viernes, 21 de agosto de 2020

LA VIDA CONTEMPLATIVA EN TIEMPOS DE APOSTASÍA

NOLI FORAS IRE, IN TEIPSUM REDI, IN INTERIORE HOMINE HABITAT VERITASI

¿A dónde estás cuando no estás contigo?

En plena crisis postconciliar, cuando la tormenta arreciaba fuertemente, escribía el venerable Don José Rivera en una de sus cartas:

“Entre progresistas y conservadores, no hay cristiano apenas que crea en la Iglesia, ni en la Trinidad, ni que ame al prójimo, que sólo es prójimo por su relación con las Personas divinas, realizada en la Iglesia de una u otra manera. Yo, que tanto casco [hablo], estoy cada vez más convencido de que en los tiempos especialmente difíciles hay que volver casi exclusivamente a lo esencial, y lo esencial interiormente es la fe, la esperanza y la caridad, y en cuanto a realizaciones concretas, la oración y la cruz. Y todo lo demás viene a ser nada o poco más de nada, o puro daño ―como creo que está siendo una buena parte de las cosas que se hacen hoy en el «apostolado» por una parte y por otra―”

Estas palabras del venerable Rivera no pueden dejar de evocar ―hasta parece incluso citarlo― el conocido pasaje del Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz, en el que responde a “todos aquellos que impugnan el santo ocio del alma y quieren que todo sea obrar”:

“Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse a solas con Dios en oración, aunque no hubiesen llegado a tan alta como esta. Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño. Porque Dios os libre que se comience a envanecer la sal (cf. Mt 5, 13), que, aunque más parezca que hace algo por de fuera, en sustancia nos será nada, cuando está cierto que las obras buenas no se pueden hacer sino en virtud de Dios”

Pues bien: acogiendo el apremiante llamado que Don Rivera hacía hace casi cincuenta años, cuando “el humo de Satanás ―según declaraba con espanto el mismo san Pablo VI― se había filtrado por alguna grieta en el Templo de Dios”. En tiempos también sumamente tormentosos como los nuestros, en los cuales hasta casi parece que se ha difuminado más dicho humo, ofrecemos aquí una consideración y justificación, enraizada en la más sana y auténtica tradición, de este “volver a la esencial”, a saber, al recogimiento, a la oración, a la vida interior, al ejercicio de la fe, esperanza y caridad, a la contemplación. Volver a lo esencial que, si siempre es válido, sobre todo lo es cuando la tormenta arrecia… El texto que ofrecemos se debe a la pluma maestra de fray Ambrosio de Lombez, religioso capuchino francés del siglo XVIII, muerto con fama de santidad, y está sacado de la más importante y difundida de sus obras, varias veces reeditada: su Tratado de la paz interior.

Si prestases atención, alma cristiana, a la consideración de que toda tu felicidad consiste en el reposo en Dios solo, y toda tu virtud reside en no atender y no poseer sino sólo a Dios; que toda tu vida debe ser una vida oculta en Dios solo; si pensases seriamente que todo lo que te distrae de esta ocupación —empleos, cargos, conversaciones, estudios, negocios— es más para los otros que para ti; y que todo lo que te atrae con afán es ordinariamente un efecto del amor propio, al que Dios solo no basta; si estuvieses siempre en guardia contra las sugestiones de este sutil enemigo de nosotros mismos, que siempre quiere hacerse ver y que no sufre estar solo y olvidado, que se busca secretamente casi en todo y se encuentra a veces todo entero aun en aquellas mismas cosas en las que parecía olvidarse enteramente de sí para no pensar sino en los demás; si estuvieses bien convencida de que todo lo que no tiende a Dios solo y no te conduce al olvido de ti misma —ingenio, talentos, cuna, crédito, autoridad, etc.— te es más peligroso que útil, no se te vería tan afanosa por llevar adelante las obras que has emprendido, por cultivar tus talentos, cuidar tu reputación, conservar tu autoridad. Tu gusto por esos negocios en medio de los cuales debieras más bien hallarte siempre incómoda y en una situación violenta es prueba de que no conoces la excelencia, la dulzura e incluso la necesidad del silencio y del olvido, a los cuales debieras siempre volver por natural inclinación, y a veces aun por distracción.

Sé que los santos han distinguido dos clases de vida: una vida de reposo y de separación, y una vida de acción y de ministerio. Pero si se la comprende bien, esta distinción sólo se da en las funciones particulares, las unas exteriores y públicas, las otras interiores y secretas, y en modo alguno en el fondo de la vida cristiana, que es para todos, como dice el Apóstol, una vida escondida en Dios con Jesucristo (Col 3, 3); de tal manera que, por importantes que sean nuestros empleos, por más públicas que sean nuestras funciones, por grande que sea el bien que esperamos de nuestros proyectos, debemos elevarnos por encima de todo eso y estar escondidos en espíritu, consentir en ser olvidados en la medida en que ello es posible sin faltar a los designios de Dios sobre nosotros, y considerarnos tan solos como si no existiese sino Dios y nosotros en el mundo. Pero ¡qué difícil es esto! Sin embargo, para gustar el reposo en el interior de nosotros mismos, y para evitar los peligros a los que nos arrojan las acciones del exterior, es necesario contener nuestra actividad, que siempre quiere exterioridad y movimiento, so pretexto de trabajar para Dios, pero en realidad porque no sabe descansarse en Dios, ni esperar o discernir la orden de Dios para aliar la acción con el reposo.

El apóstol san Pablo esperó esta orden para comprometerse en las funciones de la vida pública; y nosotros debiéramos esperarla como él, y después de haberla recibido no prodigarnos sino temblando y por pura obediencia, gimiendo a la vista de la seguridad que dejamos al dejar el reposo escondido en Dios, y de los peligros a los que vamos a exponernos: peligros entre los que están cerca de nosotros, peligros entre los extraños, peligros hasta en la soledad, donde las imágenes importunas que a ella llevaremos acosarán nuestro espíritu (2 Cor 11, 26). Sí, tanto hay de peligros en la vida pública cuánto hay de seguridad en la vida privada.

San Pablo el ermitaño, no habiendo recibido esta orden de actuar y de comunicarse, permanece solo con Dios, solo en un vasto desierto durante casi cien años, ignorando todo lo que ocurría en el mundo —el establecimiento de la religión, las revoluciones de los imperios e incluso la sucesión de los tiempos— conociendo apenas las cosas de las que en absoluto no podía prescindir: el cielo que lo cobija, la tierra que lo sustenta, el aire que respira, el agua que bebe y el pan milagroso del que se sustenta. ¿Qué podía hacer en este gran ocio?, dirán quizá con los mundanos disipados esas almas activas que creerían no vivir si no están en un movimiento perpetuo. ¿Qué hacía? ¡Ay!, con mucho mayor motivo se os podría preguntar qué hacéis vosotros, cuando no hacéis lo que hacen el cielo y la tierra, que es cumplir la voluntad de Dios. ¿Acaso es no hacer nada, el no hacer sino aquello que Dios se propuso al darnos el ser: contemplarlo, adorarlo, amarlo? ¿Acaso es estar ocioso e inútil en este mundo el estar únicamente ocupado en lo que los bienaventurados hacen en el otro, en lo que Dios mismo hace y que es lo mejor que puede hacer? ¿Acaso lo que bastará a todos los ángeles y a todos los santos durante toda la eternidad, lo que bastará siempre a Dios mismo, no podría bastar al hombre durante esta corta y miserable vida? Hacer otra cosa, si no se remite al mismo fin, si no tiene a Dios tanto como principio cuanto como fin de esa actividad, si no lo hacemos en una dependencia continua de Su divina voluntad, que siempre nos pide el corazón más que la mano, y el reposo del alma más que su actividad, ¿qué es, sino apartarse del fin, perder su tiempo y volver a buscar la nada de la que Dios nos ha sacado?

Tenéis talentos y prestigio, demasiado quizá para vos; tenéis buena cuna, autoridad, y una reputación bien asentada de genio, de saber y de rectitud, gozáis de la confianza de los demás. ¿Acaso san Arsenio carecía de todo esto? Y sin embargo, con todos sus grandes talentos, con las ciencias de los griegos y de los romanos, como él mismo dice, con todo el crédito posible en la corte del emperador, cuya estima y confianza lo ponían en condiciones de hacer tanto bien en todo el Imperio, así para la Iglesia como para el Estado, pese a todo ello se sustrae a los piadosos apremios de un príncipe que en vano lo hace buscar por mar y tierra, va a esconderse en un espantoso desierto, y ni siquiera quiere ver a los ángeles terrestres que lo habitan. Tiene menos cuenta del gran bien que hubiera podido hacer, que de la voluntad de Dios sin la cual nada bueno puede hacerse. ¿No es bastante para cerrar la boca a nuestra presunción que es inagotable en razones plausibles para escabullirse de la oscuridad que la confunde y del santo reposo que la aburre? Los talentos, la autoridad, el crédito y la confianza del público, y todos los demás medios de hacer el bien, de los que se hace tanto caso para sacar a un alma de su retiro, muy lejos de configurarle una obligación, como se pretende, ni siquiera llegan a ser una razón suficiente para ello. Dios, que sin duda no merece que sólo se le dé aquello que los hombres rechazan y aquellos que para nada sirven en el mundo, a menudo concede los talentos, la autoridad, el prestigio, al igual que las riquezas, los placeres y las comodidades de la vida, no para que usemos de ellos, sino para que se le ofrezcan en sacrificio. Y ¿quién se atreverá a decir que es ser un siervo inútil el no hacer otra cosa que lo que Dios quiere? El talento que se entierra por orden Suya es un grano que se siembra y que produce el céntuplo, como lo vemos en los Arsenio, los Nilo y tantos otros.

Pero sin necesidad de multiplicar aquí los ejemplos de los santos, que son innumerables, el ejemplo del Santo de los santos no admite réplica. De los treinta y tres años que vivió en la tierra, treinta los pasó en la oscuridad de una vida privada y de una humilde condición, no obstante el celo de la gloria de Dios y de la salvación de los hombres que abrasaba su alma, y pese a los desórdenes y escándalos que le atravesaban el corazón. La Sabiduría eterna no rompe el silencio y no sale de la oscuridad sino en la hora que ha sido fijada en los designios de Dios, y rechaza con severidad el ruego de su Madre según la carne, porque ella parece querer anticipar esa hora (Jn 2, 4) ¡Y nosotros, en cambio, estamos dispuestos a ceder ante las menores persuasiones humanas, sin consultar mucho la voluntad de Dios, para comprometernos en las obras exteriores y en los ministerios peligrosos, o más bien nos dejamos seducir por nuestro amor propio, que nos persuade a menudo sin mucho fundamento, de que debemos dedicarnos a todo eso y que estamos en condiciones de salir airosos! ¿Acaso los favores de la Providencia resultan así ser una razón suficiente para sacarnos del orden de esa misma Providencia? ¿Y basta con tener manos y fuerzas, con una buena voluntad, para ponerse a cultivar la viña del Señor?”.

Schola Veritatis

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