lunes, 14 de septiembre de 2020

¿POR QUÉ CRISTO NO PODÍA PERDONAR NUESTROS PECADOS CON UNA SONRISA?

Empiezo diciendo que no estamos delante de una pregunta fácil. Se ha escrito mucho sobre este tema y con este artículo no pretendo agotar la riqueza y la complejidad de un problema teológico que ha fascinado —no sin alguno que otro dolor de cabeza— a gran parte de los teólogos cristianos desde el inicio del cristianismo.

Sin embargo, este problema no es patrimonio exclusivo de la alta teología, es una pregunta que también podría hacer un niño: «Papá, ¿por qué Jesús murió en la cruz, acaso no era Dios?». ¿Qué responderías si tu hijo te hace esta pregunta, lo has pensado?

EL MISTERIO Y LA GRACIA

He leído muchos libros que enfrentan este problema pero no quisiera hacer un recorrido histórico-teológico para tratar de dar una respuesta.

Es importante conocer los argumentos y las razones que nos ofrece la teología para iluminar nuestra razón. Pero debemos tener muy claro desde el inicio que nos encontramos delante de un misterio que probablemente nunca lleguemos a entender completamente.

Atención, por «misterio» no me refiero a una realidad incomprensible y cerrada en sí misma. En términos cristianos el misterio es una realidad que sobrepasa la capacidad intelectual humana pero que, gracias a la revelación, ha quedado a medio abrir, revelando lo suficiente para hacernos saber que lo que se esconde es mayor de lo que se muestra.

Y que si bien podemos adentrarnos e incluso llegar a conocer algunos de sus pliegues, todo conocimiento que se acerque a la verdad será siempre una gracia y jamás una conquista personal.

UNA EXPERIENCIA QUE ME MARCÓ PARA SIEMPRE

Dicho esto —que era muy importante— quiero contarles una experiencia personal que me conmovió profundamente y me ayudó a hacerme una idea más clara del sentido de la cruz de Cristo.

Sucedió hace algunos meses cuando tuve la oportunidad de visitar Auschwitz, uno de los campos de concentración nazi más conocidos de la Segunda Guerra Mundial.

En ese lugar murieron miles de personas, en su mayoría judíos pero también hubo cristianos y personas de otras religiones. Para quienes no lo sepan —solo lo menciono —, ahí murió en modo heroico san Maximiliano Kolbe.

UN RECORRIDO QUE ME CAMBIARÍA LA VIDA

Auschwitz está conformado por un conjunto de pabellones donde vivían y trabajaban sus prisioneros. Actualmente cada uno de esos pabellones es un pequeño museo que recuerda alguno de los aspectos de la vida de estos hombres.

Menciono solo a los hombres porque si bien a Auschwitz enviaron también mujeres y niños, estos, apenas bajaban de los trenes, eran conducidos a las cámaras de gas por no ser considerados aptos para el trabajo forzado al que eran sometidos los hombres adultos.

OBJETOS Y LUGARES CON UNA HISTORIA QUE PARECE IMPERDONABLE

En cada uno de los pabellones se pueden ver muchos objetos de los cuales eran despojadas las personas que llegaban al campo de concentración.

Así como también los baños y cuartos comunitarios donde convivían todos en condiciones inhumanas.

PASÉ DE SER UN SIMPLE TURISTA A SER UN HOMBRE QUE CUESTIONABA A DIOS

Debo admitir que mi actitud durante buena parte del recorrido, mientras caminaba por aquellos pabellones, fue la de un turista curioso por conocer un poco más de un evento que había marcado la historia del siglo XX.

Lo que repentinamente transformó esta actitud fue el inesperado llanto de una mujer cuando entramos en un cuarto muy amplio donde se exhibía una cantidad impresionante de cabellos que los nazis cortaban a sus víctimas para después usarlos (quién sabe cómo), en la industria textil alemana.

Me avergüenza un poco decirlo pero fue el llanto de aquella mujer lo que me hizo comprender qué era lo que estaba viendo.

Tal vez nunca como en ese momento mi corazón contempló por algunos segundos un abismo de odio e indiferencia tan grande y hueco.

Por un breve instante experimenté un rechazo enorme de todo lo que Dios y su amor significaban para mí. Algo así como si Dios hubiese sido realmente sepultado en esos pabellones y nada ni nadie pudiese colmar el abismo de separación entre Él y nosotros.

LA LIBERTAD COMO DON

Salí del cuarto de los cabellos asqueado. En mis clases de religión le había ducho a mis alumnos miles de veces que la libertad humana es un don tan potente que con él podemos llegar al extremo de rechazar a Dios, pero nunca había rozado mínimamente la experiencia de soledad y vacío que esa frase encierra.

Entré en los servicios higiénicos de Auschwitz para recuperarme un poco pero no pude detener el deslizamiento de imágenes y recuerdos que se agolpó en mi mente e imaginación.

Mis fotos de turista distraído se convirtieron de improviso en la historia de un dolor inenarrable.

A PARTIR DE ESTE MOMENTO MI VISITA CONTINUÓ EN COORDENADAS MUY DISTINTAS

Dejé de tomar fotos con mi celular y traté de terminar el recorrido en una actitud espiritual de mayor apertura ante el misterio que tenía delante de mí. No sé si lo logré. En ese tiempo sentí odio, sentí aberración, increpé a Dios un par de veces y me avergoncé de la condición —mí condición— humana.

A la salida de uno de los pabellones un buen amigo me salió al paso y me preguntó si había visto las cruces. «¿Qué cruces?» —le pregunté—.

Me explicó con apuro que algunos prisioneros cristianos grababan cruces en las paredes de sus celdas y que incluso hubo uno que grabó un Sagrado Corazón de Jesús.

No sé qué lo movió a sacar su celular y mostrarme las fotos —tal vez mi cara entre sorprendido y desconfiado-—pero se lo agradecí enormemente…

Y se lo agradecí no porque las fotos me parecieron lindas. Extrañamente ni se me pasó por la cabeza pensar: «¡Qué hermoso, cuánta esperanza la de estos hombres que a pesar del dolor confiaban en el amor de Jesús». Cosa que, conociéndome, hubiese sido mi pensamiento habitual.

Lo que sentí muy profundamente y pensé cuando vi esas fotos fue: «El corazón de estos hombres reclama una víctima, alguien que pueda pagar el precio de este infierno de maldad».

No me pregunten por qué pero experimenté que aquella cruz tallada era un reclamo terrible de justicia, una expresión sentida y humana de la constitución metafísica del mundo.

Un mundo donde el mal no puede tener la última palabra simplemente porque su esencia es el silencio más absoluto.

¿QUIÉN PUEDE, ENTONCES, PAGAR EL PRECIO DE AUSCHWITZ?

¿Qué palabra puede llenar el silencio que hemos creado? Ciertamente no es Hitler y sus secuaces. El precio de la maldad cometida es tan alto que ningún corazón humano sería capaz de pagarlo.

Este abismo reclama una víctima distinta, no humana, reclama un corazón especial, más grande, capaz de pronunciar una Palabra que tenga las dimensiones de un océano. Esta maldad abyecta y enorme, abierta como una herida en nuestra historia, reclama el sacrificio de un Sagrado Corazón. 

Me cuesta mucho pensar que el clamor profundo de las cruces y los corazones tallados en Auschwitz pueda hallar calma en una sonrisa o en un divino tronar de dedos.

Si perdonar implica siempre un acto de amor, el desafío de perdonar un abismo de odio e indiferencia solo puede ser asumido por alguien que pueda derramar un abismo de amor y bondad.

Es aquí cuando comienza a dibujarse la cruz en el horizonte como el camino que escogió Dios para sanar y corregir —para reparar— el grave mal que nosotros, en nuestra libertad, habíamos creado.

HABLO DE AUSCHWITZ PERO TAMBIÉN DE LA HISTORIA HUMANA

Hablo también del mal que cometemos cada uno de nosotros. Porque el peligro del discurso que he elaborado hasta ahora es pensar que la cruz de Cristo llegó para reparar el mal de los verdaderamente malos: de Hitler, los Nazis, Osama Bin Laden y otros infelices personajes.

Pero te pregunto: ¿te parece que las personas en esta foto son unos monstruos? No lo parecen, ¿verdad? Y sin embargo son el personal de Auschwitz en una pausa después del almuerzo.

La llegada del mal en nuestras vidas es un misterio furtivo y ladino. Es más peligroso de lo que creemos porque no llega como un relámpago de odio que nos obliga a abrazar opciones perversas. El mal es ausencia, recuérdalo, y como tal convive con el bien y se mezcla con él.

El mal se disfraza de indiferencia, de buenas razones, de sana preocupación por uno mismo hasta el descuido paulatino de los demás.

Tal vez nuestro pecado no tiene la forma de un Auschwitz, pero en cuanto al fondo, ¿no es a veces la misma indiferencia, el mismo descuido, la misma mediocridad, la misma renuncia a ser verdaderamente humanos?

Tal vez las cruces y los corazones tallados en Auschwitz también reclaman el perdón de mis pecados. Esta fue la idea que me remeció con mucha fuerza ese día y que espero guardar siempre conmigo.

Tal vez mi indiferencia y mis «pequeños» pecados —al contrario de como siempre creí que era— no se pueden sanar con una sonrisa, sino que reclaman el sacrificio de un Sagrado Corazón.

Dios me perdone.

Toda opinión es bienvenida. Un abrazo.

Escrito por Mauricio Artieda

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