NOLI FORAS IRE, IN TEIPSUM REDI, IN INTERIORE HOMINE HABITAT VERITASI
¿A dónde estás cuando no
estás contigo?
En plena crisis
postconciliar, cuando la tormenta arreciaba fuertemente, escribía el venerable
Don José Rivera en una de sus cartas:
“Entre
progresistas y conservadores, no hay cristiano apenas que crea en la Iglesia,
ni en la Trinidad, ni que ame al prójimo, que sólo es prójimo por su relación
con las Personas divinas, realizada en la Iglesia de una u otra manera. Yo, que
tanto casco [hablo], estoy cada vez más convencido de que en los tiempos especialmente
difíciles hay que volver casi exclusivamente a lo esencial, y lo esencial
interiormente es la fe, la esperanza y la caridad, y en cuanto a realizaciones
concretas, la oración y la cruz. Y todo lo demás viene a ser nada o
poco más de nada, o puro daño ―como creo que está siendo una buena parte de las
cosas que se hacen hoy en el «apostolado» por una parte y por otra―”
Estas palabras del venerable
Rivera no pueden dejar de evocar ―hasta parece incluso citarlo― el conocido
pasaje del Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz, en el que responde
a “todos aquellos que impugnan el santo ocio del
alma y quieren que todo sea obrar”:
“Adviertan,
pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus
predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y
mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si
gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse a solas con Dios en
oración, aunque no hubiesen llegado a tan alta como esta. Cierto, entonces
harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su
oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera
todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces
daño. Porque Dios os libre que se comience a envanecer la sal (cf. Mt 5, 13),
que, aunque más parezca que hace algo por de fuera, en sustancia nos será nada,
cuando está cierto que las obras buenas no se pueden hacer sino en virtud de
Dios”
Pues bien: acogiendo el apremiante llamado que Don Rivera hacía hace
casi cincuenta años, cuando “el humo de Satanás ―según
declaraba con espanto el mismo san Pablo VI― se
había filtrado por alguna grieta en el Templo de Dios”. En tiempos
también sumamente tormentosos como los nuestros, en los cuales hasta casi
parece que se ha difuminado más dicho humo, ofrecemos aquí una consideración y
justificación, enraizada en la más sana y auténtica tradición, de este “volver a la esencial”, a saber, al recogimiento,
a la oración, a la vida interior, al ejercicio de la fe, esperanza y caridad, a
la contemplación. Volver a lo esencial que, si siempre es válido, sobre todo lo
es cuando la tormenta arrecia… El texto que ofrecemos se debe a la pluma
maestra de fray Ambrosio de Lombez, religioso capuchino francés del siglo
XVIII, muerto con fama de santidad, y está sacado de la más importante y difundida
de sus obras, varias veces reeditada: su Tratado
de la paz interior.
“Si prestases atención, alma
cristiana, a la consideración de que toda tu felicidad consiste en el reposo en
Dios solo, y toda tu virtud reside en no atender y no poseer sino sólo a Dios;
que toda tu vida debe ser una vida oculta en Dios solo; si pensases seriamente
que todo lo que te distrae de esta ocupación —empleos, cargos, conversaciones,
estudios, negocios— es más para los otros que para ti; y que todo lo que te
atrae con afán es ordinariamente un efecto del amor propio, al que Dios solo no
basta; si estuvieses siempre en guardia contra las sugestiones de este sutil
enemigo de nosotros mismos, que siempre quiere hacerse ver y que no sufre estar
solo y olvidado, que se busca secretamente casi en todo y se encuentra a veces
todo entero aun en aquellas mismas cosas en las que parecía olvidarse
enteramente de sí para no pensar sino en los demás; si estuvieses bien
convencida de que todo lo que no tiende a Dios solo y no te conduce al olvido
de ti misma —ingenio, talentos, cuna, crédito, autoridad, etc.— te es más
peligroso que útil, no se te vería tan afanosa por llevar adelante las obras
que has emprendido, por cultivar tus talentos, cuidar tu reputación, conservar
tu autoridad. Tu gusto por esos negocios en medio de los cuales debieras más
bien hallarte siempre incómoda y en una situación violenta es prueba de que no
conoces la excelencia, la dulzura e incluso la necesidad del silencio y del
olvido, a los cuales debieras siempre volver por natural inclinación, y a veces
aun por distracción.
Sé que los santos han
distinguido dos clases de vida: una vida de reposo
y de separación, y una vida de acción y de ministerio. Pero si se la
comprende bien, esta distinción sólo se da en las funciones particulares, las
unas exteriores y públicas, las otras interiores y secretas, y en modo alguno
en el fondo de la vida cristiana, que es para todos, como dice el Apóstol, una
vida escondida en Dios con Jesucristo (Col 3, 3); de tal manera que, por importantes
que sean nuestros empleos, por más públicas que sean nuestras funciones, por
grande que sea el bien que esperamos de nuestros proyectos, debemos elevarnos
por encima de todo eso y estar escondidos en espíritu, consentir en ser
olvidados en la medida en que ello es posible sin faltar a los designios de
Dios sobre nosotros, y considerarnos tan solos como si no existiese sino Dios y
nosotros en el mundo. Pero ¡qué difícil es esto! Sin
embargo, para gustar el reposo en el interior de nosotros mismos, y para evitar
los peligros a los que nos arrojan las acciones del exterior, es necesario
contener nuestra actividad, que siempre quiere exterioridad y movimiento, so
pretexto de trabajar para Dios, pero en realidad porque no sabe descansarse en
Dios, ni esperar o discernir la orden de Dios para aliar la acción con el
reposo.
El apóstol san Pablo esperó
esta orden para comprometerse en las funciones de la vida pública; y nosotros
debiéramos esperarla como él, y después de haberla recibido no prodigarnos sino
temblando y por pura obediencia, gimiendo a la vista de la seguridad que
dejamos al dejar el reposo escondido en Dios, y de los peligros a los que vamos
a exponernos: peligros entre los que están cerca de
nosotros, peligros entre los extraños, peligros hasta en la soledad, donde las
imágenes importunas que a ella llevaremos acosarán nuestro espíritu (2
Cor 11, 26). Sí, tanto hay de peligros en la vida pública cuánto hay de
seguridad en la vida privada.
San Pablo el ermitaño, no
habiendo recibido esta orden de actuar y de comunicarse, permanece solo con
Dios, solo en un vasto desierto durante casi cien años, ignorando todo lo que
ocurría en el mundo —el establecimiento de la religión, las revoluciones de los
imperios e incluso la sucesión de los tiempos— conociendo apenas las cosas de
las que en absoluto no podía prescindir: el cielo
que lo cobija, la tierra que lo sustenta, el aire que respira, el agua que bebe
y el pan milagroso del que se sustenta. ¿Qué
podía hacer en este gran ocio?, dirán quizá con los mundanos disipados
esas almas activas que creerían no vivir si no están en un movimiento perpetuo.
¿Qué hacía? ¡Ay!, con mucho mayor motivo se
os podría preguntar qué hacéis vosotros, cuando no hacéis lo que hacen el cielo
y la tierra, que es cumplir la voluntad de Dios. ¿Acaso
es no hacer nada, el no hacer sino aquello que Dios se propuso al darnos el
ser: contemplarlo, adorarlo, amarlo? ¿Acaso es estar ocioso e inútil en este
mundo el estar únicamente ocupado en lo que los bienaventurados hacen en el
otro, en lo que Dios mismo hace y que es lo mejor que puede hacer? ¿Acaso lo
que bastará a todos los ángeles y a todos los santos durante toda la eternidad,
lo que bastará siempre a Dios mismo, no podría bastar al hombre durante esta
corta y miserable vida? Hacer otra cosa, si no se remite al mismo fin,
si no tiene a Dios tanto como principio cuanto como fin de esa actividad, si no
lo hacemos en una dependencia continua de Su divina voluntad, que siempre nos
pide el corazón más que la mano, y el reposo del alma más que su actividad, ¿qué es, sino apartarse del fin, perder su tiempo y
volver a buscar la nada de la que Dios nos ha sacado?
Tenéis talentos y prestigio,
demasiado quizá para vos; tenéis buena cuna, autoridad, y una reputación bien
asentada de genio, de saber y de rectitud, gozáis de la confianza de los demás.
¿Acaso san Arsenio carecía de todo esto? Y
sin embargo, con todos sus grandes talentos, con las ciencias de los griegos y
de los romanos, como él mismo dice, con todo el crédito posible en la corte del
emperador, cuya estima y confianza lo ponían en condiciones de hacer tanto bien
en todo el Imperio, así para la Iglesia como para el Estado, pese a todo ello
se sustrae a los piadosos apremios de un príncipe que en vano lo hace buscar
por mar y tierra, va a esconderse en un espantoso desierto, y ni siquiera
quiere ver a los ángeles terrestres que lo habitan. Tiene menos cuenta del gran
bien que hubiera podido hacer, que de la voluntad de Dios sin la cual nada
bueno puede hacerse. ¿No es bastante para cerrar la
boca a nuestra presunción que es inagotable en razones plausibles para
escabullirse de la oscuridad que la confunde y del santo reposo que la aburre? Los
talentos, la autoridad, el crédito y la confianza del público, y todos los
demás medios de hacer el bien, de los que se hace tanto caso para sacar a un
alma de su retiro, muy lejos de configurarle una obligación, como se pretende,
ni siquiera llegan a ser una razón suficiente para ello. Dios, que sin duda no
merece que sólo se le dé aquello que los hombres rechazan y aquellos que para
nada sirven en el mundo, a menudo concede los talentos, la autoridad, el
prestigio, al igual que las riquezas, los placeres y las comodidades de la
vida, no para que usemos de ellos, sino para que se le ofrezcan en sacrificio.
Y ¿quién se atreverá a decir que es ser un siervo
inútil el no hacer otra cosa que lo que Dios quiere? El talento que se
entierra por orden Suya es un grano que se siembra y que produce el céntuplo,
como lo vemos en los Arsenio, los Nilo y tantos otros.
Pero sin necesidad de
multiplicar aquí los ejemplos de los santos, que son innumerables, el ejemplo
del Santo de los santos no admite réplica. De los treinta y tres años que vivió
en la tierra, treinta los pasó en la oscuridad de una vida privada y de una
humilde condición, no obstante el celo de la gloria de Dios y de la salvación
de los hombres que abrasaba su alma, y pese a los desórdenes y escándalos que
le atravesaban el corazón. La Sabiduría eterna no rompe el silencio y no sale
de la oscuridad sino en la hora que ha sido fijada en los designios de Dios, y
rechaza con severidad el ruego de su Madre según la carne, porque ella parece
querer anticipar esa hora (Jn 2, 4) ¡Y nosotros, en
cambio, estamos dispuestos a ceder ante las menores persuasiones humanas, sin
consultar mucho la voluntad de Dios, para comprometernos en las obras
exteriores y en los ministerios peligrosos, o más bien nos dejamos seducir por
nuestro amor propio, que nos persuade a menudo sin mucho fundamento, de que
debemos dedicarnos a todo eso y que estamos en condiciones de salir airosos!
¿Acaso los favores de la Providencia resultan así ser una razón suficiente para
sacarnos del orden de esa misma Providencia? ¿Y basta con tener manos y
fuerzas, con una buena voluntad, para ponerse a cultivar la viña del Señor?”.
Schola Veritatis
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