-PARTE I- de Manuel G. Carmona Bazalar (en: Estampas de don Dionisio, 2012).
Al mulato Facundo Las Nieves, más conocido por Facuto, le castañeteaban los dientes cuando bajó de la jaca overa para pedir auxilio a las autoridades de Pativilca. La agitación que traía de su apresurado y asustadizo viaje no fue óbice para amenguar el pánico que le invadía. El penco estallaba en sudores y relampagueante echaba espumajos blancos por la boca. En forma desesperada e inconexa el mulato contaba a las autoridades los sucesos de Upaca y pedía en tono atragantado para que suban al campanario del templo de san Jerónimo y echen a vuelo las campanas, por lo que estaba pasando en la citada hacienda de ese apacible medio día de un domingo adormilado y cruzado por un quemante sol.
-“Señole… lo chino sian amotinau. Van a matá a los patlone. Señole… que vaiga tlopa orita que a los chinos está matando.”
Facuto calculó bien su participación al dar aviso a las autoridades acerca de la rebelión de los esclavos coolíes escapándose de ser apresado gracias a su felina agilidad que de un salto desigual monto la jaca, por cierto muy hermosa que ostentaba alisadas crines escarmenadas por desdentados peines, pellón y apero sampedrano que estaba lista para que el patrón, don Félix Ríos, observara el estado de los cultivos aquel domingo por la tarde.
Pero Facuto no pensó que a su regreso los chinos lo esperarían ocultos en algún lugar la única entrada de la hacienda, que era una callejonada de trescientos metros más o menos y que a los costados se observaban paredones de dos galeras protegidas por sauces vetustos que daban la impresión de una alameda. Hacia el lado izquierdo, cerca de una barraca estaba el -lazareto- que servía para los que agonizaban de viruela, tisis o peste bubónica.
El mulato tomó esta entrada aparentemente apacible. La observó y siguió por su senda sin corazonada de peligro. La volvió a observar y todo el ambiente era como un remanso de agua clara. La jaca iba a paso natural hasta que llegó a las afueras de la casa-hacienda. Puso pie en tierra y cuando aseguraba las riendas de la jaca en el tronco del árbol seco, los esclavos chinos, machete en mano, lo rodearon. De inmediato el miedo lo hizo sonreír y se le veía que su verde dentadura estaba impregnada el jugo de la coca. Su faz era una herradura tosca que se le adelgazaba ante la idea de una futura muerte. Una acción paralizante se notaba en sus labios pegoteados.
Las piernas no resistían su peso de hombre fuerte y duro. Su mirada intuía la del vencido y que repasaba aquellos recuerdos de sus viejas altiveces y sus rollizas costumbres de hombre forrado de ignominia, perverso y masacrador. Su suerte desmadejada y sin brillo estaba echada.
El mulato Facundo no pidió salvación. En esto guardaba un empinado orgullo y seguramente multiplicaba las imágenes cuando, ronzal en mano castigaba a los desvalidos esclavos coolíes que algunas veces por la rudeza del trabajo, por la escasa alimentación, por el intransigente y lapidario horario de las labores, por la falta de aclimatación, por sus disminuidas condiciones físicas, así como por las enfermedades, al notarse que en el campo los chinos rendían lo que de ellos se esperaba. Facuto fue un servil adulador e inclemente flagelador, era quien a nombre del patrón zurraba en forma implacable a los indefensos chinos coolíes.
Ávidos de venganza estos asiáticos, sin discusión alguna, le seccionaron a machetazos por doquier y rápidamente acabaron con él. Las gentes nativas lo encontraron a la altura del patio del albergue principal en un charco negruzco de tripa y coágulos. En una de las mitades de la cara, en un muñón que le servía de barba se veían sesos repartidos en medio de sangre rebatida. La muerte de Facuto fue horrorosamente cruel, ¡tampoco merecía otra suerte!
Los amotinados al ingresar a la casa-hacienda lo tomaron de sorpresa y en un santiamén la turba rodeó al patrón para que no escapara; pero don Félix Ríos se resistió a entregarse haciendo fintas por los alrededores de un mesón redondo del comedor para no ser cogido, hasta que Loo Su, jefe de los rebeldes despectivamente habló: -“Patilón… tú aola pagau. Tú son malo. Tú no silve patilón. Nosotlo chino colazón glande. Tuú muele aola patilón.”
Ese domingo, desde muy temprano, doña Laura Laos, esposa del patrón, mujer muy hermosa y humana, quizá le hubiera salvado la vida dada la referencia especial que gozaba entre la peonada. Ella siempre influía para indultar muchos castigos y faltas intolerables a favor de los trabajadores. Siempre pedía a su esposo intersecciones y nuevas oportunidades que le valían ante los esclavos incondicional aprecio, mala suerte, ese domingo doña Laura se encontraba de viaje. Decían las malas lenguas que la matrona siempre aconsejaba a don Félix que evite crueles tratos para no incubar problemas desfavorables.
Hua Chonf Fu, segundo jefe de los coolíes esclavos, encontró en una repartición de la casa hacienda un fusil sin balas que se le puso a manera de banderola. Loo Su ordenó que, a machete limpio, charquearan a don Félix pero en forma lenta dando a entender que quería verlo agonizar a intervalos.
De un machetazo le volaron uno de los brazos quedando colgado de la piel y manando mucha sangre. Luego con un cuchillo grande de cocina le propinaron un corte que tenía nacimiento en la cara y terminaba a la altura del estómago. Un esclavo iracundo le alcanzó un mazazo en la cabeza que lo desplomó sin conocimiento. Después de una hora en este deplorable estado, el patrón exhaló su último suspiro quedando alrededor de una sanguaza oscura y fétida.
A las cinco de la tarde, más o menos, los chinos abandonaron el fundo y se repartieron para esconderse en las chacras de las haciendas vecinas o en los poblados aledaños. Dicen que los que fueron descubiertos, las autoridades los mataban ocultamente. Se sabe que, en represalia, los chinos por estas muertes cometieron excesos en la población civil.
Es imposible
que no haya historia para gente sin historia. Las formas de rechazar y pelear
contra los prejuicios de la explotación son necesarias en todos los estados
donde esto brotara, pero entonces, ¿fue necesario
comprar migrantes asiáticos para que trabajen las haciendas cañeras de nuestra
costa como esclavos? -Lo cierto es que a escasos años de diferencia en
el Perú se operaron dos esclavitudes: primero la de los negros y segundo la de
los chinos. Ambas tienen algunos ingredientes parecidos, pero lo cierto es que
no se supe administrador con los coolíes la experiencia de la esclavitud de los
negros y encontrar la forma de desenterrar los excesos de la explotación. Claro
que no está demás admitir intranquilidades que alteraron el miedo de los
hacendados: unos con sentido de consejo y paternidad; otros por las sanciones
que degeneraron en odios y venganzas, como las ocurridas en Araya Chica y Upaca en el valle de Pativilca, Paramonga y Fortaleza. Propagándose
luego a otras.
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