Era un predicador famoso. Lo llamaban de todos los
países para que pronunciara conferencias, que siempre tenían un gran éxito.
Aquel día, durante sus vacaciones, había salido a pasear por la montaña. Hacía
mucho calor. Cuando ya llevaba unas cuantas horas de camino se paró en una
fuente rodeada de árboles y bebió sus aguas refrescantes.
- ¡Qué maravilla esta fuente que ha colmado mi sed! -
exclamó tras haber bebido.
Nunca supo si lo soñó o fue realidad. El caso es que
nunca jamás lo olvidó. Porque en aquel momento la fuente le habló (o creyó que
lo hacía)
- No me des las gracias a mí. No soy yo quien te ha
quitado la sed; ha sido el agua. Lo mismo ocurre contigo. No te vanaglories de
tus conferencias. No eres tú quien convierte, quien ayuda a los demás a ser
mejores. Tú sólo eres la fuente. Lo que realmente convierte, ayuda, salva, es
el agua, es el Dios que transmites y haces descubrir con tus palabras...
Dicen, que
desde ese día, el predicador era una persona más humilde y sencilla y, antes de
predicar, pasaba un buen rato orando, buscando esa agua que debía brotar de
él...
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