VATICANO, 07 Jun. 17 / 05:31 am (ACI).- En su catequesis de la Audiencia
General del miércoles, el Papa Francisco reflexionó sobre la oración del Padre
Nuestro, que Jesús enseño a sus discípulos, y sobre lo que implica llamar “Padre” a Dios.
Llamar a Dios “Padre”, dijo el Santo
Padre, nos revela “el misterio de Dios, que siempre
nos fascina y nos hace sentirnos pequeños, pero que nunca nos produce miedo,
que no nos desalienta, que no nos angustia. Esta es una revolución difícil de
asumir en nuestro ánimo humano”.
A continuación, el texto completo de la catequesis
del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Había algo de atractivo en la oración de Jesús, era tan fascinante que
un día sus discípulos le pidieron que les enseñara. El episodio se encuentra en
el Evangelio de Lucas, que entre los Evangelistas es quien ha documentado
mayormente el misterio del Cristo “orante”: el
Señor oraba. Los discípulos de Jesús están impresionados por el hecho de que
Él, especialmente en la mañana y en la tarde, se retira en la soledad y se “inmerge” en la oración. Y por esto, un día, le
piden de enseñarles también a ellos a orar. (Cfr. Lc 11,1).
Es entonces que Jesús transmite aquello que se ha convertido en la
oración cristiana por excelencia: el “Padre
Nuestro”. En verdad, Lucas, en relación a Mateo, nos transmite la
oración de Jesús en una forma un poco abreviada, que inicia con una simple
invocación: «Padre» (v. 2).
Todo el misterio de la oración cristiana se resume aquí, en esta
palabra: tener el coraje de llamar a Dios con el nombre de Padre. Lo afirma
también la liturgia cuando, invitándonos a recitar comunitariamente la oración
de Jesús, utiliza la expresión «nos atrevemos a
decir».
De hecho, llamar a Dios con el nombre de “Padre”
no es para nada un hecho sobre entendido. Somos conducidos a usar los
títulos más elevados, que nos parecen más respetuosos de su trascendencia. En
cambio, invocarlo como “Padre” nos pone en
una relación de confianza con Él, como un niño que se dirige a su papá,
sabiendo que es amado y cuidado por él. Esta es la gran revolución que el
cristianismo imprime en la psicología religiosa del hombre. El misterio de
Dios, que siempre nos fascina y nos hace sentir pequeños, pero no nos da más
miedo, no nos aplasta, no nos angustia. Esta es una revolución difícil de
acoger en nuestro ánimo humano; tanto es así que incluso en las narraciones de
la Resurrección se dice que las mujeres, después de haber visto la tumba vacía
y al ángel, «salieron corriendo del sepulcro,
porque estaban temblando y fuera de sí» (Mc 16,8). Pero Jesús nos revela
que Dios es Padre bueno, y nos dice: “No tengan
miedo”.
Pensemos en la parábola del padre misericordioso (Cfr. Lc 15,11-32).
Jesús narra de un padre que sabe ser sólo amor para sus hijos. Un padre que no
castiga al hijo por su arrogancia y que es capaz incluso de entregarle su parte
de herencia y dejarlo ir fuera de casa. Dios es Padre, dice Jesús, pero no a la
manera humana, porque no existe ningún padre en este mundo que se comportaría
como el protagonista de esta parábola. Dios es Padre a su manera: bueno,
indefenso ante el libre albedrio del hombre, capaz sólo de conjugar el verbo “amar”. Cuando el hijo rebelde, después de haber
derrochado todo, regresa finalmente a su casa natal, ese padre no aplica
criterios de justicia humana, sino siente sobre todo la necesidad de perdonar,
y con su brazo hace entender al hijo que en todo ese largo tiempo de ausencia
le ha hecho falta, ha dolorosamente faltado a su amor de padre.
¡Qué misterio insondable es un Dios que nutre este tipo de amor en
relación con sus hijos!
Tal vez es por esta razón que, evocando el centro del misterio
cristiano, el Apóstol Pablo no se siente seguro de traducir en griego una
palabra que Jesús, en arameo, pronunciaba: “abbà”. En
dos ocasiones San Pablo, en su epistolario (Cfr. Rom 8,15; Gal 4,6), toca este
tema, y en las dos veces deja esa palabra sin traducirla, de la misma forma en
la cual ha surgido de los labios de Jesús, “abbà”, un
término todavía más íntimo respecto a “padre”, y
que alguno traduce “papá, papito”.
Queridos hermanos y hermanas, no estamos jamás solos. Podemos estar
lejos, hostiles, podemos también profesarnos “sin
Dios”. Pero el Evangelio de Jesucristo nos revela que Dios no puede
estar sin nosotros: Él no será jamás un Dios “sin
el hombre”; es Él quien no puede estar sin nosotros, y esto es un gran
misterio. Dios no puede ser Dios sin el hombre: ¡este es un gran misterio! Y
esta certeza es la fuente de nuestra esperanza, que encontramos conservada en
todas las invocaciones del Padre Nuestro. Cuando tenemos necesidad de ayuda,
Jesús no nos dice de resignarnos y cerrarnos en nosotros mismos, sino de
dirigirnos al Padre y pedirle a Él con confianza. Todas nuestras necesidades,
desde las más evidentes y cotidianas, como el alimento, la salud, el trabajo,
hasta aquellas de ser perdonados y sostenidos en la tentación, no son el espejo
de nuestra soledad: existe en cambio un Padre que siempre nos mira con amor, y
que seguramente no nos abandona.
Ahora les hago una propuesta: cada uno de nosotros tiene tantos
problemas y tantas necesidades. Pensemos un poco, en silencio, en estos
problemas y en estas necesidades. Pensemos también en el Padre, en nuestro
Padre, que no puede estar sin nosotros, y que en este momento nos está mirando.
Y todos juntos, con confianza y esperanza, oremos: “Padre
nuestro, que estas en los cielos…”. Gracias.
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