La Iglesia se une, pues, a Cristo muy especialmente en la Eucaristía y en el rezo de las Horas, y así se entrega siempre con El en ofrenda de alabanza y expiación.
Por: José María Iraburu | Fuente:
http://infocatolica.com/blog/reforma.php
–LA
EUCARISTÍA Y LAS HORAS. «La Liturgia de las Horas
extiende (PO 5) a los distintos momentos del día la alabanza
y la acción de gracias… que se nos ofrecen en el Misterio eucarístico, “centro y cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana” (CD
30)» (OGLH 12). Jesucristo manifiesta máximamente su amor al Padre precisamente en la ofrenda
total de la Eucaristía, es decir, de la Cruz: «conviene
que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me dio el
Padre, así hago» (Jn 14,31). Y una vez resucitado y ascendido a los
cielos junto al Padre, «vive siempre para
interceder por nosotros» (Heb 7,25).
La Iglesia se une, pues, a
Cristo muy especialmente en la Eucaristía y en el rezo de las Horas, y así se entrega siempre con El en ofrenda de
alabanza y expiación, para que el mundo conozca su amor al Padre, y que también
ella con Cristo resucitado vive siempre para interceder ante el Padre por los
hombres. De este modo, la oración común y permanente de la Iglesia extiende la
Eucaristía a todas las horas del día, asociándola al sacerdocio de Jesucristo,
cuya «función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que sin cesar
alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo no sólo celebrando
la Eucaristía,
sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino» (SC
83).
–«DE
LA SALIDA DEL SOL HASTA SU OCASO ALABADO SEA EL NOMBRE DEL SEÑOR» (SaI
113,3). Todas las horas del día deben ser santificadas por
la oración, «porque nuestros tiempos son malos» (Ef 5,16). La
Iglesia tiene como misión levantar los tiempos hacia Dios, orientarlos a la
glorificación del Padre, no sólo en una glorificación
mediata realizada en el cumplimiento de acciones buenas –«todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo
en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por El» (Col
3,17)–, sino también, y más aún, por la glorificación
inmediata de Dios, plena,
explícita, gratuita, realizada visible y socialmente en la dimensión vertical
de la liturgia.
La oración litúrgica de la Iglesia es, pues, una
oración «de horas», destinada a santificar
para Dios el curso de nuestros días. Por eso el Vaticano II dispuso que «siendo el fin del Oficio la santificación del día,
restablézcase el curso tradicional de las horas» (SC 88). «Ayuda
mucho, tanto para santificar realmente el día como para recitar con fruto
espiritual las Horas, que en su recitación se
observe el tiempo más aproximado al verdadero tiempo natural de cada Hora canónica» (ib. 94).
La fidelidad a ese consejo debe cuidarse con
empeño, sobre todo en el rezo de las Horas principales. «Laudes, como
oración de la mañana, y Vísperas, como oración de la tarde, según la
venerable tradición de toda la Iglesia, son el doble quicio sobre el que gira
el Oficio cotidiano, y se deben considerar y celebrar como las horas
principales» (ib. 89). «Se recomienda
incluso su recitación individual a los fieles que no tienen la posibilidad de
participar en la celebración común» (OGLH 40).
–«LOS
LAUDES MATUTINOS están ordenados a santificar la mañana, como
dice la Ordenación general de la Liturgia de las
Horas:
«“Al comenzar el día
[escribe San Basilio] oramos para que los primeros impulsos de la mente y del
corazón sean para Dios, y no nos preocupemos de cosa alguna antes de habernos
llenado de gozo con el pensamiento en Dios, según está escrito: “me acordé del
Señor y me llené de gozo” (Sal 76,4), ni
empleemos nuestro cuerpo en el trabajo antes de poner por obra lo que fue
dicho: “por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa, y
me quedo aguardando” (5,4-5).
«Esta Hora, que se tiene
con la primera luz del día, trae además a la memoria la resurrección del Señor
Jesús, que es la luz verdadera que ilumina a todos los hombres (Jn
1,9) y “el sol de justicia” (Mal 4,2), “que nace de lo alto” (Lc 1,78)» (OGLH 38).
En Laudes,
al comienzo del día, cuando el sol va alzándose en el horizonte,
levantamos con Cristo una gran alabanza al Padre celestial. Asumimos en
nuestros corazones el don fundamental: la Creación,
recién salida de la noche, esa gran Obra realizada en el Verbo al comienzo de
todos los siglos y restaurada por El, y la ofrecemos por Él al Padre. Es
la hora de la Resurrección de Cristo,
cuando superada la noche del sepulcro y de la muerte, amanece como Luz del
mundo sobre la creación renovada para la gloria del Padre y para la salvación
de los hombres. El himno, los salmos, en los que predomina la alabanza –lauda, laudate–, el cántico elegido del
Antiguo Testamento, culminan en el cántico del Benedictus, en el que nos referimos al Salvador como a un
sol «oriens ex alto», y pedimos finalmente
en las preces que su salvación se extienda a toda la humanidad.
–«LAS VÍSPERAS SE CELEBRAN A LA TARDE,
cuando ya declina el día,
“en acción de gracias por
cuanto se nos ha otorgado en la jornada y por cuanto hemos logrado realizar con
acierto» (S. Basilio). También hacemos memoria de la
Redención por medio de la oración que elevamos «como
el incienso en presencia del Señor», y en la que “el alzar de las manos es
oblación vespertina” (Sal 140,2). Lo cual “puede
aplicarse también con mayor sentido sagrado a aquel verdadero sacrificio vespertino que el
Divino Redentor instituyó precisamente en la tarde en que cenaba con los
Apóstoles, inaugurando así los sagrados misterios, y que ofreció al Padre en la
tarde del día supremo, que representa la cumbre de los siglos, alzando sus
manos por la salvación del mundo” (Casiano).
«Y para orientarnos con la
esperanza hacia la luz que no conoce ocaso, “oramos y suplicamos para que la
luz retorne siempre a nosotros, y pedimos que venga Cristo a concedernos el don
de la luz eterna” (San Cipriano). Precisamente en esta Hora concuerdan nuestras voces con las de las Iglesias orientales, al invocar “a la
luz gozosa de la santa gloria del eterno Padre, Jesucristo bendito, llegados a
la puesta del sol, viendo la luz encendida en la tarde, cantamos a Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo» (OGLH 399).
La hora de Vísperas santifica
el atardecer y predomina en ella la acción de
gracias. Al extinguirse la luz del día, nuestros corazones aspiran a
Cristo, luz del mundo, «aeterna lux credentium». Alabamos
a Dios y le damos gracias por el día que nos ha concedido vivir, pues «en Él vivimos y nos movemos y somos» (Hch 17,28),
bien conscientes de que «es Dios el que obra en nosotros
el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 3,13).
En esta Hora rememoramos
también la historia de la Creación y de la Salvación, y contemplamos
a un tiempo el desarrollo de la Misericordia divina en Israel, en Cristo, en la
Iglesia y en cada uno de nosotros. Los salmos Hallel
(113-118) se incluyen en esta hora, cuando Cristo los rezó con sus
discípulos en la Ultima Cena (Mt 14,26). También los salmos graduales (120-134), peregrinantes, están
presentes en el atardecer del Oficio divino, alegrando nuestros corazones con
el presentimiento de la Jerusalén celestial, cada día más próxima en la
peregrinación de nuestra vida. El canto del Magnificat
nos une diariamente a la Virgen María, que canta con nosotros
agradecida la grandeza de Dios, pues Él miró la humildad de su sierva y la hizo
bienaventurada ante todas las generaciones. Y como en Laudes, también termina
la hora con las Preces en favor de todos los hombres, y la Oración colecta.
LA
RESTAURACIÓN DE LA LITURGIA DE LAS HORAS HA DE REALIZARSE EN EL PUEBLO
CRISTIANO A TRAVÉS DEL REZO DE LOS LAUDES Y DE LAS VÍSPERAS. Son
las horas principales del Oficio, y conviene que los sacerdotes las
celebren con la mayor solicitud posible; que algunas comunidades religiosas las
recen o canten en común –si hasta ahora no lo hacían–, y que en las parroquias se vaya recuperando para todos los
fieles esta oración común de la mañana y de la tarde, según la voluntad del
Vaticano II: «procuren los pastores de almas que
las Horas principales, especialmente las vísperas, se celebren comunitariamente
en la iglesia los domingos y fiestas más solemnes» (SC 100). Pero
incluso en las familias, templos domésticos de la Iglesia, es posible y deseable que el esposo y la esposa, asociando si
es posible a los hijos, oren juntos por la mañana los Laudes y que vuelvan a
orar unidos por la tarde en las Vísperas.
Como decía Pablo VI, «la Liturgia de las Horas
incluye justamente el núcleo familiar entre los grupos a que se adapta mejor la
celebración en común del Oficio divino. “Conviene
que la familia, en cuanto sagrario doméstico de la Iglesia, no sólo eleve
oraciones comunes a Dios, sino también recite oportunamente algunas partes de
la Liturgia de las Horas, con el fin de unirse más estrechamente a la Iglesia” (OGLH 27). No debe quedar nada sin intentar para que esta clara indicación halle en las familias cristianas una creciente y gozosa aplicación»
(1974, exht. apost. Marialis cultus 53).
El nuevo Oficio, menos cargado de salmos en cada
hora, de estructura más simple, mejorado en sus himnos y lecturas, viene a
hacerse más asequible para todo el pueblo de Dios. Su rezo en familia no es
algo utópico, y lo es es menos todavía donde ya hay ahora costumbre de orar en
familia el Rosario u otras devociones. Ciertamente no es posible hallar una
oración más hermosa y más genuinamente cristiana, santificante y eclesial.
–EL
OFICIO DE LECTURA. Dispuso
el Concilio Vaticano II que «la hora llamada de maitines,
aunque en el coro conserve el carácter de alabanza nocturna, ha de componerse
de manera que pueda rezarse a cualquier hora del día y tenga menos
salmos y lecturas más largas» (SC 89). Este oficio de lecciones y
salmos tiene un carácter propio. A diferencia de las otras Horas del Oficio
divina no está ligado de suyo a una hora del día. Es una hora especialmente
centrada en la lectura de la Palabra de Dios y de textos elegidos de la
Tradición de la Iglesia. Y su estructura la hace propicia para la meditación.
Los responsorios, con frecuencia muy bellos, son la respuesta
comunitaria a la Palabra escuchada, pero también hay silencios sagrados en los que «la
semilla germina y crece, sin que el hombre sepa cómo» (Mc 4,27). Esta
hora es, pues, especialmente contemplativa, y en ella, sobre todo si se
desarrollan más los tiempos de silencio, la oración privada se enmarca en la
oración litúrgica y en ella encuentra su más precioso alimento espiritual.
«A semejanza de la Vigilia
Pascual, hubo la costumbre de iniciar la celebración de algunas solemnidades
con una vigilia en el templo» (OGLH 70). Ése es el origen de los maitines, es
decir, del Oficio de lectura. «Los Padres y autores
espirituales con muchísima frecuencia exhortan a los fieles, sobre todo a los
que se dedican a la vida contemplativa, a la oración en la noche, con la que se
exprese y se aviva la espera del Señor que ha de volver. “En medio de la noche
se oyó un clamor: que viene el Esposo, salid a su encuentro” (Mt 25,6)… Son,
por tanto, dignos de alabanza los que mantienen el carácter nocturno del Oficio
de lectura» (ib. 72).
Por las lecturas bíblicas,
Dios dirige su Palabra al hombre y suscita en el hombre la respuesta, que es la
oración. «A la lectura de la
Sagrada Escritura debe acompañar la oración de modo que se entable diálogo
entre Dios y el hombre, pues “a El hablamos cuando oramos; a El oímos cuando
leemos sus palabras” (San Ambrosio)» (Vat.
II, Dei Verbum 25). En las lecciones de Sagrada Escritura la Liturgia
entrelaza los textos más variados con ocasión de fiestas solemnes, o deja que
la Palabra de Dios –tanto en el Leccionario del Misal romano como en este curso
de lecturas propio de las Horas– fluya en una lectura continua y ordenada. Y
todas las aplicaciones y acomodaciones de los textos bíblicos hechos por la
Liturgia afirma continuamente la perfecta unidad
que enlaza el Antiguo con el Nuevo Testamento. La historia de la salvación es un todo grandioso, en cuyo
progreso se da una continuidad perfecta.
Una maravillosa antología
de los Santos Padres y de otros grandes santos y doctores de la
Iglesia complementa en el Oficio de lectura las enseñanzas de la Sagrada
Escritura. Se prevé en esta Hora para ciertas ocasiones que una breve homilía perfeccione la interpretación y
aplicación concreta de la Palabra escuchada. De este modo, diariamente, es
ofrecida a sacerdotes, religiosos y a todo el pueblo cristiano una lectio
divina en cierto modo insuperable.
Tres salmos,
frecuentemente históricos y sapienciales, así como los responsorios que
siguen a las lecturas, fomentan la respuesta de los orantes, poniendo en su
corazón y en sus labios palabras divinamente inspiradas: los salmos, en primer lugar, pero también los
responsorios, con frecuencia bellísimos, plenos de ritmo y de gracia. Así
Dios habla a los hombres y les da luego otra vez su palabra para que puedan
responderle y cantarle como conviene. En domingos y en celebraciones solemnes
termina la Hora con el rezo o el cántico del Te
Deum.
De este modo se cumple en el Oficio de lectura
el designio divino: «La palabra de Cristo habite
en vosotros abundantemente, enseñándoos
y exhortándoos unos a otros con toda sabiduría, con salmos, himnos y cánticos
espirituales, cantando y dando gracias a Dios en vuestros corazones (Col 3,
16). La Santa Madre Iglesia da cada día a sus hijos un alimento espiritual
excelente y siempre nuevo, y el cristiano vive así «de toda palabra que sale de
la boca de Dios» (Mt 4,4).
–LAS
HORAS MENORES, TERCIA, SEXTA Y NONA. «Conforme a una
tradición muy antigua de la Iglesia, los cristianos acostumbraron a orar por
devoción privada en determinados momentos del día, incluso en medio del
trabajo, a imitación de la Iglesia apostólica. Esta tradición, al paso del
tiempo,cristalizó en diversas maneras de celebraciones litúrgicas» (OGLH
74).
«Tanto en Oriente como en
Occidente se ha mantenido la costumbre litúrgica de rezar Tercia, Sexto y Nona, principalmente porque se unía a estas horas el recuerdo de
los acontecimientos de la Pasión del Señor y de la primera propagación del
Evangelio» (ib. 76). «Fuera
del Oficio coral, cabe elegir una de estas tres Horas, aquella que más se
acomode al momento del día. Los que no rezan las tres Horas, habrán de rezar
una al menos, a fin de que se mantenga la tradición de orar durante el día en
medio del trabajo» (ib. 77).
Las Horas menores son, en el laborioso avanzar
de cada día, como un alto en el camino: en ellas pedimos a Dios que por su
gracia nos mantenga permanentemente orientados hacia El en nuestros trabajos,
para que nuestras actividades no nos alejen de Él, sino que nos acerquen, y le glorifiquen en medio del mundo
por nuestro Señor Jesucristo.
–COMPLETAS, colocada inmediatamente antes del sueño, es la
Hora última, muy marcada por el arrepentimiento
(examen de conciencia, confesión, recogimiento silencioso) y la absoluta confianza en la protección del Altísimo (Sal
91, domingo). La oscuridad de la noche simboliza la muerte, el poder de las
tinieblas y del diablo, que «ronda buscando a quién
devorar» (1Pe 5,9; martes). Por eso nos acogemos al amparo del Altísimo
y a la protección de sus ángeles (Sal 91).
Por otra parte, siendo el sueño símbolo de la
muerte, viene a ser Completas como un ensayo
diario de la propia muerte: cantamos el Nunc
dimittis del anciano Simeón –«ya puedes
dejar a tu siervo irse en paz»–; en el responsorio hacemos nuestras las
palabras finales de Jesús en la Cruz: «a tus manos, Señor, encomiendo mi
espíritu»; y las últimas palabras de la Hora piden que «el Señor todopoderoso
nos conceda una noche tranquila y una muerte santa».
La antífona final a la
Virgen María –la Salve, el Sub
tuum præsidium, el Regina coeli, etc.,
según los tiempos– da término al Oficio divino del día con la dulce presencia
protectora de nuestra Madre María.
José María Iraburu, sacerdote
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