PRIMERA PALABRA de JESÚS en la cruz:
PADRE, PERDÓNALOS, PORQUE NO
SABEN LO QUE HACEN
Podemos
decir que todo el plan de nuestra salvación radica en la misericordia de Dios.
El secreto
de tal maravilla, en la cual desean mirar los ángeles, se basa en la soberana
misericordia de Dios. "De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo
unigénito...." (Juan 3:16).
"La
gracia de Dios que trae salvación.... se manifestó" (Tito 2:11).
No debe existir ser humano que no haya experimentado
el dolor de la incomprensión en su vida, de alguna u otra forma.
Nuestras intenciones son rápidamente juzgadas y
nuestra virtud llamada hipocresía. Nuestras ideas son muy audaces y nuestra
precaución es llamada timidez.
Los hijos acusan a sus padres de interferir en sus
vidas cuando la amorosa corrección los advierte del peligro. Somos fanáticos
extremistas si Jesús es parte de nuestra vida diaria, pero cuando alguna
tragedia nos golpea,
Los amigos de Job nos enfrentan con nuestra falta de
piedad y con la venganza de Dios que nos debe haber alcanzado por algún
resentimiento escondido que debe estar oculto en nuestros corazones.
Cuando somos compasivos con los pecadores se nos llama
imprudentes y cuando por un instante la ira nos envuelve se nos acusa de no ser
caritativos. La lista de incongruencias puede ser multiplicada por cien y
mientras mas tratamos de arreglarlas, más enredados quedamos, pero siempre
podemos mirar a Jesús y saber que Él entiende.
Como Él, podemos hacer la voluntad del Padre con la
luz que tenemos y estar en paz. Sus sufrimientos forman parte de nuestra
redención, los nuestros forman parte de nuestra santificación.
“En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas
irrumpían en la barca. Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal.” (Mc 4
37-38)
Usualmente, miramos a Jesús con una actitud
estereotipada. Aceptamos fríamente con dureza de corazón sus
sufrimientos y su dolor.
De alguna manera pensamos, al menos inconscientemente,
que Él tenía que hacer lo que hizo y nos quitamos el peso de encima encogiendo
los hombros, sin la más mínima idea de lo asombroso que es el hecho de un Dios
sufriente.
No podemos comprender un amor que quiere experimentar
nuestra miseria. El único amor que entendemos es ese que da calor a nuestros
corazones y toca nuestras emociones. Preferimos sentir compasión o simpatía a
sentir el dolor concreto de aquél a quien amamos.
Podemos ver a alguien que sufre de cáncer, pero nunca
desearíamos sentir realmente cada uno de sus agudos y crudos dolores. Solemos
decir que preferiríamos sufrir antes que ver sufrir a los que amamos, pero esto
es generalmente una simple expresión de simpatía.
Nuestra meditación acerca de Sus sufrimientos es
superficial y distante. Simples expresiones de piedad si tenemos algo de
devoción o la mera aceptación del hecho histórico de que Él vino, sufrió y
murió. Nos cuesta trabajo recordar esta realidad durante la Cuaresma y
rápidamente la olvidamos en Pascua.
Con qué alegría ponemos a un lado sus sufrimientos y
sacamos los vestidos pascuales como si nos estuviéramos sacando algo
desagradable de encima y empezáramos algo nuevo. Sí, la alegría de la
Resurrección debe habitar siempre en nuestros corazones y darnos aquella
esperanza que no conoce tristeza.
Pero ¿acaso nos olvidamos de cuál es el signo pascual
que asegura aquella esperanza con una fuente inagotable de alegría? “Mira mis
manos y mis pies” fue lo que le dijo Jesús a Tomás.
Su cuerpo resucitado y glorioso aún portaba las
heridas. Pero estas heridas nos ofrecen un gran consuelo, la mayor alegría y
confirman nuestra esperanza. Estas heridas nos abren el secreto de Su amor y
nos otorgan una firme confianza en Su misericordia.
Nunca más podremos dudar de su amor por nosotros, ni
reclamarle por permitir que suframos injusticias en nuestras vidas, cuando Él
nunca sufrió este doloroso aguijón.
Antes de la Redención podríamos haberle preguntado ¿Oh
Dios, cómo sabes Tú lo que significa sufrir?
¿Estuviste alguna vez hambriento o sediento? ¿Has
tenido acaso noches llenas de miedos o días de largas horas que soportar
dolorosamente? ¿Alguna vez te has sentido solo o rechazado?
¿Alguna vez te han tratado injustamente o has llorado
acaso? ¿Acaso alguna vez el poderoso viento ha atravesado tus huesos y te ha
hecho temblar de frío? ¿Has necesitado alguna vez de un amigo, y al verlo
llegar, observar como te da la espalda? Su respuesta a todas estas preguntas hubiera sido
“No”.
Pero ahora ya no podemos fantasear más porque su amor
ha respondido a preguntas nunca antes pronunciadas.
Ha querido sentir lo que nuestra naturaleza siente,
soportar la debilidad y las limitaciones de nuestra condición pecadora, cargar
con nuestro yugo y temblar con el viento frío.
“Las aves tienen nido y los zorros una guarida – le
dijo a sus discípulos – pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la
cabeza” (Lc 9, 58).
El comprender que el amor de Jesús compartió y sigue
compartiendo nuestras penas y dolores, nos llena de una alegría “que ningún
hombre puede quitarnos”. Nuestra alegría pascual constante está misteriosamente
tejida y entretejida por la Cruz.
El cristiano experimenta y vive una paradoja. Siente
alegría en el dolor, plenitud en el exilio, luz en la oscuridad, paz en la
turbación, consuelo en la sequedad, contento en el sufrimiento y esperanza en
la desolación.
El cristiano comprometido tiene la habilidad de asumir
el momento presente, mirarlo con la cabeza en alto, encarnar el espíritu de
Jesús en las mismas circunstancias y actuar conforme a Él.
Es difícil pero Él nos dijo que lo sería, porque la
felicidad que nos ha prometido está más allá de esta vida. Se nos ha dado la
oportunidad de ajustar nuestras vidas a vivir para siempre con la Santidad
misma.
Veamos como se asemejan nuestras vidas con la de
Jesús, quizás sea más fácil cambiar nuestras vidas según la suya.
En el Evangelio de San Mateo vemos que Jesús había
curado a dos endemoniados. Estos dos hombres habían sido poseídos por unos
demonios que le imploraban a Jesús que los deje entrar en una piara de cerdos
antes de enviarlos al infierno, su hogar eterno, y Jesús se lo permitió.
Los dueños del ganado estaban tan asombrados que
corrieron a la ciudad a quejarse por la pérdida de sus cerdos, y entonces vemos
una extraña reacción en la gente, una reacción desconcertante que le causa a
Jesús mucho dolor.
La Escritura nos dice que estos dos hombres que fueron
sanados, eran fieros y violentos y significaban una constante fuente de temor
para el pueblo. La reacción del pueblo ante tal curación debió haber sido de
gratitud y de amor.
Sin embargo leemos luego que “el pueblo entero se
reunió para encontrarse con Jesús y tan pronto lo vieron le pidieron que
abandonara su región” (Mt 8, 34) Prefirieron unos chanchos que a Jesús,
prefirieron mantener las cosas como estaban a cambiarlas si ello les había de
costar algo.
Temían ver al Poder Divino en acción. Eso hubiera
significado renunciar a sus propias maneras y prefirieron que Dios los dejara
solos.
Hay muchas ocasiones en la vida de un cristiano en las
que sus actos de amor y sacrificio no son valorados, como cuando uno trata de
hacerle ver a un anciano que está en camino y cuando aquellos que amamos nos
hacen sentir no queridos.
Cuando surgen estas ocasiones el alma debería recordar
el profundo dolor que debió haber sentido el Corazón de Jesús al escuchar que
lo echaban, se sintió tal como nosotros – dolido y golpeado – pero quiere que
unamos nuestro dolor al suyo y se lo ofrezcamos al Padre por la salvación de
las almas.
Los prisioneros también pueden ser relacionados con
este incidente en la vida de Jesús de un modo muy especial.
Estos dos hombres habían sido liberados de muchos
demonios y estaban listos para reincorporarse a la sociedad una vez más, habían
pagado lo suficiente por su indulgencia: habían sufrido humillaciones a su
dignidad, faltas de respeto y una total desesperación, sin embargo la alegría
que esperaban ver en la multitud no aparecía.
Nadie se impresionó por su conversión, solo se
quejaban por lo que había costado; los dos hombres liberados por Jesús habían
sido liberados de la violencia, de demonios llenos de odio, y ¿no sucedía más
bien que aquellos pobladores se encontraban bajo la influencia de los
silenciosos demonios de la avaricia, la ambición, la auto-justificación y la
autosuficiencia? No podemos imaginar el estado de cada una de aquellas almas
que le pidió a Jesús que dejara su ciudad.
Es irónico ver como aquellos que estaban tan visiblemente
poseídos fueron liberados por el poder de Jesús y aceptaron su amor, mientras
que aquellos respetables ciudadanos le rogaron al Dios de la Misericordia que
los dejara solos.
¿Será que todos estamos en una especie de prisión?
¿Será posible que aquellos que están en la cárcel hoy en día, públicamente
castigados por su violencia y sus crímenes, tengan la oportunidad de cambiar y
de volver a Jesús, de aceptar su amor y terminar siendo más libres de corazón y
alma que aquellos que están fuera de los muros de la prisión?
El arrepentimiento puede hacer que los rechazados sean
agradables a Dios, mientras que el orgullo hace de los que son aceptados por el
mundo y sus patrones, rechazados por Dios.
Cuando construimos muros de prejuicios, odio, orgullo,
y autocompasión a nuestro alrededor, nos encontramos ciertamente más
encarcelados que cualquier prisionero detrás de unas paredes de cemento y unas
barras de acero.
Hay muchos prisioneros así, de por vida, que nunca han
experimentado la libertad de los hijos de Dios, solo el confort y la falsa
protección de la oscuridad. El dolor del cambio los asusta tanto que prefieren
la autosuficiencia y la autocomplacencia a la Palabra de Dios o al Poder
Sanador de su Cruz.
Uno de los sufrimientos más frustrantes que Jesús
debió haber padecido fue el de la incomprensión, incomprensión de aquellos que
lo amaban y falta de aceptación por parte de las autoridades. Un salvador
sufriente no era aceptable para ninguno de ellos. Un líder espiritual que
gastara tiempo cambiando almas en vez de gobiernos no tenía lugar en sus
regímenes.
Él sabía lo que verdaderamente necesitaban para entrar
en el Reino de su Padre, pero ellos estaban interesados en el Reino de este
mundo – ellos lo llamaban una realidad viva – y él lo llamaba muerte. Ellos
creían que esta vida era la única, y Él les decía que era solo un exilio
mientras esperaban algo mayor.
Él hablaba de los pobres como benditos, y les decía
que era mejor ganar la virtud a ganar el mundo entero, pero para ellos la gloria
mundana era demasiado como para dejarla por alguna realidad invisible.
Sus apóstoles eran lentos para entender las más
sencillas parábolas y generalmente le pedían que se las explicase después que
la multitud se había marchado. Él trataba tanto de traer el Misterio del Amor
del Padre al lenguaje de los niños, pero incluso éste estaba fuera del alcance
de sus discípulos, hombres destinados a predicar la Buena Nueva a todo el
mundo.
Muchas veces los miraría asombrado para preguntarles
“¿Aún no entienden?” (Mc 7, 18) Incluso sus milagros fueron incomprendidos, su
autoridad cuestionada y sus parientes lo vieron como un hombre insano.
Su discernimiento era cuestionado porque le permitía a
una pecadora tocarlo y su reputación puesta bajo sospecha porque comía con
pecadores. Cuando curaba en sábado, era un quebrantador de la ley y cuando
proclamaba al Amor como el mandamiento más importante, era considerado un
heterodoxo.
No debe existir ser humano que no haya experimentado
el dolor de la incomprensión en su vida, de alguna u otra forma. Nuestras
intenciones son rápidamente juzgadas y nuestra virtud llamada hipocresía.
Nuestras ideas son muy audaces y nuestra precaución es llamada timidez.
Los hijos acusan a sus padres de interferir en sus
vidas cuando la amorosa corrección los advierte del peligro. Somos fanáticos
extremistas si Jesús es parte de nuestra vida diaria, pero cuando alguna
tragedia nos golpea, los amigos de Job nos enfrentan con nuestra falta de
piedad y con la venganza de Dios que nos debe haber alcanzado por algún
resentimiento escondido que debe estar oculto en nuestros corazones.
Cuando somos compasivos con los pecadores se nos llama
imprudentes y cuando por un instante la ira nos envuelve se nos acusa de no ser
caritativos. La lista de incongruencias puede ser multiplicada por cien y
mientras mas tratamos de arreglarlas, más enredados quedamos, pero siempre
podemos mirar a Jesús y saber que Él entiende.
Como Él, podemos hacer la voluntad del Padre con la
luz que tenemos y estar en paz. Sus sufrimientos forman parte de nuestra
redención, los nuestros forman parte de nuestra santificación.
“En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas
irrumpían en la barca. Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal.” (Mc 4
37-38)
¡El Dios todopoderoso de cuyas manos planetas y
galaxias cayeron se hizo hombre y estaba cansado! Había alcanzado un nivel de
fatiga física tal que ni la lluvia, ni el viento, ni los gritos de una
tripulación que gritaba sujetándose asustada podían superar.
Estaba desecho, cada músculo, cada hueso, cada nervio
habían alcanzado el máximo de sus capacidades y solo dormir le devolvería
aquellas energías tan necesarias para que el cuerpo humano funcione bien.
Todos nos hemos sentido cansados, cansados por el trabajo
y muchas veces cansados del trabajo. Todos hemos alcanzado un punto en el que
hemos tenido que parar y descansar, y es en ese momento en el que podemos
relacionarnos con Jesús de una forma muy consciente.
Él y nosotros sabemos lo que significa estar
exhaustos, podemos unir nuestras fatigas con las suyas y ofrecérselas al Padre
como un holocausto de amor y obediencia. Nuestro trabajo, nuestra misión, y
nuestro estado de vida, realizados de acuerdo a Su Voluntad, hacen de nuestro
cansancio cotidiano un canal de gracia y fuerza. Se convierten en algo más que
la consecuencia natural del esfuerzo, se convierte en sacrificio de alabanza,
en acto penitencial, en holocausto personal de amor.
“Pasada como una hora, otro aseguraba: «Cierto que
éste también estaba con él, pues además es galileo». Le dijo Pedro: « ¡Hombre,
no sé de qué hablas!» Y en aquél momento, estando aún hablando cantó un gallo,
y el Señor se volvió y miró a Pedro…” (Lc 22, 59-61) Tenemos la tendencia a
prestarle atención a la negación de Pedro en este pasaje de la Escritura, pero
¿nos hemos puesto a pensar en Jesús? Jesús había escuchado como Pedro llamaba
“amigo” a un perfecto desconocido y luego negaba a aquél que era el único
verdadero amigo que poseía: Jesús.
El Corazón de Jesús estaba indudablemente golpeado.
Aquellos que lo arrestaron lo odiaban y aunque su Corazón debió haber estado
profundamente dolido, imaginen el amargo impacto de dolor que sufrió cuando
escuchaba con sus propios oídos el rechazo de un amigo.
Pedro era el hombre a quien Jesús había amado mucho,
dado mucho y de quien se había valido para llevar su mensaje de amor al mundo.
Y He aquí que lo oye negar a Aquél a quien habría de representar en la tierra.
¿Puede alguno imaginar la profunda decepción y el
hondo dolor que se daba en el alma de Jesús? Quizás podemos, quizás todos los
seres humanos, en alguna o en otra ocasión.
Los padres son heridos por los hijos quienes
insolentemente rechazan su cariño, consejo, amor y protección.
También los hijos, cuyos corazones claman por amor,
ven muchas veces a sus padres ir tras cosas que perecen sin tener un poco de
preocupación por aquellas almas que Dios les ha confiado para que cuiden como
padres. La amistad también puede sufrir un golpe mortal cuando una de las
partes consiente sospechas, desconfianzas, celos o incomprensión. Sí, todos
podemos de alguna forma acercarnos al dolor del Corazón de Jesús mientras
escuchaba a su amigo y compañero negarlo conociéndolo.
Unamos nuestro dolor al suyo y entreguémoslo al Padre
para la salvación de las almas, cuando experimentemos el rechazo de algún ser
amado.
“Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen:
«Demonio tiene». Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «Ahí tienes
un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores.»” (Mt 11, 18-19) No
importa lo que Jesús hiciera. Las autoridades nunca estaban satisfechas.
Envió a su profeta Juan, un hombre de gran austeridad,
frugal, ascético y exigente. Su espíritu penitente azuzó sus conciencias y por
eso lo condenaron. Jesús vino con un espíritu que era bueno, gentil, compasivo
y lo empezaron a etiquetar con nombres de tal modo que apareciera pequeño y sin
importancia.
Juan apeló a las noventa y nueve y las llamó a la
conversión, Jesús fue en busca de la oveja perdida. Ambos, de cualquier modo,
eran inaceptables.
Algunos hombres desean el conocimiento para poder
especular, pero no palabras llenas de espíritu que atraviesen el corazón y lo
impulsen a cambiar.
No importaba lo que hiciera Jesús, alguna falta podía
encontrársele. Cuando su ira se desató con los vendedores en el templo,
cuestionaron su autoridad para resolver tales asuntos con sus propias manos,
cuando su compasión se hizo misericordia con la adultera, cuestionaron su
valentía. De todos modos, él ya le había advertido a sus apóstoles que la
opinión de los hombres no le importaba (Jn 5, 41) Esto vale también para
nosotros porque hay momentos en los que nuestros mejores actos y nuestras
mejores intenciones son puestos en cuestión.
Hay ocasiones en las que nos inclinamos para agradar
pero no obtenemos nada a cambio. Cuando esto sucede debemos mirar a Jesús y
hacer lo que Él hizo:
Él cumplió la voluntad del Padre en cada momento sin
importarle la reacción pública, Él camino su senda en paz. Él había venido a
salvar a los hombres, no a dirigir la opinión pública, para Él era importante
hacer lo que el Padre hizo y decir lo que había escuchado del Padre. Era la
imagen perfecta del Padre y esta imagen le llevó tener a algunos en su contra y
a ganarse otros a su causa.
La elección era suya, su voluntad era libre. Les
ofreció amor porque Él mismo era Amor, pero su paz no dependía de su
aceptación. Su amor era lo suficientemente profundo como para continuar
amándolos y poderoso para permanecer en paz cuando se preferían a sí mismos y
no a Él. Su amor cubría a todos, eran ellos los que se apartaban del radio de
su amor.
Vemos esto en el joven rico. Las Escrituras nos dicen
que éste corrió hacia Jesús y “se arrodillo delante de Él”. Quería heredar la
vida eterna y le preguntó a Jesús como hacerlo. Jesús le respondió que guardara
todos los mandamientos, pero el joven encontró aquello sumamente fácil, ya se
había hecho el hábito de guardar la ley, quería algo más, su alma sabía de
alguna forma que había algo mejor.
Entonces Jesús “fijando en él su mirada, le amó” y el
pasaje continúa pero luego llega la decepción. El gran reto había sido lanzado:
“Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el
cielo, luego ven y sígueme.” (Mc 10, 17-22) Inmediatamente la grandeza del reto
sacudió al joven como un trueno, no esperaba una respuesta así para su
pregunta, no estaba listo para el sacrificio.
Jesús sabía lo que el joven rico debía dejar pero también
conocía la gloria y el premio que perdería por toda la eternidad al dejar pasar
la oportunidad de seguirlo. El joven pensó que tenía mucho que dejar, no pensó
que dejaba más de lo que poseía al no seguir a Jesús.
Sucede lo mismo con nosotros. Sabemos lo que causan
las personas en sus almas inmortales cuando insisten en buscar cosas pasajeras,
cuando las vidas disolutas están a la orden del día, cuando aparentemente no
pueden romper con una vida de pecado. Su excusa es que no pueden vencer sus
debilidades, y así, no entienden realmente lo que están dejando. ¡La paradoja
está en que no pueden dejar la miseria, pero son capaces de renunciar a la
alegría eterna!
Con cuanta certidumbre podemos decir que Él entiende nuestras penas y los
dolores de nuestro corazón. Su dolor fue como el mío, ¡Gracias Jesús por
amarnos tanto!
Por:
Wilson
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