Este viernes la Iglesia
celebra la fiesta de San Pío de Pietrelcina, el santo de los estigmas que
falleció el 23 de septiembre de 1968 en su celda del convento de los Frailes
Menores Capuchinos de San Giovanni Rotondo (Italia).
¿Cómo fueron aquellas últimas horas del Padre Pío? El fraile Pellegrino Funicelli, quien asistió al santo, lo dejó por
escrito el 29 de septiembre de 1968:
“Después de las 21:00 de la noche del 22 de
septiembre de 1968”, comienza su narración el P.
Funicelli, “cuando el Padre Mariano se había
alejado de la celda número 4 y había entrado yo, me llamó el Padre Pío por
medio del telefonillo y me pidió que fuera a su habitación”.
El Padre Pío “estaba en la cama, postrado
sobre el lado derecho, solamente me pidió que le dijera la hora que marcaba el
despertador colocado sobre su mesa. De sus ojos enrojecidos surgió alguna
pequeña lágrima. Yo regresé a la estancia número 4, pendiente del telefonillo
siempre encendido”.
A lo largo de la noche “el Padre me llamó
otras cinco o seis veces, hasta medianoche, y tenía siempre los ojos
enrojecidos por el llanto, pero de un llanto dulce, sereno”.
A medianoche, “como un niño asustado, me
suplicó: ‘Quédate conmigo, hijo mío’, y comenzó a preguntarme con mucha frecuencia
la hora. Me miraba con ojos llenos de imploración, apretándome fuerte las
manos”.
“Luego, como si se hubiese olvidado de la hora que
me preguntaba continuamente, me pidió: ‘Muchacho, ¿has dicho la Misa?’. Respondí sonriendo: ‘Padre Espiritual, es demasiado pronto para la
Misa’. Y él replicó: ‘Bueno, esta mañana la dirás por
mí’. Y yo: ‘Pero cada mañana la digo según
sus intenciones’”.
Tras aquella conversación, el Padre Pío “quiso
confesarse y, terminada su confesión sacramental, dijo: ‘Hijo mío, si el Señor
me llama hoy, pide perdón en mi nombre a los hermanos por todas las molestias
que les he dado, y pide a los hermanos y a mis hijos espirituales una oración
por mi alma’”.
El P. Funicelli le respondió: “‘Padre
Espiritual, estoy seguro de que el Señor le hará vivir todavía mucho tiempo,
pero si tuviese razón, ¿le puedo pedir una última bendición para los hermanos,
para todos sus hijos espirituales y para sus enfermos?’”.
El Padre Pío contestó: “‘Sí, os bendigo a todos;
pide también al Superior que imparta por mí esta última bendición’”.
“Y a Pía, Ettoruccio y familia y a Sor Pía, ¿qué
les digo?”, preguntó el P. Funicelli en
referencia a los familiares del Padre Pío. “‘Ellos
saben cuánto los he amado’, me respondió lleno de lágrimas, ‘los bendigo a todos, los bendigo a todos’. Por último, me pidió renovar el acto de profesión
religiosa”.
Después de esas palabras, “era la una cuando
me pidió: ‘Escucha, hijo mío, yo aquí en la cama
no respiro bien. Deja que me levante. En la silla respiraré mejor’”.
“A la una, a las dos, a las tres eran normalmente
las horas en que solía levantarse para prepararse para la Santa Misa, y antes
de sentarse en el sillón solía dar cuatro pasos por el pasillo. Aquella noche
noté, maravillado, que caminaba derecho y rápido, como un joven, tanto que no
era necesario sostenerlo”. Cuando llegó a la puerta de su
celda “dijo: ‘Vamos un poco a la terraza’”.
Entonces, el P. Funicelli acompañó al Padre Pío a la terraza, “sujetándolo con la mano bajo el brazo”. Cuando
llegaron, “él mismo encendió la luz y, al llegar
junto al sillón, se sentó y miró a la terraza, con curiosidad, como si buscara
algo con los ojos”.
“Después de cinco minutos quiso volver a la celda.
Traté de levantarlo, pero me dijo: ‘No puedo’. En
efecto, pesaba más: ‘Padre Espiritual, no se
preocupe’, le dije animándolo y tomando rápidamente una silla de ruedas
que estaba a dos pasos. Lo levanté del sillón por las axilas y lo senté en la
silla. Él mismo levantó los pies del suelo y los
puso en el apoyo”.
Ya de regreso en la celda, “cuando lo
acomodé en el sillón, indicándome con la mano izquierda y con la mirada a la
silla de ruedas, me dijo: ‘Sácala fuera’”.
EL P. Funicelli sacó la silla de ruedas de la estancia. “De regreso en la celda noté que el Padre comenzaba a
ponerse pálido. Sobre la frente tenía un sudor frío. Me asusté cuando vi que
sus labios comenzaban a ponerse lívidos. Repetía continuamente: ‘¡Jesús,
María!’, con voz cada vez más débil”, relató.
“Me movió para ir a llamar a un hermano, pero me
detuvo diciéndome: ‘No despiertes a nadie’. Yo salí igualmente y, corriendo, me alejé pocos pasos de su celda,
cuando me volvió a llamar. Y yo, pensando que me llamaba para decirme lo mismo,
regresé. Pero cuando le escuché repetir, ‘no llames a
nadie’, le dije con acto de imploración: ‘Padre
Espiritual, ahora déjeme hacer’”.
“Y corriendo me dirigí a la celda del Padre
Mariano, pero viendo abierta la puerta de Fray Guglielmo, entré, encendí la luz
y lo sacudí: ‘¡Padre Pío está mal!’. En un
momento Fray Guglielmo llegó a la celda del Padre y yo corrí a telefonear al
doctor Sala. Éste llegó alrededor de diez minutos después y, apenas vio al
Padre, preparó lo necesario para administrarle una inyección”.
Cuando el médico estaba preparado, “Fray
Guglielmo y yo intentamos levantarlo, pero al no conseguirlo lo tuvimos que
dejar en la cama. El doctor le puso la inyección y luego nos ayudó a ponerlo en
el sillón mientras el Padre repetía siempre con voz cada vez más débil y con
movimiento de labios cada vez más imperceptible: ‘¡Jesús, María!’”.
El P. Funicelli salió para llamar a los padres Guardiano, Mariano y a
otros hermanos. Llamó también al doctor Sala y luego al sobrino del Padre Pío,
Mario Pennelli, al director sanitario de la Casa de Alivio, el doctor Gusso, y
al doctor Giovanni Scarale.
“Mientras los médicos suministraban oxígeno,
primero con la cánula y luego con la máscara, el Padre Paolo de San Giovanni
Rotondo administró al Padre Espiritual el sacramento de los enfermos y los
demás hermanos, arrodillados a su alrededor, rezaban”.
“A las 2:30 de la mañana, aproximadamente, con
suavidad inclinó la cabeza sobre el pecho. Había expirado”, finaliza su narración el P. Pellegrino Funicelli.
POR MIGUEL PÉREZ
PICHEL | ACI Prensa
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