Nosotros
oramos pero no podemos forzar la mano de Dios, Él puede tener un plan mucho más
hermoso que el nuestro. (Ef 3, 20)
Él
puede curarnos o concedernos la sanación completa: el encuentro definitivo en
la vida eterna donde no hay lágrimas, luto ni muerte.
Por
tanto es fundamental la actitud de abandono confiado en las manos amorosas del
Padre. Este abandono en sí es ya una gracia inmensa. Quien se abandona a Dios
recobra la paz profunda que el mundo no puede dar.
Recomiendo
mucho la oración del padre Carlos de Foucauld:
“Padre,
me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras, sea lo que sea, te doy
gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se
cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo más, Padre. Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor de que soy capaz, porque te amo y necesito darme a
Ti, ponerme en tus manos, sin limitación, sin medida, con una confianza
infinita, porque Tú eres mi Padre”
Este
abandono, acompañado de la oración de alabanza, alcanza curaciones físicas e
interiores que ni nos imaginamos. La oración que más muestra el abandono y la
fe no es la de petición sino la de alabanza. Alabar al Señor siempre y por
todo. Hay miles de personas que dan testimonio en sus vidas de este poder de la
alabanza. Lo que no se consigue cuando pedimos, siempre se obtiene cuando
alabamos.
Muchas
personas que han pedido, orado y rogado por su sanación la obtienen cuando se
abandonan incondicionalmente en las manos del padre misericordioso.
Pepe
Prado nos cuenta su testimonio:
Tenía
yo unos cuatro años sufriendo de ulcera péptica, pero a fines de junio de 1981
tuve que ir de emergencia al hospital pues tenía una hemorragia severa. Tres
días después salí de allí. El medico gastroenterólogo me dio un tratamiento que
incluía medicinas, una dieta rigurosa y un horario fijo para tomar alimentos.
Tomaba la medicina regularmente, pero como tenía que viajar muy a menudo a
diferentes lugares predicando la Palabra de Dios no pude seguir la dieta. A
causa de este descuido, un año después, se volvió a presentar el mismo
problema. Fui internado y me hicieron una endoscopía el 26 de mayo de 1982. El
resultado fue: cuatro ulceras prepilóricas y una duodenal, gastritis severa,
hernia hiatal y duodenitis.
El
doctor me dijo que necesitaba operación y que apartara una semana para la
intervención quirúrgica ya que prefería hacerlo en calma y no de emergencia. Salí
dado de alta, pero a media noche volvió la hemorragia. Al darme cuenta me sentí
preocupado pensando que debía regresar al hospital y temí que tal vez había
llegado urgente la hora de la operación. Sin embargo, mi problema era más
profundo: de fe. Yo estaba muy triste y hasta un poco decepcionado del Señor.
Confieso
que me sentí un tanto defraudado por Él. Más que orar, comencé a reclamar,
diciéndole:
-Señor,
verdaderamente no te entiendo. Tú sabes que por viajar por diferentes ciudades
y países predicando tu Palabra no pude llevar la dieta adecuada. Tú sabes que
en los retiros y cursos no hay siempre la misma hora para comer, Tú sabes que
no puedo cuidarme como el doctor lo ha indicado; y Tú, que puedes sanarme para
que siga predicando tu Palabra, mira cómo me tienes.
En
ese momento oí claramente la voz del Señor que me dijo:
-¿Por
qué temes a la noche que te lleva al nuevo día?
Esa
palabra fue espíritu y vida para mí. Creí en el Señor y me entregué sin
condiciones a su plan sobre mi vida y hasta sobre mi muerte. Ya ni siquiera me
importaba estar sano, sino que su voluntad se cumpliera en mí. Fuera lo que
fuera yo estaba en sus manos y dependía de Él. Le firmé el cheque en blanco
para que Él hiciera de mí lo que quisiera. Su camino era infinitamente mejor
que el mio. Era de noche, pero sabía, con la certeza de la fe, que me aguardaba
el amanecer que anuncia la nueva creación. Entonces me volví a acostar y dormir
en paz. Yo sabia que en ese momento Dios había hecho algo para mi vida entera.
Pocas semanas después me sentía tan bien que dejé la medicina y no me volví a
preocupar de la dieta. Seis mese mas tarde fui a dar un retiro a Houston.
Recuerdo que en esa ocasión el Señor me pidió el paso en fe de viajar sin un
solo centavo, dependiendo totalmente de Él. Yo me resistía porque quería
aprovechar la ocasión para que me hicieran un reconocimiento profundo de mi
estómago. Sin embargo, el Señor fue más fuerte que yo y me abandoné
confiadamente a sus promesas.
De
la forma más increíble, Él proveyó para todos los gastos de mi estancia y
análisis en el Centro de Gastroenterología. Al final, el médico me dijo lo que
yo ya sabia.
-Usted
no necesita operación. Las ulceras han cicatrizado.
Yo
regresé feliz a México comprobando una vez más que quien se abandona en las
manos del Padre amoroso no le hace falta nada. Hace dos años de todo esto. Me
siento perfectamente.
No
necesito de medicamentos y ningún alimento me hace daño.
P.
Tardif
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