy bien a sus cortos años. Comprendieron la importancia del acto. Prometieron guardar secreto absoluto -y lo hicieron con tesón sorprendente-, y sobre sus cabecitas, alegremente inclinadas, cayó el agua del bautismo, empapando sus almas de gracia.
María no cabía en sí de gozo. Sólo por aquel acto hubiera dado su vida.
Ya no tardó en regresar a Burdeos para convivir en lo posible con sus hermanas en religión. Para ello solicitó en casa de la señora Dubergier una colocación como doncella.
¡Qué buena era la señora Dubergier con las religiosas de la Compañía de María! Por ayudarlas, por socorrerlas, por llevarles un consuelo a sus diversos refugios, era capaz de los mayores sacrificios.
Ya en aquella casa, María encontró de nuevo cauce a su fervor. Precisamente se alojaban allí tres sacerdotes, y uno de ellos, Gabriel Morel, halló en María el enlace de que anteriormente se había valido el P. Brown.
Vasos y ornamentos sagrados para que el santo sacrificio pudiera celebrarse en diferentes lugares, avisos y cartas para los fieles, todo encontraba cabida en el cesto de legumbres o el hatillo de ropa recién lavada que llevaba sobre su cabeza.
-¡A la guillotina, a la guillotina! ¡Que termine su misa en la guillotina!, vociferaba, frente a una casa recién registrada, un cabecilla de grupo, al tiempo que María pasaba por allí.
Iban saliendo apresados los vecinos de toda la localidad. Entre ellos, el anciano sacerdote al que habían descubierto celebrando la misa.
La angustia de María fue enorme. ¿Qué hacer? Ella nada podía.
Maquinalmente, se metió, mezclada entre la chusma, por las habitaciones ya medio saqueadas. Fue subiendo, subiendo. No sabía dónde iba. Como si un secreto imán la atrajera. Llegó a la buhardilla. Revisó en torno como si alguien la llamara. Descubrió una alacena disimulada. La abrió. Y allí, oculto en el fondo, encontró un copón. Lo abrió, temblando. Estaba lleno de sagradas formas.
Cayó al punto de rodillas, llorando de emoción. Dudó unos instantes, pero el respeto paralizó sus manos. Y rápida, sin pensarlo más, cerró la alacena, cogió la llave, disimuló el escondite y corrió hasta la casa de su señora.
Los sacerdotes la reprendieron. ¿Cómo había hecho eso? ¿Cómo había abandonado en esas circunstancias el sacramento?
Se precipitó escaleras abajo. Esta vez con el arrojo que le infundía no solamente el permiso, sino la orden expresa de los ministros de Dios. Y como si los ángeles le fueran quitando todo obstáculo, se vio de nuevo ante la alacena. Envolvió en su chal la suavísima carga y regresó en transportes de amor, estrechando fuerte el copón contra su pecho.
El altar aguardaba preparado, con luces, con flores. Los tres sacerdotes y la señora Dubergier, en actitud reverente, emocionada. María depositó ante los manteles el copón. Pero tan fuerte había sido su impresión durante aquellos minutos intensamente vividos, que cayó desvanecida.
La oración cotidiana de María Blanchard ante el sagrario de su escondite era pedir a Jesucristo el verse de nuevo en el convento. Volver a vestir el santo hábito. Convivir en comunidad con sus hermanas.
Poitiers fue el primer convento que restauró el Instituto, al declinar la Revolución. Y allí marchó Hermana María, y allí la recibieron con acogida fraterna, edificando a Poitiers con su humildad y su caridad tan serviciales hasta el año 1823.
Y cuando la gran restauradora reverenda M. Teresa Couret du Terrail abrió la Casa de Burdeos, esta Comunidad reclamó a hermana Blanchard como a tesoro de virtud que le correspondía.
En Burdeos continuó siendo la Hermanita fervorosa, trabajadora, abnegada, alegre, humilde, caritativa, llena de espíritu sobrenatural, que va sembrando el bien por dondequiera que pasa.
Tenía ya setenta y seis años, en 1845, al alcanzar la plenitud dichosa de su vida, en el día feliz de su santa muerte.
Las puertas del Paraíso giraron ante sus ojos, cerrados ya a la tierra. Dos rostros conocidos, divinamente hermosos, asomaban tras ellas. En tanto que su abrazo con Jesucristo la sumía en las delicias de la beatitud eterna.
¿No recordó entonces María aquel otro abrazo estrecho y largo de los dos, en una tarde maravillosa, por las callejas de Burdeos?
De sobremesa, quizá después de apurar algún vaso más de vino que de ordinario, se felicitaba esa tarde el pobre Blanchard (su hermano) de haber roto con la tradición supersticiosa de sus abuelos. Ahora eran libres. ¡Muera el fanatismo que los tuvo engañados! Sus hijos sí que se criaban afortunados, sin que el bautismo de la Iglesia Católica los hubiera señalado con tan humillante esclavitud.
El alma delicadísima de María se estremeció de dolor. Pero tuvo pleno dominio para aparentar serenidad, mientras fijaba una mirada honda en los niños inocentes, combinando rápida el plan salvador.
No muy lejos de allí se ocultaba un sacerdote muy celoso. María había entablado ya contacto con él. Ahora le visitó más intencionadamente.
Desde entonces, una y otra vez, jugando María con sus sobrinos, los fue llevando por el campo, acercándose siempre al refugio del Padre, hasta que, el día combinado, se celebró allí la reunión prefijada.
Los niños oyeron con enorme atención cuanto el sacerdote les fue exponiendo con palabras claras, con ideas que se acomodaban muy bien a sus cortos años. Comprendieron la importancia del acto. Prometieron guardar secreto absoluto -y lo hicieron con tesón sorprendente-, y sobre sus cabecitas, alegremente inclinadas, cayó el agua del bautismo, empapando sus almas de gracia.
María no cabía en sí de gozo. Sólo por aquel acto hubiera dado su vida.
Ya no tardó en regresar a Burdeos para convivir en lo posible con sus hermanas en religión. Para ello solicitó en casa de la señora Dubergier una colocación como doncella.
¡Qué buena era la señora Dubergier con las religiosas de la Compañía de María! Por ayudarlas, por socorrerlas, por llevarles un consuelo a sus diversos refugios, era capaz de los mayores sacrificios.
Ya en aquella casa, María encontró de nuevo cauce a su fervor. Precisamente se alojaban allí tres sacerdotes, y uno de ellos, Gabriel Morel, halló en María el enlace de que anteriormente se había valido el P. Brown.
Vasos y ornamentos sagrados para que el santo sacrificio pudiera celebrarse en diferentes lugares, avisos y cartas para los fieles, todo encontraba cabida en el cesto de legumbres o el hatillo de ropa recién lavada que llevaba sobre su cabeza.
-¡A la guillotina, a la guillotina! ¡Que termine su misa en la guillotina!, vociferaba, frente a una casa recién registrada, un cabecilla de grupo, al tiempo que María pasaba por allí.
Iban saliendo apresados los vecinos de toda la localidad. Entre ellos, el anciano sacerdote al que habían descubierto celebrando la misa.
La angustia de María fue enorme. ¿Qué hacer? Ella nada podía.
Maquinalmente, se metió, mezclada entre la chusma, por las habitaciones ya medio saqueadas. Fue subiendo, subiendo. No sabía dónde iba. Como si un secreto imán la atrajera. Llegó a la buhardilla. Revisó en torno como si alguien la llamara. Descubrió una alacena disimulada. La abrió. Y allí, oculto en el fondo, encontró un copón. Lo abrió, temblando. Estaba lleno de sagradas formas.
Cayó al punto de rodillas, llorando de emoción. Dudó unos instantes, pero el respeto paralizó sus manos. Y rápida, sin pensarlo más, cerró la alacena, cogió la llave, disimuló el escondite y corrió hasta la casa de su señora.
Los sacerdotes la reprendieron. ¿Cómo había hecho eso? ¿Cómo había abandonado en esas circunstancias el sacramento?
Se precipitó escaleras abajo. Esta vez con el arrojo que le infundía no solamente el permiso, sino la orden expresa de los ministros de Dios. Y como si los ángeles le fueran quitando todo obstáculo, se vio de nuevo ante la alacena. Envolvió en su chal la suavísima carga y regresó en transportes de amor, estrechando fuerte el copón contra su pecho.
El altar aguardaba preparado, con luces, con flores. Los tres sacerdotes y la señora Dubergier, en actitud reverente, emocionada. María depositó ante los manteles el copón. Pero tan fuerte había sido su impresión durante aquellos minutos intensamente vividos, que cayó desvanecida.
La oración cotidiana de María Blanchard ante el sagrario de su escondite era pedir a Jesucristo el verse de nuevo en el convento. Volver a vestir el santo hábito. Convivir en comunidad con sus hermanas.
Poitiers fue el primer convento que restauró el Instituto, al declinar la Revolución. Y allí marchó Hermana María, y allí la recibieron con acogida fraterna, edificando a Poitiers con su humildad y su caridad tan serviciales hasta el año 1823.
Y cuando la gran restauradora reverenda M. Teresa Couret du Terrail abrió la Casa de Burdeos, esta Comunidad reclamó a hermana Blanchard como a tesoro de virtud que le correspondía.
En Burdeos continuó siendo la Hermanita fervorosa, trabajadora, abnegada, alegre, humilde, caritativa, llena de espíritu sobrenatural, que va sembrando el bien por dondequiera que pasa.
Tenía ya setenta y seis años, en 1845, al alcanzar la plenitud dichosa de su vida, en el día feliz de su santa muerte.
Las puertas del Paraíso giraron ante sus ojos, cerrados ya a la tierra. Dos rostros conocidos, divinamente hermosos, asomaban tras ellas. En tanto que su abrazo con Jesucristo la sumía en las delicias de la beatitud eterna.
¿No recordó entonces María aquel otro abrazo estrecho y largo de los dos, en una tarde maravillosa, por las callejas de Burdeos?
Jorge López Teulón
No hay comentarios:
Publicar un comentario