El mártir es aquel
que da a la muerte un rostro humano; paradójicamente, expresa la belleza de la
muerte.
Por: Mons. Jorge Arturo Mejía Flores | Fuente: Vícaría de Pastoral de México
El término Mártir viene del griego y significa "Testigo", lo mismo que "Martirio" significa "Testimonio". Por lo tanto, los
mártires son los testigos de la fe.
El mártir no es un extraño para nosotros.
Sabemos quién es y logramos captar su personalidad y su significado histórico;
sin embargo, con frecuencia, su imagen parece evocar en nosotros un mundo que
no es ya el nuestro. Aparece como un personaje lejano, relegado a épocas y
períodos históricos que pertenecen al pasado y que tan sólo la memoria
litúrgica nos lo propone de nuevo en el culto cotidiano.
El mártir, en la acepción que hoy tiene, es aquel que da su propia vida por la verdad
del evangelio. En este sentido es muy expresivo un texto de
Orígenes: "Todo el que da testimonio de la
verdad, bien sea con palabras o bien con hechos o trabajando de alguna manera
en favor de ella, puede llamarse con todo derecho: testigo".
Esta dimensión permite comprender plenamente el
significado de los mártires en la historia en la vida de la comunidad
cristiana. Mediante su testimonio, la Iglesia verifica que sólo a través de
este camino se puede hacer plenamente creíble el anuncio del evangelio.
Esto permite además explicar el hecho de que
desde sus primeros años la Iglesia haya visto en el
martirio un lugar privilegiado para verificar la verdad y la eficacia de su
anuncio; en efecto, en estos
acontecimientos el testimonio por el evangelio no se limitaba solamente a la
forma verbal, sino que se extendía a la concreción de la vida. Por eso la
Iglesia comprendió que el mártir no tenía necesidad de sus oraciones; al
contrario, era ella la que rezaba a los mártires para obtener su intercesión.
Por tanto, no se reza por el mártir, sino que se reza al mártir
por la Iglesia. El día del
martirio se recordaba y se memorizaba como el momento al que había que volver
con gozo para celebrar una fiesta, ya que se encontraba allí la fuerza y el
apoyo para proseguir en la obra evangelizadora.
El
martirio, como objeto de estudio teológico, pertenece a diferentes disciplinas,
mismas que nos ayudan a tener una visión más completa de su realidad. Así por
ejemplo:
- La
teología dogmática, valorará más directamente en el martirio el elemento
de testimonio para la verdad del evangelio;
- La
espiritualidad, por su parte, estudiará sus formas y sus características
para que pueda ser presentado también hoy como modelo de vida cristiana;
- La
historia de la Iglesia intentará reconstruir las causas que produjeron
situaciones de martirio y valorará la exactitud de los relatos más allá de
toda lectura legendaria;
- El
derecho canónico, finalmente, valorará las formas y las motivaciones con
las que se realizó el testimonio del mártir, para establecer su validez
con vistas a la canonización.
La teología fundamental estudia el martirio
dentro de la dimensión apologética, para mostrar que es el lenguaje expresivo
de la revelación y el signo creíble del amor trinitario de Dios. Mediante el testimonio de los mártires se muestra que todavía hoy, la
revelación tiene su fuerza de provocación respecto a nuestros contemporáneos,
bien para permitir la opción de la fe, bien para vivirla de forma coherente y
significativa.
a) El martirio como
lenguaje. Querámoslo o no, el término mártir trae a la
mente del que lo pronuncia -o del que lo escucha- una realidad definida. Como
todos los términos del lenguaje humano, también éste está sometido al análisis
lingüístico, que busca ante todo su sensatez, y por tanto su verdad o
no-verdad, en la experiencia cotidiana. En cuanto lenguaje humano, revela la
dimensión más personal del sujeto, que ve realizada de esta manera tanto su
capacidad para poseer la realidad que experimenta y que lleva a cabo como la
autocomprensión de sí como sujeto creativo.
Una forma peculiar de lenguaje humano es la que
se realiza a través del lenguaje del testimonio. Su hermenéutica permite
recuperar algunos datos que ofrecen una visión más orgánica y significativa del
martirio.
El testimonio va unido intuitivamente al ámbito "jurídico" de la experiencia humana; en efecto, se comprende
como un acto mediante el cual se refiere lo que ha sido objeto de conocimiento
personal. Sin embargo, esta dimensión es sólo la primera forma de nuestro
conocimiento; efectivamente, el testimonio revela, en un
análisis más profundo, ciertas características que llegan hasta la esfera más
personal del sujeto.
Todo testimonio encierra al menos dos elementos:
en primer lugar, el acto de comunicar; luego, el contenido que se expresa. Esta
forma de comunicación necesita inevitablemente la presencia de un receptor que
acoja el testimonio. Esto permite afirmar que el testimonio es una relación
interpersonal que se crea entre dos sujetos en virtud de un contenido que se
comunica. La calidad de la relación que se forma pertenece a la esfera más
profunda de la relación interpersonal, en cuanto que, sobre la base del
contenido expresado, los dos se arriesgan en la confianza mutua y en la
credibilidad de su propio ser. En efecto, el testigo, en proporción con la
fidelidad con que expresa el contenido de su propia experiencia, revela la
veracidad o no veracidad de su propio ser; por otra parte, el que recibe este
testimonio, al valorar el grado de fiabilidad de lo que se le comunica,
arriesga su propia confianza en el otro. De todas formas, en ambos sujetos se
pone de manifiesto la voluntad de participar una parte de su propia vida y de
salir de sí mismo con vistas a la comunicación.
Así pues, en esta perspectiva, el testimonio no puede reducirse a una simple narración de hechos; se convierte más bien en un compromiso
concreto, con el que se quiere comunicar y expresar, si fuera necesario con la
propia muerte, la verdad de lo que se está diciendo, insistiendo en la verdad
de la propia persona. Con el testimonio, cada uno dispone de sí mismo con
aquella libertad original que le permite verificarse como sujeto verdadero y
coherente; en una palabra, el testimonio representa uno de los rasgos
constitutivos del lenguaje humano.
El martirio se comprendió
siempre como la forma de testimonio supremo que daba el creyente con vistas a la verdad de
su fe en el Señor. Las Actas de los mártires confirman explícitamente que el
martirio se comprendía como aquel testimonio definitivo que, comenzado ante el
juez, se concluía luego con la aceptación de la muerte.
b) El martirio como
signo. Los ejemplos que nos refieren las Actas de los
mártires muestran de forma clara que el testimonio del mártir fue leído como
signo de la presencia de Dios en la comunidad. La misma Trinidad revelaba en la
muerte del mártir la expresión última de su naturaleza: el amor que llega hasta el don completo de sí mismo. La Iglesia
ha comprendido siempre el valor de este testimonio y lo ha interpretado como el signo permanente del amor fiel e inmutable de
Dios que, en
la muerte de Jesús, había alcanzado su expresión culminante.
El signo, con sus cualidades de mediación y de
comunicación, tiene la característica de crear un consenso en torno a su
significado y de provocar al interlocutor para que tome una decisión. Las notas
esenciales de signo se verifican también plenamente en el martirio. En torno al
mártir resulta fácil ver realizado el consenso unánime sobre su fuerza de ánimo
y su coherencia; el contenido de su gesto se convierte en posibilidad, para
todo el que lo desee, de pasar al significado expresado en aquella muerte: el
amor mismo de Dios.
La fuerza provocativa que dimana del martirio y
que mueve a reflexionar sobre el sentido de la existencia y sobre el
significado esencial que hay que dar a la vida es tan evidente que no se
necesita ninguna demostración para convencer de ella. La decisión de llegar a
una opción coherente y definitiva encuentra aquí su espacio vital. La historia
de los mártires manifiesta con toda lucidez que la muerte de cada uno de ellos,
si por una parte dejaba atónitos a los espectadores, por otra sacudía hasta tal
punto su conciencia personal que se abrían a la conversión y a la fe: sangre de los mártires, semilla de cristianos.
La reflexión teológico fundamental encuentra en
el martirio una de las expresiones más cualificadas para proponer
auténticamente, aun hoy día, la credibilidad de la revelación cristiana.
La perspectiva apologética preconciliar se
limitaba normalmente al estudio del martirio dentro de la esfera de una
casuística para el descubrimiento de las virtudes heroicas que atestiguaban los
mártires en favor de la verdad de la fe. Superando esta lectura, es posible ver el martirio relacionado más bien con las perennes cuestiones
del hombre, y, por tanto,
adecuado para ser signo que ilumina a quienes se ponen a buscar un sentido a su
existencia.
HAY TRES CUESTIONES QUE
PARECEN AFECTAR CONTINUAMENTE A LA PERSONA HUMANA:
- La
verdad de su propia vida personal,
- La
libertad ante la muerte y
- La
decisión para la eternidad.
Por lo que se refiere al primer momento, la
verdad de la propia vida personal, se puede observar que, desde los primeros
tiempos de la Iglesia, el martirio fue interpretado
como uno de los gestos más coherentes que el hombre podía realizar. El creyente que había acogido la fe veía realizada en la
muerte del mártir la coherencia más profunda entre la profesión de la fe y la
vida cotidiana. Un análisis de los informes procesales de los mártires nos hace
descubrir que el mártir concebía el camino del martirio como el sendero que
tenía que seguir para ver finalmente realizada su propia
identidad de cristiano y para sentirse completo.
La verdad de la fe, que al final se convierte
para el mártir en "dar la vida por los amigos"
(Jn 15, 13), es una experiencia concreta de verdad sobre sí mismo; en efecto, el mártir comprende que entregar su vida en nombre de Cristo, es lo que
constituye y forma la verdad de su ser. La
verdad sobre su vida y la verdad del evangelio, confluyen aquí en una síntesis
tan estrecha que ya no cabe la idea de concebirse fuera de la verdad acogida en
la fe. De este modo el mártir se hace testigo de la verdad del evangelio,
descubriendo la verdad sobre su propia vida, que carecería de sentido fuera de
esa perspectiva.
Sin embargo, el martirio es en este contexto
una expresión de la honestidad y de la coherencia que lleva a privilegiar y a anteponer la verdad
universal sobre las propias opciones personales de vida.
En efecto, el mártir indica no solamente que
cada uno puede conocer integralmente la verdad sobre su propia vida, sino más
aún, que él puede dar su misma vida para convencer sobre la
verdad que guía sus convicciones y sus opciones.
Por lo que se refiere al segundo momento, la
libertad personal ante la muerte, hay que observar que en el martirio esta
libertad resulta tan paradójica que parece contradictora: ¿cómo puede pensarse que uno es libre, si éste es
precisamente el momento en que la propia vida depende de la voluntad de otro? Además
de la tesis iluminadora de K. Rahner sobre este punto, hay que señalar los
siguientes aspectos ulteriores:
a) La muerte
constituye un acontecimiento que determina la vida de cada uno y que forma la historia personal. Se sitúa como
elemento significativo para el discernimiento de la verdad sobre uno mismo y
sobre todo lo que realiza; en una palabra, la muerte toca al hombre en su
globalidad, es un hecho universal; nadie queda excluido.
Sin embargo, la muerte no es un simple dato
biológico ante el que cada uno ve
la parábola de su propia vida; es algo más, ya que precisamente en ese momento se descubre que uno no está hecho para la muerte, sino para
la vida. La negativa a perderse con la desaparición física de
sí mismo hace comprender cuán esencial es para la persona el enfrentamiento
consciente con este acontecimiento, a pesar de que nos gustaría borrarlo de
nuestra propia mente.
b) La muerte
constituye también un misterio, que
desborda infinitamente al hombre y ante el cual se alternan las reacciones más
diversas: el miedo, la huida, la duda, la contradicción, el deseo de querer
saber más, la desconfianza, la serenidad, la desesperación, el cinismo, la
resignación, la lucha.
En la muerte, cada uno juega su carta
definitiva, ya que se ve obligado a esa "partida
de ajedrez" que ya no puede diferirse más y que al final se busca
como algo necesario e improrrogable.
Por este motivo se puede afirmar que también el mártir, más aún, sobre todo el mártir, revela su
libertad plena ante la muerte, precisamente cuando parece que no
queda ya ningún espacio para la libertad.
En efecto, puesto ante la muerte, el mártir sabe
dar el significado supremo a su vida, aceptando la muerte en nombre
de la vida que le proviene de la fe. Por
consiguiente, el mártir, a pesar de estar condenado a morir, escoge la muerte;
para él, morir equivale a escoger libremente, entregarse a sí mismo, plena y
totalmente, al amor del Padre. El mártir sabe que su aceptación de la muerte,
con este significado, corresponde a liberarse a sí mismo de una vida que, fuera
de ese horizonte, se quedaría sin sentido.
Finalmente, también para la última pregunta -¿qué habrá después de la muerte?- el martirio consigue ser expresión de un sentido
nuevo.
En los procesos de los mártires aparece siempre
la expresión "reunirse con el Señor". Así
pues, en la muerte se encuentra la dimensión íntima de la capacidad personal de
decisión. Aunque pueda parecer paradójico, la decisión más auténtica para el
sujeto, y por tanto la más libre, es la de saber confiarse al misterio que se
percibe. El hombre es misterio, pero comprende dentro de sí la presencia de un
misterio mayor que lo abraza sin destruirlo. Fuera de este horizonte uno se convertiría
en enigma insoluble; por el contrario, dentro de él se encuentra la clave para
poder autocomprenderse.
El martirio, en cuanto signo del amor, es
también signo de aquel que en el amor acoge el misterio del otro. En este punto
ya no existen más preguntas, sino sólo la certeza de ser amado y
acogido por Él. La fuerza del mártir tiene que encontrarse en la
conciencia de que, puesto que Cristo ha vencido a la muerte, también el que se
confía a él reinará para siempre. La palma del mártir se convierte en el signo
perenne de la victoria que va más allá de la derrota de la muerte.
Estos elementos que hemos descrito permiten ver
el martirio como un signo importante para la búsqueda del sentido y para la
credibilidad de la revelación. La muerte del mártir se
convierte en signo de la naturaleza del morir cristiano: asunción
de la muerte misma de Cristo en la vida, acto supremo de la libertad que
introduce en el amor del Padre.
El mártir, en definitiva, es aquel que da a la muerte un rostro humano; paradójicamente, expresa la
belleza de la muerte. Yendo a su encuentro, él la ve ciertamente como un
momento dramático, aunque no trágico, de su existir, y sin embargo digna de ser
vivida por ser expresión de su capacidad para saber amar hasta el fin.
Los manuales de teología en su definición del
martirio, defenderán particularmente el motivo del odio a la fe. Teológicamente
el martirio se define así: sufrimiento voluntario de la
condenación a muerte, infligida por odio contra la fe o la ley divina,
que se soporta firme y pacientemente y que permite la entrada inmediata en la
bienaventuranza.
También el concilio ha procurado dar su propia
visión teológica del martirio, en la que es fácil ver una articulación que se
puede describir con estas características: en primer lugar, las premisas
cristológicas, luego la inserción en el escenario eclesial, después la
comprobación de la especificidad del mártir creyente y, finalmente, la
parénesis, para que todos los bautizados estén dispuestos a profesar la fe
incluso con la entrega de su propia vida. "Dado
que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor entregando su vida por nosotros,
nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por él y por sus hermanos
(premisa cristológica). Pues bien, algunos cristianos, ya desde los primeros
tiempos, fueron llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo
testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores (escenario
eclesial). Por tanto, el martirio, en el que el discípulo se asemeja al
maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se
conforma a Él en la efusión de su sangre, es estimado por la iglesia como un don eximio y la suprema prueba de
amor (especificidad del martirio). Y aunque concedido a pocos, todos deben
estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el
camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia "
(LG 42; cf. también LG 511; GS 20; AG 24; DH 11.14).
Como se advierte en este texto, el Vaticano II
inserta al mártir en una clara perspectiva cristocéntrica; la muerte salvífica
de Jesús de Nazaret constituye el principio normativo del discernimiento del
martirio cristiano. De todas formas, esta centralidad se describe con la
expresión "dar la vida por los hermanos",
que recuerda el texto de Jn 15, 13 y permite verificar que lo que mueve
al mártir a dar su vida es el amor arquetípico y normativo de Cristo.
Igualmente, el recuerdo de la dimensión eclesial no hace más que subrayar la
continuidad del testimonio de amor dado por el mártir para confirmar a los
hermanos en la fe. Además, cuando el texto conciliar habla de la especificidad
del martirio cristiano diciendo que es un "don
eximio", y por tanto una gracia y un carisma dados a
quien más ama, y "la suprema prueba de amor", es decir, el testimonio definitivo del amor,
tanto lo uno como lo otro es visto como algo que se da en la Iglesia y para la
Iglesia, para que de este modo pueda crecer "hacia
aquel que es la cabeza, Cristo. Por él, el cuerpo entero, trabado y unido por medio
de todos sus ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, crece y se
desarrolla en el amor" (Ef 4,15-16; cf. 1 Cor 12-14).
Así pues, cabe pensar que con esta descripción,
el Vaticano II abre el camino a una interpretación nueva y más globalizante del
testimonio del mártir, con vistas a las nuevas formas de martirio a las que hoy
asistimos debido a la modificación de los acontecimientos. Por tanto, es lícito
pensar que con el concilio se llega a identificar el martirio con la forma del
don de la vida por amor.
El texto de LG 42, anteriormente citado, no
habla ni de profesión de fe ni de odio a la fe; los supone ciertamente, pero
prefiere hablar de martirio como signo del amor que se abre hasta hacerse total donación de sí.
Si se subraya el amor más que la fe, se
comprende que es más fácil destacar la normatividad del amor de Cristo, que
está en la base del testimonio del mártir; en efecto, esta forma de amor sigue
siendo creíble también entre los contemporáneos, que se ven provocados por una
persona en la esfera más profunda de su ser.
Luego si el acento se pone en el amor que está
en la base del testimonio del mártir, se comprende también que resulte mucho
más fácil la identificación del mártir con aquel que no sólo profesa la fe,
sino que la atestigua en todas las formas de justicia, que es el mínimo del
amor cristiano.
Por consiguiente, el amor permite referir a la
identidad del mártir su testimonio personal y su compromiso directo en el
desarrollo y progreso de la humanidad; el mártir atestigua que la dignidad de
la persona y sus derechos elementales, hoy universalmente reconocidos pero no
respetados, son los elementos básicos para una vida humana. Si se asume este
horizonte interpretativo, resulta claro que el mártir no se limita ya a unos cuantos
casos esporádicos, sino que se le puede encontrar en todos aquellos lugares en
los que por amor al Evangelio, se vive coherentemente hasta llegar a dar la
vida, al lado de los pobres; de los marginados y de los oprimidos, defendiendo
sus derechos pisoteados. Mártir, por lo tanto,
no es sólo el que derrama su sangre sino que lo es también aquel que día a día
da su vida por sus hermanos en el servicio del Evangelio.
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