En su homilía pronunciada ante diferentes representantes de confesiones cristianas, entre ellos, el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I; el Santo Padre rezó “la gracia de estar más unidos, de ser más fraternos”, y advirtió el peligro de la crítica y de la falta de amor, “causa profunda de nuestros males personales, sociales, internacionales, ambientales”.
“¡Qué fácil es criticar, hablar en contra, ver el
mal en los demás y no en uno mismo, hasta llegar a descargar las culpas sobre
los más débiles y marginados! (...) Pero Dios no viene tanto a liberarnos de
los problemas, que siempre vuelven a presentarse, sino para salvarnos del
verdadero problema, que es la falta de amor. Esta es la causa profunda de nuestros
males personales, sociales, internacionales, ambientales. Pensar sólo en sí
mismo es el padre de todos los males”.
A continuación, el texto de la homilía completa del
Papa Francisco:
Es un don rezar juntos. Agradezco y saludo con afecto a todos vosotros,
en particular a Su Santidad el Patriarca Ecuménico, mi hermano Bartolomé el
querido Obispo Heinrich, presidente del Consejo de la Iglesia Evangélica en
Alemania.
El pasaje de la Pasión del Señor que hemos escuchado se sitúa poco antes
de la muerte de Jesús y habla de la tentación que se cierne sobre Él, exhausto
en la cruz. Mientras vive el momento del dolor y del amor más extremo, muchos,
sin piedad, lanzan unas palabras contra Él: «Sálvate
a ti mismo» (Mc 15,30). Es una tentación crucial, que nos amenaza a
todos, también a nosotros, cristianos. Es la tentación de pensar sólo en
protegerse a sí mismo o al propio grupo, de tener en mente solamente los
propios problemas e intereses, mientras todo lo demás no importa. Es un
instinto muy humano, pero malo, y es la última provocación al Dios crucificado.
Sálvate a ti mismo. Lo dicen primero «los
que pasaban» (v. 29). Era gente común, que había escuchado hablar a
Jesús y lo habían visto hacer prodigios. Ahora le dicen: «Sálvate a ti mismo bajando de la cruz». No tenían
compasión, sino ganas de milagros, de verlo bajar de la cruz. Quizás también
nosotros preferiríamos a veces un dios espectacular más que compasivo, un dios
potente a los ojos del mundo, que se impone con la fuerza y desbarata a quien
nos odia. Pero esto no es de Dios, es nuestro yo.
Cuántas veces queremos un dios a nuestra medida, más que llegar nosotros
a la medida de Dios; un dios como nosotros, más que llegar a ser nosotros como
Él. Pero así, en vez de la adoración a Dios preferimos el culto al yo. Es un
culto que crece y se alimenta con la indiferencia hacia el otro. A los que
pasaban, de hecho, Jesús les interesaba sólo para satisfacer sus antojos. Pero,
reducido a un despojo en la cruz, ya no les interesaba más. Estaba delante de
sus ojos, pero lejos de su corazón. La indiferencia los mantenía distantes del
verdadero rostro de Dios.
Sálvate a ti mismo. En un segundo momento, dan un paso al frente los
jefes de los sacerdotes y los escribas. Eran los que habían condenado a Jesús
porque representaba un peligro. Pero todos somos especialistas en colgar en la
cruz a los demás con tal de salvarnos a nosotros mismos. Jesús, en cambio, se
deja clavar para enseñarnos a no descargar el mal sobre los demás: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar»
(v. 31). Conocían a Jesús, recordaban sus curaciones y las liberaciones que
había realizado, y relacionan todo esto con malicia: insinúan
que salvar, socorrer a los demás no conduce a ningún bien; Él, que se había
entregado tanto por los demás, se está perdiendo a sí mismo. La
acusación es sarcástica y se reviste de términos religiosos, usando dos veces
el verbo salvar. Pero el “evangelio” del
sálvate a ti mismo no es el Evangelio de la salvación. Es el evangelio apócrifo
más falso, que carga las cruces sobre los demás. El Evangelio verdadero, en
cambio, carga con las cruces de los otros.
Sálvate a ti mismo. Al final, incluso los crucificados que estaban junto
a Jesús se unen al clima de hostilidad contra Él. ¡Qué
fácil es criticar, hablar en contra, ver el mal en los demás y no en uno mismo,
hasta llegar a descargar las culpas sobre los más débiles y marginados! Pero,
¿por qué los crucificados se ensañan con Jesús? Porque no los quita de la cruz.
Le dicen: «Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lc
23,39). Sólo buscan a Jesús para resolver sus problemas. Pero Dios no viene
tanto a liberarnos de los problemas, que siempre vuelven a presentarse, sino
para salvarnos del verdadero problema, que es la falta de amor. Esta es la
causa profunda de nuestros males personales, sociales, internacionales,
ambientales. Pensar sólo en sí mismo es el padre de todos los males. Pero uno
de los ladrones observa a Jesús y ve en Él el amor humilde. Y obtiene el cielo
haciendo una sola cosa: cambiando la atención de sí mismo a Jesús, de sí mismo
a quien estaba a su lado (cf. v. 42).
Queridos hermanos y hermanas: En el Calvario tuvo lugar el gran duelo entre Dios que vino a salvarnos
y el hombre que quiere salvarse a sí mismo; entre la fe en Dios y el culto al
yo; entre el hombre que culpa y Dios que perdona. Y llegó la victoria de Dios,
su misericordia descendió en el mundo. De la cruz brota el perdón, renace la
fraternidad: «La cruz nos hace hermanos» (BENEDICTO
XVI, Palabras al final del Vía Crucis, 21 marzo 2008). Los brazos de Jesús,
abiertos en la cruz, marcan un punto de inflexión, porque Dios no señala con el
dedo a nadie, sino que abraza a todos. Porque sólo el amor apaga el odio, sólo
el amor vence a la injusticia. Sólo el amor deja lugar al otro. Sólo el amor es
el camino para la plena comunión entre nosotros.
Pidamos a Dios crucificado la gracia de estar más unidos, de ser más
fraternos. Y cuando estemos tentados de seguir la lógica del mundo, recordemos
las palabras de Jesús: «Quien quiera salvar su
vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la
salvará» (Mc 8,35). Lo que a los ojos de los hombres es una pérdida,
para nosotros es salvación. Aprendamos del Señor, que nos ha salvado
despojándose de sí mismo (cf. Flp 2,7), haciéndose otro: de Dios hombre, de espíritu carne, de rey siervo.
También a nosotros nos invita a “hacernos otros”, a
ir al encuentro de los demás. Cuanto más unidos estemos al Señor Jesús, seremos
más abiertos y “universales”, porque nos
sentiremos responsables de los demás. Y el otro será el camino para salvarse a
sí mismo: cada semejante, cada ser humano,
cualquiera sea su historia o su religión. Comenzando por los pobres, los
más parecidos a Jesús. El gran arzobispo de Constantinopla, san Juan Crisóstomo
escribió que «si no hubiera pobres, en gran parte
sería destruida nuestra salvación» (Sobre la 2.a Carta a los
Corintios, 17,2). Que el Señor nos ayude a transitar juntos el camino de la
fraternidad, para ser testimonios creíbles del Dios verdadero.
Redacción ACI Prensa
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