Empiezo diciendo que no estamos delante de una pregunta fácil. Se ha escrito mucho sobre este tema y con este artículo no pretendo agotar la riqueza y la complejidad de un problema teológico que ha fascinado —no sin alguno que otro dolor de cabeza— a gran parte de los teólogos cristianos desde el inicio del cristianismo.
Sin embargo, este problema no
es patrimonio exclusivo de la alta teología, es una pregunta que también podría
hacer un niño: «Papá, ¿por qué Jesús murió en la
cruz, acaso no era Dios?». ¿Qué
responderías si tu hijo te hace esta pregunta, lo has pensado?
EL MISTERIO Y LA GRACIA
He leído muchos libros que
enfrentan este problema pero no quisiera hacer un recorrido histórico-teológico
para tratar de dar una respuesta.
Es importante conocer los
argumentos y las razones que nos ofrece la teología para iluminar nuestra
razón. Pero debemos tener muy claro desde el inicio que nos encontramos delante
de un misterio que probablemente nunca lleguemos a entender completamente.
Atención, por «misterio» no me refiero a una realidad
incomprensible y cerrada en sí misma. En términos cristianos el misterio es una
realidad que sobrepasa la capacidad intelectual humana pero que, gracias a la
revelación, ha quedado a medio abrir, revelando lo suficiente para hacernos
saber que lo que se esconde es mayor de lo que se muestra.
Y que si bien podemos
adentrarnos e incluso llegar a conocer algunos de sus pliegues, todo
conocimiento que se acerque a la verdad será siempre una gracia y jamás una
conquista personal.
UNA EXPERIENCIA QUE ME MARCÓ PARA SIEMPRE
Dicho esto —que era muy
importante— quiero contarles una experiencia personal que me conmovió
profundamente y me ayudó a hacerme una idea más clara del sentido de la cruz de
Cristo.
Sucedió hace algunos meses
cuando tuve la oportunidad de visitar Auschwitz,
uno de los campos de concentración nazi más conocidos de la Segunda Guerra
Mundial.
En ese lugar murieron miles de
personas, en su mayoría judíos pero también hubo cristianos y personas de otras
religiones. Para quienes no lo sepan —solo lo menciono —, ahí murió en modo
heroico san Maximiliano Kolbe.
UN RECORRIDO QUE ME CAMBIARÍA LA VIDA
Auschwitz está conformado por
un conjunto de pabellones donde vivían y trabajaban sus prisioneros.
Actualmente cada uno de esos pabellones es un pequeño museo que recuerda
alguno de los aspectos de la vida de estos hombres.
Menciono solo a los hombres
porque si bien a Auschwitz enviaron también mujeres y niños, estos, apenas
bajaban de los trenes, eran conducidos a las cámaras de gas por no ser
considerados aptos para el trabajo forzado al que eran sometidos los hombres
adultos.
OBJETOS Y LUGARES CON UNA HISTORIA QUE PARECE
IMPERDONABLE
En cada uno de los pabellones
se pueden ver muchos objetos de los cuales eran despojadas las personas que
llegaban al campo de concentración.
Así como también los baños y
cuartos comunitarios donde convivían todos en condiciones inhumanas.
PASÉ DE SER UN SIMPLE TURISTA A SER UN HOMBRE QUE
CUESTIONABA A DIOS
Debo admitir que mi actitud
durante buena parte del recorrido, mientras caminaba por aquellos pabellones,
fue la de un turista curioso por conocer un poco más de un evento que había
marcado la historia del siglo XX.
Lo que repentinamente transformó
esta actitud fue el inesperado llanto de una mujer cuando entramos en un cuarto
muy amplio donde se exhibía una cantidad impresionante de cabellos que los
nazis cortaban a sus víctimas para después usarlos (quién sabe cómo), en la
industria textil alemana.
Me avergüenza un poco decirlo
pero fue el llanto de aquella mujer lo que me hizo
comprender qué era lo que estaba viendo.
Tal vez nunca como en ese
momento mi corazón contempló por algunos segundos un abismo de odio e
indiferencia tan grande y hueco.
Por
un breve instante experimenté un rechazo enorme de todo lo que Dios y su amor
significaban para mí. Algo así como si Dios hubiese
sido realmente sepultado en esos pabellones y nada ni nadie pudiese colmar el
abismo de separación entre Él y nosotros.
LA LIBERTAD COMO DON
Salí del cuarto de los
cabellos asqueado. En mis clases de religión le había ducho a mis alumnos miles
de veces que la libertad humana es un don tan potente que con él podemos
llegar al extremo de rechazar a Dios, pero nunca había rozado mínimamente la
experiencia de soledad y vacío que esa frase encierra.
Entré en los servicios
higiénicos de Auschwitz para recuperarme un poco pero no pude detener el
deslizamiento de imágenes y recuerdos que se agolpó en mi mente e imaginación.
Mis
fotos de turista distraído se convirtieron de improviso en la historia de un
dolor inenarrable.
A PARTIR DE ESTE MOMENTO MI VISITA CONTINUÓ EN
COORDENADAS MUY DISTINTAS
Dejé de tomar fotos con mi
celular y traté de terminar el recorrido en una actitud espiritual de mayor
apertura ante el misterio que tenía delante de mí. No sé si lo logré. En ese
tiempo sentí odio, sentí aberración, increpé a Dios un par de veces y me
avergoncé de la condición —mí condición— humana.
A la salida de uno de los pabellones un buen amigo me salió al paso y me
preguntó si había visto las cruces. «¿Qué cruces?» —le pregunté—.
Me explicó con apuro que
algunos prisioneros cristianos grababan cruces en las paredes de sus celdas y
que incluso hubo uno que grabó un Sagrado Corazón de Jesús.
No sé qué lo movió a sacar su
celular y mostrarme las fotos —tal vez mi cara entre sorprendido y
desconfiado-—pero se lo agradecí enormemente…
Y se lo agradecí no porque las
fotos me parecieron lindas. Extrañamente ni se me pasó por la cabeza pensar: «¡Qué hermoso, cuánta esperanza la de estos hombres que a
pesar del dolor confiaban en el amor de Jesús». Cosa que, conociéndome,
hubiese sido mi pensamiento habitual.
Lo que sentí muy profundamente
y pensé cuando vi esas fotos fue: «El corazón de estos hombres
reclama una víctima, alguien que pueda pagar el precio de este infierno de
maldad».
No me pregunten por qué pero
experimenté que aquella cruz tallada era un reclamo terrible de justicia, una
expresión sentida y humana de la constitución metafísica del mundo.
Un mundo donde el mal no puede
tener la última palabra simplemente porque su esencia es el silencio más
absoluto.
¿QUIÉN PUEDE, ENTONCES, PAGAR EL PRECIO DE
AUSCHWITZ?
¿Qué palabra
puede llenar el silencio que hemos creado? Ciertamente no es Hitler y sus secuaces. El precio de la maldad cometida
es tan alto que ningún corazón humano sería capaz de pagarlo.
Este abismo reclama una
víctima distinta, no humana, reclama un corazón especial, más grande, capaz de
pronunciar una Palabra que tenga las dimensiones de un océano. Esta maldad abyecta y enorme, abierta como una herida en
nuestra historia, reclama el sacrificio de un Sagrado Corazón.
Me cuesta mucho pensar que el
clamor profundo de las cruces y los corazones tallados en Auschwitz pueda
hallar calma en una sonrisa o en un divino tronar de dedos.
Si perdonar implica siempre un
acto de amor, el desafío de perdonar un abismo de odio e
indiferencia solo puede ser asumido por alguien que pueda derramar un abismo de
amor y bondad.
Es aquí cuando comienza a
dibujarse la cruz en el horizonte como el camino que escogió Dios para sanar y
corregir —para reparar— el grave mal que nosotros, en nuestra libertad,
habíamos creado.
HABLO DE AUSCHWITZ PERO TAMBIÉN DE LA HISTORIA
HUMANA
Hablo también del mal que
cometemos cada uno de nosotros. Porque el peligro del discurso que he elaborado
hasta ahora es pensar que la cruz de Cristo llegó para reparar el mal de los
verdaderamente malos: de Hitler, los Nazis, Osama Bin Laden y otros infelices
personajes.
Pero te pregunto: ¿te parece que las personas en esta foto son unos monstruos? No lo parecen, ¿verdad? Y sin embargo son el personal de
Auschwitz en una pausa después del almuerzo.
La
llegada del mal en nuestras vidas es un misterio furtivo y ladino. Es más
peligroso de lo que creemos porque no llega como un relámpago de odio que nos
obliga a abrazar opciones perversas. El mal es ausencia, recuérdalo, y como tal
convive con el bien y se mezcla con él.
El mal se disfraza de
indiferencia, de buenas razones, de sana preocupación por uno mismo hasta el
descuido paulatino de los demás.
Tal vez nuestro pecado no
tiene la forma de un Auschwitz, pero en cuanto al fondo, ¿no es a veces la misma indiferencia, el mismo descuido,
la misma mediocridad, la misma renuncia a ser verdaderamente humanos?
Tal
vez las cruces y los corazones tallados en Auschwitz también reclaman el perdón
de mis pecados. Esta fue la idea que me
remeció con mucha fuerza ese día y que espero guardar siempre conmigo.
Tal vez mi indiferencia y mis «pequeños»
pecados —al contrario de como siempre creí que era— no se pueden sanar
con una sonrisa, sino que reclaman el sacrificio de un Sagrado Corazón.
Dios me perdone.
Toda opinión es bienvenida.
Un abrazo.
Escrito por Mauricio Artieda
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