Marta le había pedido a Juan durante un año que le preparara la tierra para un jardín. Finalmente, él accedió. Prepararon juntos la tierra, mezclándola con los mejores fertilizantes y aditivos para su terreno.
A Marta no
le gustaban las flores que habían en el vivero de la zona por lo que le pidió a
su esposo que la dejase encargar por catálogo algunas variedades únicas. Eligió
entusiasmada cada una, casi todas las plantas muy caras. Va a ser el jardín más
lindo de todo el barrio, pensó. Nadie podrá igualar estas bellezas.
Las
delicadas plantas llegaron por correo y Marta empezó a trabajar inmediatamente.
Plantó y regó, puso fertilizante, observó y esperó. Pero no pasaba nada. Una
por una, las hojas se fueron poniendo amarillas y se caían.
Al terminar la primavera, no le quedaba ni una sola planta. Todas se habían marchitado y muerto.
Marta le
escribió una carta al vivero que le había enviado las plantas por correo
exigiendo que le devolvieran el dinero.
Dos semanas
después, recibió la respuesta.
“Señora, su
carta indica que usted plantó las flores en una zona de sombra y les dio
los mejores nutrientes disponibles. Sus plantas no crecieron por las siguientes
razones: Las plantó en un lugar equivocado. Usted mandó pedir plantas que
necesitan recibir sol directamente. Aunque se esmeró en preparar el terreno,
estas plantas, sin excepción mueren si no les da el sol. La próxima vez, por
favor,
lea las instrucciones antes de encargar las flores para plantar en su jardín.”
Así es
nuestra vida. Podemos invertir muchas horas y dinero en embellecernos. Pero si
no recibimos al Hijo, nos vamos a marchitar y, finalmente, moriremos. Ningún
“aditivo”, por caro que sea, podrá ocupar el lugar de la luz del Hijo en
nuestra alma.
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