El domingo
después de pentecostés se dedica a la Santísima Trinidad. Es el lugar más
apropiado del año litúrgico para esta celebración. El papa san León, en sus
sermones de pentecostés, gustaba detenerse a considerar la Trinidad. Y es
lógico, puesto que por el Espíritu Santo llegamos a creer y a reconocer la
trinidad de personas en el único Dios. Habiendo celebrado todos los misterios
de Cristo, la Iglesia echa una mirada retrospectiva de agradecimiento a la obra
completa de la redención. Desde la contemplación de las obras maravillosas de
Dios nos volvemos a considerar la vida interna de la Divinidad.
HISTORIA DE LA FIESTA
Comenzó a
celebrarse esta fiesta hacia el año 1000, tal vez un poco antes. Parece ser que
fueron los monjes los que asignaron el domingo después de pentecostés para su
celebración. Anteriormente existía misa votiva y oficio en honor de la
Trinidad, pero no día de su fiesta como tal. Las iglesias diocesanas comenzaron
a seguir el ejemplo de los benedictinos y los cistercienses, y, en los dos
siglos siguientes, la celebración se extendió por toda Europa. Roma, siempre
tan conservadora en cuestión de liturgia, tardó en admitir la nueva fiesta. Por
fin, en 1334, el papa Juan XXII la introdujo como fiesta de la Iglesia
universal.
El domingo
de la Santísima Trinidad es de institución relativamente tardía, pero fue
precedido por siglos de devoción al misterio que celebra. Tal devoción arranca
del mismo Nuevo Testamento; pero lo que le dio especial impulso fue la lucha de
la Iglesia contra las herejías de los siglos IV y V. El arrianismo negaba la
divinidad de Cristo. En 325, el concilio de Nicea afirmó que Cristo es coeterno
y consustancial con el Padre, y así condenó el arrianismo. Esto fue reafirmado
en el concilio de Constantinopla, en 381, que declaró además que el Espíritu
Santo es distinto del Padre y del Hijo, pero consustancial, igual y coeterno
con ellos.
SIGNIFICADO DE LA FIESTA
El objeto de
la fiesta no es una realidad abstracta. Lo que adoramos es el Dios vivo, el
Dios en que vivimos, nos movemos y existimos. Las personas divinas de la
Trinidad no son extrañas. Por el bautismo participamos en la vida de Dios;
entramos en relación personal con el Dios uno y trino. La gracia bautismal nos
incorpora a Cristo, nos llena con su Espíritu, nos hace hijos de Dios. En una
meditación sobre la Trinidad, santo Tomás de Aquino afirma que por la gracia no
sólo el Hijo, sino también el Padre y el Espíritu Santo vienen a morar en la
mente y el corazón. El Padre viene fortaleciéndonos con su poder; el Hijo,
iluminándonos con su sabiduría; el Espíritu Santo, con su bondad llena de amor
nuestros corazones.
La Santísima
Trinidad es ciertamente un misterio, pero un misterio en el cual nosotros
estamos inmersos. Es un océano que no podemos esperar abarcar en esta vida.
Incluso la eternidad entera será insuficiente para agotar sus riquezas. A la
luz de la gloria veremos a Dios cara a cara; pero no será una visión estática,
sino una exploración sin fin.
¿De qué
manera hemos de aproximarnos a este misterio? ¿Comenzaremos por la unidad de
naturaleza o por la trinidad de personas? Probablemente nos inclinaremos a
comenzar por lo primero. Durante siglos la enseñanza de la Iglesia ha acentuado
la unidad del ser. Así se hacía también en la catequesis popular. Una oración popular
irlandesa, traducida por Tomás Kinsella, ilustra esta idea:
Tres
pliegues en una sola tela, pero no hay más que una tela. Tres falanges en un
dedo, pero no hay más que un dedo. Tres hojas en un trébol, pero no hay más que
un trébol. Escarcha, nieve, hielo…, los tres son agua. Tres personas en Dios son
asimismo un solo Dios.
En contraste
con esta idea podemos considerar el famoso icono ruso de la Trinidad pintado
por Rublev. Representa la escena descrita en Gén 18,1-18 en la que Yavé se
aparece a Abrahán bajo la forma de tres ángeles. Es éste un hermoso retrato
místico de la Trinidad, en el que la distinción de las personas y sus
relaciones mutuas se transmiten utilizando gran delicadeza de colores y formas.
El padre
Cipriano Vagaggini, en su gran obra Las dimensiones teológicas de la
liturgia, sostiene esta última aproximación, que, según él, es más
escriturística y tradicional. Se comienza, dice, por la trinidad de personas.
Así se encuentra básicamente en la liturgia, como se desprende de la Escritura
y de los más antiguos padres de la Iglesia. Las polémicas antiarrianas de lo s
siglos IV y V cambiaron este punto de vista, ya que se juzgó sumamente
necesario acentuar más y más la unidad de naturaleza de la Divinidad. Esto tuvo
como resultado que la distinción de personas retrocediera, en cierta medida, a
un segundo término de la consciencia cristiana. En su nueva forma, la fiesta de
la Santísima Trinidad tiende, en cierto modo, a restablecer un equilibrio.
Según el
punto de vista escriturístico y litúrgico, el centro del interés no es tanto la
Santísima Trinidad en sí misma cuanto en sus relaciones con el mundo y la
historia sagrada. Se intenta determinar cuál es el papel específico de cada una
de las personas divinas en la historia de la salvación. Esa historia abraza la
vida de cada uno de nosotros. El padre Vagaggini ha pergeñado una fórmula para
expresar la forma en que el Dios uno y trino actúa fuera de sí mismo:
Todo bien nos viene del Padre, por
mediación de su Hijo encarnado, Jesucristo, por medio de la presencia del
Espíritu Santo en nosotros; y del mismo modo, por la presencia en nosotros del
Espíritu Santo, a través de la mediación del Hijo de Dios encarnado,
Jesucristo, todo retorna al Padre.
Este modo de
considerar la Trinidad puede decirse más dinámico, comparado con el otro, que
era más estático. Es como un proceso de vida y movimiento. La Trinidad no es
una realidad remota y abstracta, algo que está "ahí fuera". Está
mucho más aquí, abrazando y penetrando mi vida. Para san Pablo y los
otros escritores del Nuevo Testamento, la vida cristiana y moral es
profundamente trinitaria hasta la médula. Todo cuanto tenemos lo recibimos del
Padre, que es la fuente de nuestro ser; pero lo recibimos por Jesucristo,
nuestro mediador. El Espíritu Santo es quien nos une a Cristo, y sin él no
podemos acercarnos al Padre ni volver a él como a nuestro fin último.
LA LITURGIA
Consideremos
ante todo la Liturgia de las horas. El texto escriturístico del oficio de
lecturas es de la primera carta de san Pablo a los Corintios (2,1-16). Bien
elegido para introducirnos en el meollo de esta celebración, san Pablo habla de
"una sabiduría divina, misteriosa, escondida", que se le ha
encomendado impartir. Nos insinúa cosas que Dios nos ha revelado a través del
Espíritu, "pues el Espíritu lo escudriña todo, aun las profundidades
divinas".
Podemos
recordar aquí nuestra analogía del océano. La naturaleza divina es como un mar
profundo, insondable para la mente humana. Pero el Espíritu Santo, que está en
nosotros, es como un buceador que penetra las profundidades y nos revela sus
misterios. Por la luz del Espíritu Santo y por la revelación de Jesús se nos da
un indicio del misterio, porque, como dice el Apóstol concluyendo este pasaje,
"nosotros tenemos la mente de Cristo".
La lectura
patrística es de san Atanasio. Este padre de la Iglesia es un testigo auténtico
de la fe católica. Defendió la ortodoxia católica contra el arrianismo y otros
errores, y jugó un papel preponderante en los concilios que definieron las
doctrinas verdaderas de la encarnación y la trinidad. Sufrió persecución y
exilio por su fe. En esta lectura, el santo describe la luz, esplendor y gracia
en la Trinidad y desde la Trinidad. Por eso nos dice: "Como la gracia se
nos da por el Padre, a través del Hijo, así también no podemos recibir ningún
don si no es en el Espíritu Santo, ya que, hechos partícipes del mismo,
poseemos el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del Espíritu
Santo". En términos similares exclama una de las antífonas: "El Padre
es amor, el Hijo es gracia, el Espíritu Santo es comunión, oh santa
Trinidad". El responsorio de la primera lectura contiene la oración de san
Pablo del capítulo primero a los Efesios: "El Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de la gloria, nos dé espíritu de sabiduría y revelación
para conocerlo". Nada hay tan misterioso como la Trinidad; y, sin embargo,
no estamos completamente a oscuras. Tenemos la revelación de Jesús, la luz del
Espíritu Santo y el magisterio de la Iglesia. Con fe y humildad podemos también
investigar este misterio.
Los textos
de la misa declaran no lo que Dios ha ocultado al hombre, sino lo que le ha
revelado. A través de las Escrituras aprendemos quién es Dios. Es un Dios de
amor. En la lectura del Antiguo Testamento para el ciclo A tenemos la
maravillosa revelación a Moisés en el monte Sinaí: "Señor, Señor, Dios
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad".
En el evangelio de san Juan para el mismo ciclo, Jesús dice a Nicodemo:
"Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca
ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna".
La vida de
la comunidad cristiana debería ser un reflejo de la comunidad de vida de la
Santísima Trinidad. En la segunda lectura del ciclo A, san Pablo exhorta a los
corintios: "Tened un mismo sentir y vivid en paz, y el Dios del amor y de
la paz estará con vosotros". Se da testimonio de Dios y se lo reconoce en
las comunidades donde hay unidad de mente y corazón y se practica la tolerancia.
San Pablo cierra su exhortación con una bendición hermosa: "La gracia de
nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté
siempre con todos vosotros".
También se
encuentra en la misa el tema de la revelación. La oración colecta nos indica
que por Jesucristo y por su Espíritu se nos da la capacidad de conocer los
misterios de la vida de Dios. El prefacio, que es la fórmula más antigua de
esta misa (del siglo V o del VI), declara: "Lo que creemos de tu gloria,
porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo y también del Espíritu
Santo".
Creemos en
un Dios, pero nuestro Dios no es solitario ni aislado. Es un Dios que desea
compartir su vida; es pura bondad, y la propiedad de la bondad es comunicarse.
El creó el universo e hizo al hombre a su imagen y semejanza. Entró en diálogo
con sus criaturas, eligió a Israel y estableció con él una alianza. Por eso
Moisés pregunta en la lectura del Deuteronomio (ciclo B): "¿Hay algún
pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo…? ¿Algún dios
intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras?"
No, no es un
Dios remoto. En la lectura del libro de los Proverbios (ciclo C), la sabiduría
personificada grita: "Yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su
encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en \\’su presencia: jugaba con la bola
de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres". Dios está tan cerca de
nosotros, por su Espíritu, que bien podemos gritar: "Abba,
Padre" (lectura segunda, ciclo B); su amor ha sido derramado en nuestros
corazones por ese mismo Espíritu (lectura de la carta a los Romanos, ciclo C).
Vincent Ryan
Pascua,
Fiestas del Señor
Paulinas,
Madrid-1987, págs. 98-105
www.mercaba.org
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