Éramos los más grandes “gorreadores de carros” del barrio huachano que limitaba con Hualmay, hoy Prolongación La Palma. Cada uno de nosotros se jactaba de haber gorreado tal o cual carro conocido de la zona. El ser “gorreador” demandaba mucha pericia y audacia para poder saltar del vehículo apenas éste bajaba la velocidad. Todos nos creíamos los mejores y no había vehículo imposible de abordar.
Como gran gorrero, no podía chuparme ante este gran desafío. Pensé que al llegar al óvalo, que por aquel tiempo era una zona llena de chacras y contaba con un solo grifo, se detendría a echar combustible o haría una pausa para entrar a la Panamericana. Pero el gringo aceleró tan rápidamente que, en unos instantes ya podía ver las lucecitas del prostíbulo de la época. Sentí que me cagaba los calzoncillos de miedo y frío. Fue entonces que el valiente vaquero gorreador lloró llamando a su mamá y añorando la merienda de la tarde que, de seguro, ya se estaba sirviendo en casa.
Mi nerviosismo era tal, que no atiné a gritar y solamente me acomodé en el cajón de la veloz camioneta de ocho cilindros, que devoraba kilómetros con su poderoso motor 352 en V, tanto así que, al cabo de una hora, divisé las luces de la recién inaugurada estación Naval de Ancón, en donde aún no había control. Comencé a serenarme, pero no me atrevía a avisarle al gringo lo ocurrido.
Llegamos a Sol de Oro que, por aquel entonces, era una gran extensión de terreno de cultivo. A un lado de la carretera había un patrullero, el cual procedió a detener al gringo. Yo me agazapé entre las cajas de mercadería, pero, como el avestruz sólo oculté la cabeza. Fue cuando sentí que era levantado del fundillo del pantalón por un efectivo policial, mientras recriminaba al gringo, quien me granputeó hasta el cansancio, siendo apaciguado por el policía.
Fuimos a parar al control de Zarumilla, que en esa época se encontraba donde hoy es la municipalidad de San Martín de Porres. Allí quedé con todos mis huesos luego de que el gringo se retirara, no sin antes firmar el libro de ocurrencias y dejarme un billete de cinco soles para mi comida.
Luego de
llamar a la comisaría de Huacho por los inmensos teléfonos de manizuela, se
acordó que me mandarían por “vía cadena”, es decir, un día en Ancón, otro día
en Chancay, otro en Huaral y así hasta llegar a Huacho. Esto me parecía
divertido, pero en cada comisaría me caía una monumental puteada del comisario.
Así, llegué a los doce días a Huacho, en cuya comisaría me esperaba mi abuelo, quien me miró cachaciento, moviendo la cabeza. Luego de firmar algunos papeles nos retiramos hacia el barrio, adonde llegué haciendo mi ingreso triunfal, pues había sobrepasado y superado a cualquier gorreador de carros. Había gorreado un carro desde Huacho hasta Lima. Era todo un héroe y este galardón no lo compartiría con nadie, ni siquiera con Luis, quien ya se sentía parte de la aventura por faltarle cuatro dientes.
En toda la epopeya no sentí tanto miedo como cuando, rodeado de mis amigos, vi a mi madre venir con el cordón de la plancha en la mano. Corrí y grité como un chivato al sentir el primer fuetazo, pero ese roche... es otra historia.
De Darío Pimentel (2014).
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