Vivimos normalmente un determinado número de años, habiendo sufrido, como todo mundo, algunas enfermedades pasajeras. Pero un buen día, descubrimos con pena que tenemos cáncer y ese cuerpo tan fiel, tan duradero, tan útil, se nos empieza a desmoronar irremediablemente. Y después de muchos o pocos cuidados, en un plazo más o menos corto, morimos.
O bien
puede suceder que estando perfectamente sanos, caemos fulminados por un paro
cardíaco o perecemos víctimas de un accidente fatal.
Al final,
de una manera u otra, TODOS MORIREMOS. Nadie
absolutamente escapará de la muerte. Es la realidad más irrefutable del mundo.
Desde que somos concebidos en el vientre de nuestra madre, somos por
definición, mortales.
La muerte
es el trance definitivo de la vida. Ante ella cobra todo su realismo la
debilidad e impotencia del hombre. Es un momento sin trampa. Cuando alguien ha
muerto, queda el despojo de un difunto: un cadáver.
Esta
situación provoca en los familiares y la comunidad cristiana un clima muy
complejo. El cuerpo del muerto genera preguntas, cuestiones insoportables. Nos
enfrenta ante el sentido de la vida y de todo, causa un dolor agudo ante la
separación y el aniquilamiento. Todo el que haya contemplado la dramática
inmovilidad de un cadáver no necesita definiciones de diccionario para
constatar que la muerte es algo terrible.
Ese ser
querido, del que tantos recuerdos tenemos, que entrelazó su vida con la
nuestra, es ahora un objeto, una cosa que hay que quitar de en medio, porque a
la muerte sigue la descomposición. Hay que enterrarlo. Y después del funeral,
al retirarnos de la tumba, vamos pensando con Becquer: ¡Qué
solos y tristes se quedan los muertos!”.
¿QUE ES LA MUERTE?
La
definición dada por un diccionario muy en boga es: “La
cesación definitiva de la vida”. Y define la vida como “el resultado del juego de los órganos, que concurre al
desarrollo y conservación del sujeto”.
Habrá que
reconocer que estas u otras definiciones tanto de la vida como de la muerte, no
expresan toda la belleza de la primera y todo el horror de la segunda.
La muerte
es trágica. El hombre, que es un ser viviente, se topa con la muerte, que es la
contradicción de todo lo que un ser humano anhela: proyectos, futuro,
esperanzas, ilusiones, perspectivas y magníficas realidades.
ACTITUD INSTINTIVA ANTE
LA MUERTE.
No es de
extrañar, pues, el horror a la muerte. Y no tan solo al misterioso momento de
la “cesación de la vida”, sino tal vez más,
al proceso doloroso que nos lleve a la muerte.
Tenemos
el maravilloso instinto de conservación que nos hace defender y luchar por la
vida. Sabemos que la vida es un don formidable y la humanidad ama la vida,
propaga la vida, defiende la vida, prolonga la vida y odia la muerte. En muchos
casos luchamos por la vida aunque ésta sea un verdadero infierno.
Si hay
personas que en el colmo de la desesperanza recurren al suicidio, lo normal es
que no queremos morir y estamos dispuestos a pasar por todos los sufrimientos y
a gastar toda nuestra fortuna para curar a un enfermo. Le peleamos a la muerte
un ser querido a costa de lo que sea, de vez en cuando hasta en contra de la
voluntad del interesado. ¡La vida es la vida!
Gracias a
los progresos de la ciencia y la tecnología, podemos ahora recurrir a métodos
sensacionales en la lucha contra la muerte.
Ejemplo
formidable de ello es el trasplante de órganos, incluido el corazón. Por
desgracia, en algunas ocasiones, esa lucha no es en realidad prolongación de la
vida, sino de una dolorosa agonía sin sentido. Nos sentimos obligados a sacar
del cuerpo del enfermo agonizante, hasta el último latido de un corazón que por
sí solo se detendría, totalmente agotado.
Triste
espectáculo el ver a nuestros ser querido lleno de tubos por todos lados y
rodeado de sofisticados aparatos en una sala de terapia intensiva. No nos resignamos a dejarlo morir.
LA MUERTE DIGNA
Se
plantea ahora la cuestión del derecho a una “muerte
digna”. Debemos entender por esto el derecho que tiene la persona a
decidir por sí misma el tratamiento a su enfermedad. Cuando el cuerpo ya ha
cumplido su ciclo normal de vida, no hay obligación de recurrir “a métodos extraordinarios” para prolongar la
vida, según lo define la Iglesia. El enfermo tiene derecho de pedir que lo
dejen morir en paz.
Puede
llegar el momento en que no sea justo mantener artificialmente viva a una
persona, a costa de la misma persona. Los sufrimientos de una agonía prolongada
por una idea equivocada de lo que es la vida o lo que es la muerte, no tienen
sentido.
Pero una
cosa es prescindir de aquellos métodos extraordinarios y otra es la de provocar
la muerte positivamente, crimen que es llamado eutanasia. Tampoco podemos
llamar “muerte digna” al suicidio. Ni
estamos obligados a posponer dolorosamente el momento de la muerte, ni podemos
provocarla.
¿SABEMOS ALGO DEL MAS
ALLÁ?
Desde que
el hombre es hombre, ha tenido la intuición de que la vida, de alguna manera,
no termina con la muerte. Los más antiguos testimonios arqueológicos de la
humanidad son precisamente las tumbas, en las cuales podemos descubrir la idea
que las diferentes culturas tenían del más allá.
Del mismo
modo, el hombre siempre ha intentado de mil maneras, entrar en contacto con los
difuntos. Diversas clases de espiritismo, apariciones, fantasmas, ánimas en
pena, han sido un vano y supersticioso intento de trasponer los dinteles de la
muerte y saber algo del más allá.
¡Cuántas teorías ha inventado el hombre! ¡Cuántos experimentos ha hecho!
Proliferan libros, novelas y
revistas desde las más inocentes hasta las más terroríficas, pasando por la
ciencia-ficción que aparentando solidez científica, no hace sino descubrir su
falsedad.
La
realidad es que nuestros esfuerzos por investigar lo que sucede después de la
muerte son por demás frustrantes. Podemos decir que todo queda en
especulaciones, algunas totalmente equivocadas o fraudulentas, que no explican
nada ni consuelan a nadie. No sabemos prácticamente
nada.
UNA LUZ EN LAS
TINIEBLAS
Sin
embargo nuestro Creador, profundo conocedor de nuestra naturaleza humana, no
podía habernos dejado en completas tinieblas acerca de un asunto tan
inquietante e importante como es la muerte y lo que sucede en el más allá.
En su
inmenso amor por la humanidad, nos envió a Su Hijo Unigénito, su Segunda
Persona Divina, como Luz del Mundo.
En
Jesucristo Nuestro Señor todas las tinieblas quedan disipadas. Su infinita
sabiduría nos ilumina hasta donde Él quiso que viéramos: “Yo soy la Luz del Mundo. Quien me sigue no andará en
tinieblas”.
SOMOS INMORTALES
Toda la
Sagrada Escritura nos enseña, pero especialmente el Nuevo Testamento nos
descubre el sentido de la vida y de la muerte y nos hace atisbar lo que Dios
tiene preparado para nosotros en la eternidad.
Lo primero
que debería asombrarnos es que Dios, el eterno por antonomasia haya querido
compartir nuestra naturaleza humana hasta el grado de sufrir El también la
muerte.
Jesucristo
no vino a suprimir la muerte sino a morir por nosotros. “Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil.2:8).
El misterio de la Cruz nos enseña hasta qué punto el pecado es enemigo de la
humanidad ya que se ensañó hasta en la humanidad santísima del Verbo Encarnado.
En su
vida pública, el Señor Jesús se refirió de muchas maneras al momento de la
muerte y su tremenda importancia.
En
aquella ocasión en que los Saduceos, que ni creían en la otra vida, le
preguntaron maliciosamente de quién sería una mujer que había tenido siete
maridos cuando ésta muriera, Jesús les contestó: “En
este mundo los hombres y las mujeres se casan, Pero los que sean juzgados
dignos de entrar al otro mundo y de resucitar de entre los muertos, ya no se
casarán. Sepan además que no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles.
Y son hijos de Dios, pues Él los ha resucitado” (Lc,20:34-36)
Cuando
murió su amigo Lázaro, ante la profesión de fe de Marta, el Señor dijo: “Yo soy la Resurrección. El que cree en Mí, aunque muera
vivirá. El que vive por la fe en M í, no morirá para siempre” (Jn.
l1:25)
Hay que
tener en cuenta que cuando Jesucristo habla de la vida, en ocasiones se refiere
explícitamente a la vida del cuerpo, que promete será restituida con la
resurrección de la carne: “No se asombren de esto:
llega la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán mi voz. Los que
hicieron el bien, resucitarán para la vida; pero los que obraron el mal,
resucitarán para la condenación” (Jn.5:29).
En otras
ocasiones, en cambio, se está refiriendo a la Vida de la Gracia o sea a la
participación de su propia Vida Divina que nos comunica por amor.
Ejemplo
de esto es el sublime discurso del “Pan de Vida” que
San Juan nos transcribe en su capítulo sexto: “yo
soy el Pan vivo bajado del Cielo; el que coma de este Pan, vivirá para siempre”
(Jn.6:51). Y más adelante, en el versículo 54 nos hace esta maravillosa
promesa: “El que come mi carne y bebe mi sangre,
vive de la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.
MUERTE Y RESURRECCIÓN
Así, el
cristiano sabe que la muerte no solamente no es el fin, sino que por el
contrario es el principio de la verdadera vida, la vida eterna.
En cierta
manera, desde que por los Sacramentos gozamos de la Vida Divina en esta tierra,
estamos viviendo ya la vida eterna. Nuestro cuerpo tendrá que rendir su tributo
a la madre tierra, de la cual salimos, por causa del pecado, pero la Vida
Divina de la que ya gozamos, es por definición eterna como eterno es Dios.
Llevamos
en nuestro cuerpo la sentencia de muerte debida al pecado, pero nuestra alma ya
está en la eternidad y al final, hasta este cuerpo de pecado resucitará para la
eternidad. San Pablo (Rom.8:11) lo expresa magníficamente: “Mas ustedes no son de la carne, sino del Espíritu, pues
el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tuviera el Espíritu de Cristo,
no sería de Cristo. En cambio, si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo vaya
a la muerte a consecuencia del pecado, el espíritu vive por estar en Gracia de
Dios. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos está
en ustedes, el que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también vida a
sus cuerpos mortales; lo hará por medio de su Espíritu, que ya habita en
ustedes”.
El
cristiano iluminado por la fe, ve pues la muerte con ojos muy distintos de los
del mundo. Si sabemos lo que nos espera una vez transpuesto el umbral de la
muerte, puede ésta llegar a hacerse deseable.
El mismo
San Pablo, enamorado del Señor, se queja “del
cuerpo de pecado” pidiendo ser liberado ya de él. “Para mí la vida es Cristo y la muerte ganancia” (Fip.1:21)
“Cuando se manifieste el que es nuestra vida,
Cristo, ustedes también estarán en gloria y vendrán a la luz con Él” (Col.3,4).
EL CIELO
Por
desgracia somos tan carnales, tan terrenales, que nos aferramos a esta vida.
Después de todo, es lo único que conocemos, lo único que hemos experimentado.
A partir
del uso de la razón, aprendemos a discernir entre las cosas buenas de la vida y
las malas, entre lo bello y lo feo, entre lo placentero y lo desagradable. Y
trabajamos arduamente para obtener de la vida lo mejor para nosotros. Todos los
afanes del hombre están motivados para acomodarnos en la tierra lo mejor que
podamos.
No
podernos negar que la vida puede ofrecernos cosas preciosas. Gozar de la
belleza del mundo prodigioso, abrir los sentidos al cosmos entero, la
inteligencia a los secretos que la materia encierra, aprender a amar y ser
amados, crear obras de arte, terminar bien un trabajo, ver el fruto de nuestros
afanes, tener lo que llamamos “satisfactores” porque
precisamente satisfacen nuestros gustos, conocer otras culturas, leer un buen
libro, etc…
No es
fácil relativizar todo ello o restarle importancia. Nuestros parientes y
amigos, nuestras posesiones, nuestros proyectos, son todo lo que tenemos y por
lo que hemos trabajado toda la vida. Nos hemos gastado en ello, invirtiendo
todas nuestras fuerzas.
Y por
ello, ni pensamos en la otra vida. Ni en el Cielo ni el Infierno. Ni el Cielo
nos atrae, ni el Infierno nos asusta. Vivimos inmersos en el tiempo, como si fuéramos
inmortales. Hablar de Cielo o de Infierno hasta puede parecer ridículo. ¡Y sin embargo es, una cosa u otra, nuestro destino
ineludible!
No es el
objeto de este Folleto hablar del Infierno, que hemos tratado en el Folleto EVC
No. 58 sino de abrir los corazones, pero no podemos dejar de recomendar el
No.272 “El Cielo”, en que la EVC reproduce
una magistral conferencia dictada por el Padre Monsabré.
Podemos
decir que todos los goces o todas las penas de esta vida temporal, no tienen
tanta importancia, no son para tanto. San Pablo, que fue arrebatado en éxtasis
para tener un atisbo de los que nos espera, no puede describir con palabras
humanas su experiencia: “Ni el ojo vio, ni el oído
oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le
aman” (1 Cor.2:9). Y en 11 Cor. 12:4, nos
confía que arrebatado al paraíso, donde oyó palabras que no se pueden decir;
son cosas que el hombre no sabría expresar”.
Ante lo
efímero de los goces o sufrimientos de esta vida, el mismo Apóstol nos recomienda
en la carta a los Colosenses: 3:1-4, “Busquen las
cosas de arriba, donde se encuentra Cristo; piensen en las cosas de arriba, no
en las de la tierra”
El CAMINO Y LA META
Esta
manera de pensar puede ser comparada con un viaje: por encantador que sea el
paisaje del camino eso no es lo importante, sino el llegar al lugar de destino.
Sería una torpeza desear que el camino nunca terminara y olvidar que al fin de
éste, nos esperan por ejemplo, unas vacaciones deliciosas a la orilla del mar.
Podría
existir la posibilidad de que cambiáramos de opinión y decidiéramos detenernos
en un lugar más hermoso que el mismo fin planeado anteriormente. Pero en la
vida esto no puede suceder: vamos a la muerte indefectiblemente; no podemos
detener el tiempo, no podemos “cambiar los planes”.
Y si avanzamos fatalmente al fin del viaje, es de sabios fijar nuestra
vista en lo que nos puede esperar.
Podría
alguien decir que pensar “en las cosas de arriba” como
nos aconseja el Apóstol, va en detrimento del progreso de la humanidad y del
desarrollo de todas las posibilidades del ser humano. Por eso dijo Marx que la
religión era el opio de los pueblos. Y no le faltaba razón al estudiar ciertas
religiones, sobre todo orientales, en las que parece que todo el esfuerzo
humano radica en fugarse de la realidad cotidiana.
El
cristianismo no cae en esa posición. La historia lo demuestra ampliamente al
comprobar cómo ha sido precisamente en los países cristianos en donde se han
dado los más grandes pasos en el bienestar del ser humano.
El
peligro no radica tanto en “fugarse” sino
por el contrario en aferrarse en lo temporal, perdiendo de vista lo eterno. El
auténtico seguidor de Jesucristo, al mismo tiempo que trabaja por hacer este
mundo más habitable, no pierde de vista sin embargo, que esto no es sino el
camino a la felicidad eterna y sin límites que Dios nos promete.
Vivimos con los pies bien asentados en la tierra, pero con el anhelo de
obtener al fin de nuestros días, la corona de gloria eterna.
ENVEJECER ES
MARAVILLOSO
El
instinto de conservación y la falta de fe, nos hacen tener horror al
envejecimiento irremediable. Hemos hecho de la juventud un mito. “Juventud, divino tesoro” dijo el poeta, y perder
la juventud lo consideramos un drama.
Da pena
ver a personas maduras y post-maduras, intentar defenderse de la calvicie, de
las canas, de las arrugas… No logran, por supuesto, engañar a nadie y menos
detener el tiempo.
Todas las
operaciones de cirugía plástica que sufren, ni preservan la belleza juvenil, ni
restan un sólo día a su avanzada edad. Todos esos intentos vanos por beber en
la fuente de la eterna juventud, no hacen sino evidenciar que hemos perdido el
sentido de la vida y de la muerte.
La edad
no solamente nos hace poner en su justa medida las cosas temporales (cosa que
los jóvenes no han aprendido todavía) sino que nos acercan más y más a Dios,
nuestro último fin. Los ancianos llevan ventaja a los muchachos. Ya van
llegando a su realización plena, van llegando a la meta.
El gran
San Pablo nos escribe: “Por eso no nos desanimamos.
Al contrario, mientras nuestro exterior se va destruyendo, nuestro hombre
interior se va renovando día a día. La prueba ligera y que pronto pasa, nos
prepara para la eternidad una riqueza de gloria tan grande que no se puede
comparar. Nosotros, pues, no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo invisible,
ya que las cosas visibles duran un momento y las invisibles son para siempre.”
(II Cor.4:16-18)
Y no es
que nos resignemos mansamente a lo inevitable. Es por el contrario la
conciencia jubilosa de que estamos siendo llamados por Dios.
Las canas
y arrugas son los signos de este gozoso llamado. Y las enfermedades y achaques
nos dicen lo mismo: la meta está ya cerca. Pronto verás a Dios.
El gran
San Ignacio de Antioquía, anciano y camino al martirio, avanza gozoso al
encuentro con Dios y escribe a los romanos: “Mi
amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos;
únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me
dice:” “Ven al Padre. No encuentro ya
deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo”.
¡Qué
maravilla llegar a comprender que la muerte es el inicio de la verdadera vida y
que todo esto no ha sido sino un ensayo, un camino, una invitación!
LA LITURGIA DE LOS
DIFUNTOS
La
reforma litúrgica implementada a raíz del Concilio Vaticano II, ha puesto
empeño en hacer resaltar los aspectos positivos del trance de la muerte. Lo
primero que nos llama la atención es el abandono de los ornamentos color negro
en las Misas de Difuntos, por ser el negro signo de duelo sin asomo de consuelo
ni esperanza.
Sin
ignorar el aspecto trágico de la muerte, lo que sería una falacia, el Ritual de
Sacramentos en la introducción a las Exequias acentúa la esperanza del
creyente. “A pesar de todo, la comunidad celebra la
muerte con esperanza. El creyente, contra toda evidencia, muere confiado: “En
tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc.23:26)
En medio del enigma y la realidad tremenda de la muerte, se celebra la
fe en el Dios que salva”.
“En el corazón de la muerte, la iglesia proclama su esperanza en la resurrección.
Mientras toda imaginación fracasa, ante la muerte, la iglesia afirma que el
hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz. La muerte corporal será
vencida.”
“En la celebración de la muerte, la iglesia festeja “el misterio
pascual” con el que el difunto ha vivido identificado, afirmando así la
esperanza de la vida recibida en el Bautismo, de la comunión plena con Dios y
con los hombres honrados y justos y, en consecuencia, la posesión de la
bienaventuranza”
En un
equilibrio notable entre las realidades temporales como son el pecado y la
muerte, en la Oración Colecta de la Misa de Difuntos, asegura la acción
salvadora de Jesucristo: “Dios, Padre Todopoderoso,
apoyados en nuestra fe, que proclama la muerte y resurrección de tu Hijo, te
pedimos que concedas a nuestro hermano N. que así como ha participado ya de la
muerte de Cristo, llegue también a participar de la alegría de su gloriosa
resurrección”.
Al mismo
tiempo que se ora por el difunto, pidiendo al Señor se digne perdonar sus
culpas, hay un grito de esperanza en la misericordia infinita del Salvador.
En la
oración sobre las Ofrendas, queda expresado perfectamente este sentimiento: “Te ofrecemos, Señor, este sacrificio de reconciliación
por nuestro hermano N. para que pueda encontrar como juez misericordioso a tu
hijo Jesucristo, a quien por medio de la fe reconoció siempre como su
Salvador”.
“La muerte, es por tanto, un momento santo: el del amor perfecto, el de
la entrega total, en el cual, con Cristo y en Cristo, podemos plenamente
realizar la inocencia bautismal y volver a encontrar, más allá de los siglos,
la vida del Paraíso” (Romano
Guardini)
La mejor
y más completa respuesta al problema de la muerte la encontramos en los
escritos de San Pablo. Recordemos la, magnífica frase: “Al
fin de los tiempos, la muerte quedará destruida para siempre, absorbida en la
victoria” (I Cor.15:26).
Con el
realismo que caracteriza a la Iglesia Católica, toda la liturgia de Difuntos,
ofrece a Dios sufragios por los muertos, sabiendo que todos, en mayor o menor
grado, hemos ofendido a Dios, pero con la plena confianza en la infinita
misericordia divina, que garantiza al final el goce de la bienaventuranza. Por
ello el libro del Apocalipsis nos enseña: “Bienaventurados
los que mueren en el Señor” (Ap.21:4).
Repetimos
una y otra vez al orar por los nuestros: “Dale
Señor el descanso eterno y brille para él la Luz Perpetua”. Descanso de
las luchas y fatigas de esta vida; luz para siempre, sin sombras de muerte, sin
tinieblas de angustias, dudas o ignorancias. La luz total de contemplar la
gloria de Dios en todo su esplendor, en la consumación del amor perfecto y
eterno.
“La Muerte es la compañera del amor, la que abre la puerta y nos permite
llegar a Aquel que amamos”.
San
Agustín
“La Vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para encontrarlo,
la eternidad para poseerlo”.
FI.
Novet
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