Algunas reflexiones sobre el ateísmo.
Sin venir a
cuento, en medio de una conversación intrascendente, un amiguete nos suelta:
“Es que yo soy ateo”. “Bueno, ¿y a nosotros qué? Como si quieres ser budista,
musulmán o del Real Madrid”, contesta otro contertulio. El ateo empezó a
desinflarse al notar nuestra indiferencia por su postura “religiosa”, de la que
parecía querer presumir. Con este motivo, el personal se enzarzó en una
discusión variopinta, con un vocabulario de andar por casa, y sin meterse en
profundidades filosóficas o teológicas. Como el grupo era de un nivel cultural
medio-alto, las ideas barajadas pudieran interesar a más de uno:
Quedó claro
que ateo es el que no cree en la existencia de Dios. Demostradme que Dios
existe, exigió el ateo. Demuéstranos tú que no existe, le replicó otro.
Demostrar “racionalmente” la existencia de Dios al modo de las ciencias exactas
es imposible, pero más imposible aún es demostrar que no existe. Para el
creyente Dios está fuera del tiempo y del espacio, por tanto no existe como
existen las demás cosas, pero existe, y se manifieste en esas cosas. El
descreído, en cambio, excluye de sus consideraciones lo que no está en el
tiempo ni en el espacio.
Lejos de mi
intentar convencer a nadie “con razones” en temas de religión, política
partidista o forofos de fútbol, sería perfectamente inútil. En estas materias o
nos convencemos solitos o no nos convence nadie. Nos limitamos a poner encima
de la mesa algunos razonamientos, siempre deficientes, por si les sirven a
alguien.
El ateo
corriente es un creyente con una fe: cree que “lo existente se explica por sí
mismo”, cosa que la ciencia no ha justificado nunca. Cualquier encadenamiento
de razones aboca siempre a principios indemostrables, y las mismas matemáticas,
se levanta sobre postulados o proposiciones cuya verdades son indemostrables.
Si la ciencia se basa en principios indemostrables, ¿por qué exigimos
demostración para aceptar la existencia de Dios? ¿No es suficiente la
observación de las maravillas del universo o de los seres que lo habitan? ¿No
son suficientes los millones de almas que viven sólo por y para su Dios? ¿Están
todos equivocados? Mire uno adonde mire aparecen los indicios de Dios:
Iglesias, Catedrales, cruces en los caminos, libros, cuadros, poesía, música;
además, lo sentimos en nuestro corazón. Chesterton afirmaba que “cuando un
hombre deja de creer en Dios, pasa a creer en cualquier cosa”. Vista la
experiencia, algo de verdad debe de haber en el aserto.
La fe tiene
poco que ver con la razón, sobrepasa a esta, así que no perdamos el tiempo
intentando demostrar con lógica las verdades de ninguna religión. Si en la
tierra desconocemos casi todo: no sabemos lo que es la electricidad, el átomo,
la fuerza, el hombre, la paloma… significa que desconocemos y no conoceremos
jamás la verdad última de cualquier ser o fenómeno. Otra cosa es que conozcamos
y aprovechemos algunas de sus propiedades como las de la electricidad o la
fuerza. El hombre no puede obtener la fe por sí mismo. La da Dios a quien la
pide con humildad. El ateísmo, desde hace miles de años se debate entre un “no”
que le deja insatisfecho y un futuro sin ninguna luz. Su raíz es negativa: ¡No!
Y sobre esta raíz no crece la hierba.
San Agustín
decía que “El hombre es un saco de deseos”. Desde el principio de la Historia,
el sentimiento religioso ha frenado esa tendencia a los deseos: no matar, no
mentir, no cometer actos impuros… Las restricciones y los mandatos positivos:
“Amarás a Dios y a los hombres” aparecen como mandatos de Dios. Negar a Dios
implica serias consecuencias imprevisibles:
a) Si no hay
Dios, si Cristo no existió, si sus Evangelios no son válidos, si sus
mandamientos no obligan; entonces ¡todo es posible! Eliminado el sentimiento de
Dios, desaparece el de culpa, y con él, el deber de autocontención. Los deseos
de uno tropiezan con los de otros, exponiéndose a represalias. Además los
cristianos tendríamos que reformar dos mil años de historia.
b) Nadie
puede comportarse del todo como si no hubiera Dios. Pues los deseos desatados
de cada uno chocan con los ajenos, y su satisfacción exigiría tiranizar al
prójimo. La sociedad se convertiría en el albergue del crimen generalizado. Por
otra parte, los deseos liberados provocan, con su multiplicidad y contradicción
entre ellos, un aumento paralelo del temor y la angustia, hasta desgarrar la
psique del individuo. Ambos efectos manifiestan el castigo de los dioses.
c) En
democracia se pueden imponer normas que regulen las relaciones humanas. Sobre
este problema ha girado gran parte del pensamiento occidental. Pero las normas,
quitado su referente religioso, serían meras convenciones sociales, que se
pueden poner, quitar o cambiar. Las normas divinas son esencialmente eternas.
El hombre débil aceptaría las convenciones, por miedo a la sanción social, pero
el hombre fuerte y audaz podría rechazarlas. Podría recurrir a la violencia. Al
no tener las normas otra base que la convención, salta a la vista la
posibilidad de sustituirlas por otras arbitrariamente. Pero Cristo dijo: “Yo
soy el camino, la verdad y la vida”. Cuando se prescinde de Él, desaparece el
norte para nuestras brújulas morales, y la angustia existencial se apodera de
los hombres y mujeres de hoy.
d) El
relativismo sobre lo que es verdad o no, bueno o malo, bello o feo… del
pensamiento actual ha conducido en gran parte al alejamiento de Dios. La verdad
absoluta no existiría, los medios de comunicación han certificado su defunción.
Sin embargo, hay verdades absolutas: 2+2=4; Cristo existió; además, el
relativismo presenta una contradicción insuperable. Cuando se dice “Todo es relativo”
se expresa una afirmación de carácter absoluto. Si aseveramos que “todo es
relativo”, entonces la misma frase es relativa y queda sin significado; se
autodestruye, perdiendo su validez. Como la civilización judeo-cristiana,
occidental o europea está empapada de cristianismo, la negación de Cristo
obligaría honestamente a sustituirla por otra civilización. ¿Por cuál?
e) En
realidad, los ateos integrales son y han sido muy pocos a lo largo de la
historia. Personalmente no creo que no crean en un Dios, sino que no quieren
creer, pues ello conduciría a unos cuantos a cambiar de forma de vida, a lo
cual muchos no estarían dispuestos. No creen hasta que los atenaza la desgracia
o se les aproxima la muerte; entonces, casi todos levantan sus ojos al cielo o
piden confesión. Los ejemplos son numerosos.
Alejo
Fernández Pérez
EL FENÓMENO DEL ATEÍSMO
La falta de religión nos muestra que algunas corrientes ideológicas llevan a la
destrucción del hombre.
La más alta
razón de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión
con Dios. Ya desde su nacimiento, el hombre está invitado al diálogo con Dios:
puesto que no existe sino porque, creado por el amor de Dios, siempre es
conservado por el mismo amor, ni vive plenamente según la verdad si no reconoce
libremente aquel amor, confiándose totalmente a Él. Mas muchos contemporáneos
nuestros desconocen absolutamente, o la rechazan expresamente, esta íntima y
vital comunión con Dios. Este ateísmo, que es uno de los más graves fenómenos
de nuestro tiempo, merece ser sometido a un examen más diligente.
Es cierto
que en nuestro tiempo se ha difundido el fenómeno del ateísmo, especialmente en
los países dominados por el marxismo, como consecuencia de la persecución
sistemática de la religión, pero también en los países de libertades
democráticas y desarrollo económico.
Ateo es una
palabra que significa sin Dios. Se pueden distinguir dos clases de ateos: unos,
llamados ateos prácticos, viven de hecho como si Dios no existiera, sin plantearse
más problemas; otros, en cambio, pretenden argumentar, de diversas maneras, que
no es razonable creer en Dios: se llaman ateos teóricos. El Concilio Vaticano
II lo expresa así: -Muchos son los que hoy día se desentienden del todo de esta
íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma explícita» (GS, 19).
Añade el
Concilio que: -quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y
soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por
tanto, no carecen de culpa. (ibíd.)
Con
frecuencia el ateísmo moderno se presenta también en forma sistemática, la
cual, además de otras causas, conduce, por un deseo de la autonomía humana, a
suscitar dificultades contra toda dependencia con relación a Dios. Los que
profesan este ateísmo afirman que la libertad consiste en que el hombre es fin
de sí mismo, siendo el único artífice y creador de su propia historia; y
defienden que esto no puede conciliarse con el reconocimiento de un Señor,
autor y fin de todas las cosas.
Una de las
formas de ateísmo que más ha influido en nuestro tiempo es la elaborada por
algunos pensadores, entre ellos los marxistas, según la cual, la afirmación de
Dios significaría la «alineación o negación del hombre lo explican diciendo que
si el hombre debe vivir en función de otro ser (Dios), no vivirá para sí mismo.
A eso lo llaman -alienarse o enajenarse, es decir, hacerse ajeno y extraño a sí
mismo. Por eso consideran que para que se afirme al hombre, hay que suprimir a
Dios. Quitado Dios, «el hombre es Dios para el hombre y no ha de vivir en
función de ese otro, distinto de él».
Esta
doctrina pierde de vista algo tan evidente como que el hombre es un ser
limitado, imperfecto. Y más todavía olvida que el Dios de que habla la religión
es un ser que no necesita nada del hombre. Es todo lo contrario a un dueño
malo, que tratara cruelmente a sus esclavos. Es precisamente Amor, Bondad y no
ha hecho más que mostrar con obras su amor al hombre. La Creación es ya una
obra de su amor.
La
experiencia ha demostrado que esas doctrinas no llevan precisamente a la
defensa del hombre, que era lo que pretendían, sino a su destrucción, que era
lo que criticaban. El amor y el respeto a Dios ha hecho a los hombres durante
tantos siglos dominar sus tendencias más bajas y crueles. La falta de religión
nos muestra cada día la carencia de escrúpulos para los actos más viles.
El hombre
creyente, lejos de -alienarse», se enriquece y se hace más fiel a sí mismo
cuando vive religado a Dios. Y Dios le ofrece como meta dársele por completo en
la vida futura, tan real como la presente.
«Dice en su
corazón el insensato: ¡No existe Dios!». (Sal. 53, 2)
Enrique Cases
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