VATICANO, 21 Nov. 16 / 06:03 am (ACI).- El Vaticano ha hecho pública
la carta del Papa Francisco “Misericordia et
misera” mediante la cual quiere recordar que la misericordia es una de
las actitudes propias del cristiano e invita a que se viva tan intensamente
como durante el Jubileo.
“La misericordia no puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que
constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad
profunda del Evangelio. Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en
el amor misericordioso del Padre”, dice el
Pontífice en la misma.
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Carta Apostólica completa en formato PDF, ingrese a: https://www.aciprensa.com/pdf/MisericordiaEtMisera.pdf
A continuación, el texto completo de la carta:
FRANCISCO a cuantos leerán esta Carta Apostólica misericordia y paz.
Misericordia et misera son las dos palabras que san Agustín usa para
comentar el encuentro entre Jesús y la adúltera (cf. Jn 8,1-11). No podía
encontrar una expresión más bella y coherente que esta para hacer comprender el
misterio del amor de Dios cuando viene al encuentro del pecador: «Quedaron sólo
ellos dos: la miserable y la misericordia». Cuánta piedad y justicia divina hay
en este episodio. Su enseñanza viene a iluminar la conclusión del Jubileo
Extraordinario de la Misericordia e indica, además, el camino que estamos
llamados a seguir en el futuro.
1. Esta página del Evangelio puede
ser asumida, con todo derecho, como imagen de lo que hemos celebrado en el Año
Santo, un tiempo rico de misericordia, que pide ser siempre celebrada y vivida
en nuestras comunidades. En efecto, la misericordia no puede ser un paréntesis
en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que
manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se revela en
la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso del Padre.
Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, adúltera y, según la Ley, juzgada
merecedora de la lapidación; él, que con su predicación y el don total de sí
mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley
mosaica a su genuino propósito originario. En el centro no aparece la ley y la
justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona,
para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo.
En este relato evangélico, sin embargo, no se encuentran el pecado y el juicio
en abstracto, sino una pecadora y el Salvador. Jesús ha mirado a los ojos a
aquella mujer y ha leído su corazón: allí ha reconocido el deseo de ser
comprendida, perdonada y liberada. La miseria del pecado ha sido revestida por
la misericordia del amor. Por parte de Jesús, ningún juicio que no esté marcado
por la piedad y la compasión hacia la condición de la pecadora. A quien quería
juzgarla y condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio prolongado, que
ayuda a que la voz de Dios resuene en las conciencias, tanto de la mujer como
de sus acusadores. Estos dejan caer las piedras de sus manos y se van uno a uno
(cf. Jn 8,9). Y después de ese silencio, Jesús dice: «Mujer,
¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? […] Tampoco yo te
condeno. Anda, y en adelante no peques más» (vv. 10-11). De este modo la
ayuda a mirar el futuro con esperanza y a estar lista para encaminar nuevamente
su vida; de ahora en adelante, si lo querrá, podrá «caminar en la caridad» (cf.
Ef 5,2). Una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca
la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor
que permite mirar más allá y vivir de otra manera.
2. Jesús lo había enseñado con
claridad en otro momento cuando, invitado a comer por un fariseo, se le había acercado
una mujer conocida por todos como pecadora (cf. Lc 7,36-50). Ella había ungido
con perfume los pies de Jesús, los había bañado con sus lágrimas y secado con
sus cabellos (cf. vv. 37- 38). A la reacción escandalizada del fariseo, Jesús
responde: «Sus muchos pecados han quedado
perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco» (v.
47). El perdón es el signo más visible del amor del Padre, que Jesús ha querido
revelar a lo largo de toda su vida. No existe página del Evangelio que pueda
ser sustraída a este imperativo del amor que llega hasta el perdón. Incluso en
el último momento de su vida terrena, mientras estaba siendo crucificado, Jesús
tiene palabras de perdón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc
23,34).
Nada de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la misericordia
de Dios queda sin el abrazo de su perdón. Por este motivo, ninguno de nosotros
puede poner condiciones a la misericordia; ella será siempre un acto de
gratuidad del Padre celeste, un amor incondicionado e inmerecido. No podemos
correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el cual Dios
entra en la vida de cada persona.
La misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando,
transforma y cambia la vida. Así se manifiesta su misterio divino. Dios es
misericordioso (cf. Ex 34,6), su misericordia dura por siempre (cf. Sal 136),
de generación en generación abraza a cada persona que se confía a él y la
transforma, dándole su misma vida.
3. Cuánta alegría ha brotado en el
corazón de estas dos mujeres, la adúltera y la pecadora. El perdón ha hecho que
se sintieran al fin más libres y felices que nunca. Las lágrimas de vergüenza y
de dolor se han transformado en la sonrisa de quien se sabe amado. La
misericordia suscita alegría porque el corazón se abre a la esperanza de una
vida nueva. La alegría del perdón es difícil de expresar, pero se trasparenta
en nosotros cada vez que la experimentamos. En su origen está el amor con el
cual Dios viene a nuestro encuentro, rompiendo el círculo del egoísmo que nos
envuelve, para hacernos también a nosotros instrumentos de misericordia.
Qué significativas son, también para nosotros, las antiguas palabras que
guiaban a los primeros cristianos: «Revístete de
alegría, que encuentra siempre gracia delante de Dios y siempre le es
agradable, y complácete en ella. Porque todo hombre alegre obra el bien, piensa
el bien y desprecia la
tristeza [...] Vivirán en Dios cuantos alejen de sí
la tristeza y se revistan de toda alegría». Experimentar
la misericordia produce alegría. No permitamos que las aflicciones y
preocupaciones nos la quiten; que permanezca bien arraigada en nuestro corazón
y nos ayude a mirar siempre con serenidad la vida cotidiana.
En una cultura frecuentemente dominada por la técnica, se multiplican
las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas, entre ellas
muchos jóvenes. En efecto, el futuro parece estar en manos de la incertidumbre
que impide tener estabilidad. De ahí surgen a menudo sentimientos de melancolía,
tristeza y aburrimiento que lentamente pueden conducir a la desesperación. Se
necesitan testigos de la esperanza y de la verdadera alegría para deshacer las
quimeras que prometen una felicidad fácil con paraísos artificiales. El vacío
profundo de muchos puede ser colmado por la esperanza que llevamos en el
corazón y por la alegría que brota de ella. Hay mucha necesidad de reconocer la
alegría que se revela en el corazón que ha sido tocado por la misericordia.
Hagamos nuestras, por tanto, las palabras del Apóstol: «Estad
siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4; cf. 1 Ts 5,16).
4. Hemos celebrado un Año intenso,
en el que la gracia de la misericordia se nos ha dado en abundancia. Como un
viento impetuoso y saludable, la bondad y la misericordia se han esparcido por
el mundo entero. Y delante de esta mirada amorosa de Dios, que de manera tan
prolongada se ha posado sobre cada uno de nosotros, no podemos permanecer
indiferentes, porque ella cambia la vida.
Sentimos la necesidad, ante todo, de dar gracias al Señor y decirle: «Has sido bueno, Señor, con tu tierra […]. Has perdonado
la culpa de tu pueblo» (Sal 85,2-3). Así es: Dios ha destruido nuestras
culpas y ha arrojado nuestros pecados a lo hondo del mar (cf. Mi 7,19); no los
recuerda más, se los ha echado a la espalda (cf. Is 38,17); como dista el
oriente del ocaso, así aparta de nosotros nuestros pecados (cf. Sal 103,12).
En este Año Santo la Iglesia ha sabido ponerse a la escucha y ha
experimentado con gran intensidad la presencia y cercanía del Padre, que mediante
la obra del Espíritu Santo le ha hecho más evidente el don y el mandato de
Jesús sobre el perdón. Ha sido realmente una nueva visita del Señor en medio de
nosotros. Hemos percibido cómo su soplo vital se difundía por la Iglesia y, una
vez más, sus palabras han indicado la misión: «Recibid
el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados;
a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23).
5. Ahora, concluido este Jubileo, es
tiempo de mirar hacia adelante y de comprender cómo seguir viviendo con
fidelidad, alegría y entusiasmo, la riqueza de la misericordia divina. Nuestras
comunidades continuarán con vitalidad y dinamismo la obra de la nueva
evangelización en la medida en que la «conversión
pastoral», que estamos llamados a vivir, se plasme cada día, gracias a
la fuerza renovadora de la misericordia. No limitemos su acción; no hagamos
entristecer al Espíritu, que siempre indica nuevos senderos para recorrer y
llevar a todos el Evangelio que salva.
En primer lugar estamos llamados a celebrar la misericordia. Cuánta
riqueza contiene la oración de la Iglesia cuando invoca a Dios como Padre
misericordioso. En la liturgia, la misericordia no sólo se evoca con
frecuencia, sino que se recibe y se vive. Desde el inicio hasta el final de la
celebración eucarística, la misericordia aparece varias veces en el diálogo
entre la asamblea orante y el corazón del Padre, que se alegra cada vez que
puede derramar su amor misericordioso. Después de la súplica de perdón inicial,
con la invocación «Señor, ten piedad», somos
inmediatamente confortados: «Dios omnipotente tenga
misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida
eterna». Con esta confianza la comunidad se reúne en la presencia del
Señor, especialmente en el día santo de la resurrección. Muchas oraciones «colectas» se refieren al gran don de la
misericordia. En el periodo de Cuaresma,
por ejemplo, oramos diciendo: «Señor, Padre de misericordia
y origen de todo bien, qué aceptas el ayuno, la oración y la limosna como
remedio de nuestros pecados; mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con
tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas». Después
nos sumergimos en la gran plegaria eucarística con el prefacio que proclama: «Porque tu amor al mundo fue tan misericordioso que no
sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo, sino que en todo lo quisiste
semejante al hombre, menos en el pecado». Además, la plegaria
eucarística cuarta es un himno a la misericordia de Dios: «Compadecido, tendiste la mano a todos, para que te
encuentre el que te busca». «Ten misericordia de todos nosotros»,6 es la
súplica apremiante que realiza el sacerdote, para implorar la participación en
la vida eterna. Después del Padrenuestro, el sacerdote prolonga la plegaria
invocando la paz y la liberación del pecado gracias a la «ayuda de su misericordia». Y antes del signo de
la paz, que se da como expresión de fraternidad y de amor recíproco a la luz
del perdón recibido, él ora de nuevo diciendo: «No
tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia». Mediante
estas palabras, pedimos con humilde confianza el don de la unidad y de la paz
para la santa Madre Iglesia. La celebración de la misericordia divina culmina
en el Sacrificio eucarístico, memorial del misterio pascual de Cristo, del que
brota la salvación para cada ser humano, para la historia y para el mundo
entero. En resumen, cada momento de la celebración eucarística está referido a
la misericordia de Dios.
En toda la vida sacramental la misericordia se nos da en abundancia. Es
muy relevante el hecho de que la Iglesia haya querido mencionar explícitamente
la misericordia en la fórmula de los dos sacramentos llamados «de sanación», es decir, la Reconciliación y la
Unción de los enfermos. La fórmula de la absolución dice: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al
mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo
para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia,
el perdón y la paz»; y la de la Unción reza así: «Por esta santa Unción
y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu
Santo». Así, en la oración de la Iglesia la referencia a la misericordia, lejos
de ser solamente parenética, es altamente performativa, es decir que, mientras
la invocamos con fe, nos viene concedida; mientras la confesamos viva y real,
nos transforma verdaderamente. Este es un aspecto fundamental de nuestra fe,
que debemos conservar en toda su originalidad: antes que el pecado, tenemos la
revelación del amor con el que Dios ha creado el mundo y los seres humanos. El
amor es el primer acto con el que Dios se da a conocer y viene a nuestro
encuentro. Por tanto, abramos el corazón a la confianza de ser amados por Dios.
Su amor nos precede siempre, nos acompaña y permanece junto a nosotros a pesar
de nuestro pecado.
6. En este contexto, la escucha de
la Palabra de Dios asume también un significado particular. Cada domingo, la
Palabra de Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el día del
Señor se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual. En la
celebración eucarística asistimos a un verdadero diálogo entre Dios y su
pueblo. En la proclamación de las lecturas bíblicas, se recorre la historia de
nuestra salvación como una incesante obra de misericordia que se nos anuncia.
Dios sigue hablando hoy con nosotros como sus amigos, se «entretiene» con
nosotros, para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida. Su
Palabra se hace intérprete de nuestras peticiones y preocupaciones, y es
también respuesta fecunda para que podamos experimentar concretamente su
cercanía. Qué importante es la homilía, en la que «la verdad va de la mano de
la belleza y del bien», para que el corazón de los creyentes vibre ante la
grandeza de la misericordia. Recomiendo mucho la preparación de la homilía y el
cuidado de la predicación. Ella será tanto más fructuosa, cuanto más haya
experimentado el sacerdote en sí mismo la bondad misericordiosa del Señor.
Comunicar la certeza de que Dios nos ama no es un ejercicio retórico, sino
condición de credibilidad del propio sacerdocio. Vivir la
misericordia es el camino seguro para que ella llegue a ser verdadero anuncio
de consolación y de conversión en la vida pastoral. La homilía, como también la
catequesis,
ha de estar siempre sostenida por este corazón palpitante de la vida cristiana.
7. La Biblia es la gran historia
que narra las maravillas de la misericordia de Dios. Cada una de sus páginas
está impregnada del amor del Padre que desde la creación ha querido imprimir en
el universo los signos de su amor. El Espíritu Santo, a través de las palabras
de los profetas y de los escritos sapienciales, ha modelado la historia de Israel
con el reconocimiento de la ternura y de la cercanía de Dios, a pesar de la
infidelidad del pueblo. La vida de Jesús y su predicación marcan de manera
decisiva la historia de la comunidad cristiana, que entiende la propia misión
como respuesta al mandato de Cristo de ser instrumento permanente de su
misericordia y de su perdón (cf. Jn 20,23). Por medio de la Sagrada Escritura,
que se mantiene viva gracias a la fe de la Iglesia, el Señor continúa hablando
a su Esposa y le indica los caminos a seguir, para que el Evangelio de la
salvación llegue a todos. Deseo vivamente que la Palabra de Dios se celebre, se
conozca y se difunda cada vez más, para que nos ayude a comprender mejor el
misterio del amor que brota de esta fuente de misericordia. Lo recuerda claramente
el Apóstol: «Toda Escritura es inspirada por Dios y
además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la
justicia» (2 Tm 3,16). Sería oportuno que cada comunidad, en un domingo
del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de la difusión, conocimiento
y profundización de la Sagrada Escritura: un domingo dedicado enteramente a la
Palabra de Dios para comprender la inagotable riqueza que proviene de ese
diálogo constante de Dios con su pueblo. Habría que enriquecer ese momento con
iniciativas creativas, que animen a los creyentes a ser instrumentos vivos de
la transmisión de la Palabra. Ciertamente, entre esas iniciativas tendrá que
estar la difusión más amplia de la lectio divina,
para que, a través de la lectura orante del texto sagrado, la vida espiritual
se fortalezca y crezca. La lectio divina sobre
los temas de la misericordia permitirá comprobar cuánta riqueza hay en el texto
sagrado, que leído a la luz de la entera tradición espiritual de la Iglesia,
desembocará necesariamente en gestos y obras concretas de caridad.
8. La celebración de la
misericordia tiene lugar de modo especial en el Sacramento de la
Reconciliación. Es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a
nuestro encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos. Somos
pecadores y cargamos con el peso de la contradicción entre lo que queremos
hacer y lo que, en cambio, hacemos (cf. Rm 7,14-21); la gracia, sin embargo,
nos precede siempre y adopta el rostro de la misericordia que se realiza
eficazmente con la reconciliación y el perdón. Dios hace que comprendamos su
inmenso amor justamente ante nuestra condición de pecadores. La gracia es más
fuerte y supera cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede
(cf. 1 Co 13,7).
En el Sacramento del Perdón, Dios muestra la vía de la conversión hacia
él, y nos invita a experimentar de nuevo su cercanía. Es un perdón que se
obtiene, ante todo, empezando por vivir la caridad. Lo recuerda también el
apóstol Pedro cuando escribe que «el amor cubre la
multitud de los pecados» (1 Pe 4,8). Sólo Dios perdona los pecados, pero
quiere que también nosotros estemos dispuestos a perdonar a los demás, como él
perdona nuestras faltas: «Perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12). Qué
tristeza cada vez que nos quedamos encerrados en nosotros mismos, incapaces de
perdonar. Triunfa el rencor, la rabia, la venganza; la vida se vuelve infeliz y
se anula el alegre compromiso por la misericordia.
9. Una experiencia de gracia que la
Iglesia ha vivido con mucho fruto a lo largo del Año jubilar ha sido
ciertamente el servicio de los Misioneros de la Misericordia. Su acción
pastoral ha querido evidenciar que Dios no pone ningún límite a cuantos lo
buscan con corazón contrito, porque sale al encuentro de todos, como un Padre.
He recibido muchos testimonios de alegría por el renovado encuentro con el
Señor en el Sacramento de la Confesión. No perdamos la oportunidad de vivir
también la fe como una experiencia de reconciliación. «Reconciliaos
con Dios» (2 Co 5,20), esta es la invitación que el Apóstol dirige
también hoy a cada creyente, para que descubra la potencia del amor que
transforma en una «criatura nueva» (2 Co 5,17).
Doy las gracias a cada Misionero de la Misericordia por este inestimable
servicio de hacer fructificar la gracia del perdón. Este ministerio
extraordinario, sin embargo, no cesará con la clausura de la Puerta Santa.
Deseo que se prolongue todavía, hasta nueva disposición, como signo concreto de
que la gracia del Jubileo siga siendo viva y eficaz, a lo largo y ancho del
mundo. Será tarea del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva
Evangelización acompañar durante este periodo a los Misioneros de la
Misericordia, como expresión directa de mi solicitud y cercanía, y encontrar
las formas más coherentes para el ejercicio de este precioso ministerio.
10. A los sacerdotes renuevo la
invitación a prepararse con mucho esmero para el ministerio de la Confesión,
que es una verdadera misión sacerdotal. Os agradezco de corazón vuestro
servicio y os pido que seáis acogedores con todos; testigos de la ternura
paterna, a pesar de la gravedad del pecado; solícitos en ayudar a reflexionar
sobre el mal cometido; claros a la hora de presentar los principios morales;
disponibles para acompañar a los fieles en el camino penitencial, siguiendo el
paso de cada uno con paciencia; prudentes en el discernimiento de cada caso
concreto; generosos en el momento de dispensar el perdón de Dios. Así como
Jesús ante la mujer adúltera optó por permanecer en silencio para salvarla de
su condena a muerte, del mismo modo el sacerdote en el confesionario tenga
también un corazón magnánimo, recordando que cada penitente lo remite a su
propia condición personal: pecador, pero ministro de la misericordia.
11. Me gustaría que todos meditáramos las palabras del Apóstol, escritas
hacia el final de su vida, en las que confiesa a Timoteo de haber sido el
primero de los pecadores, «por esto precisamente se
compadeció de mí» (1 Tm 1,16). Sus palabras tienen una fuerza
arrebatadora para hacer que también nosotros reflexionemos sobre nuestra
existencia y para que veamos cómo la misericordia de Dios actúa para cambiar,
convertir y transformar nuestro corazón: «Doy
gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y me
confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un
insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí» (1 Tm 1,12-13).
Por tanto, recordemos siempre con renovada pasión pastoral las palabras
del Apóstol: «Dios nos reconcilió consigo por medio
de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18).
Con vistas a este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en ser
perdonados; hemos sido testigos en primera persona de la universalidad del
perdón. No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al
hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a
recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a
banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor propedéutico en la ley
(cf. Ga 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El cristiano está llamado
a vivir la novedad del Evangelio, «la ley del
Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8,2). Incluso en los casos
más complejos, en los que se siente la tentación de hacer prevalecer una
justicia que deriva sólo de las normas, se debe creer en la fuerza que brota de
la gracia divina.
Nosotros, confesores, somos testigos de tantas conversiones que suceden
delante de nuestros ojos. Sentimos la responsabilidad de gestos y palabras que
toquen lo más profundo del corazón del penitente, para que descubra la cercanía
y ternura del Padre que perdona. No arruinemos esas ocasiones con
comportamientos que contradigan la experiencia de la misericordia que se busca.
Ayudemos, más bien, a iluminar el ámbito de la conciencia personal con el amor
infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20).
El Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto
central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes que pongan su
vida al servicio del «ministerio de la
reconciliación» (2 Co 5,18), para que a nadie que se haya arrepentido
sinceramente se le impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a
todos se les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del
perdón.
Una ocasión propicia puede ser la celebración de la iniciativa 24 horas
para el Señor en la proximidad del IV Domingo de Cuaresma, que ha encontrado un
buen consenso en las diócesis y sigue siendo como una fuerte llamada pastoral
para vivir intensamente el Sacramento de la Confesión.
12. En virtud de esta exigencia,
para que ningún obstáculo se interponga entre la petición de reconciliación y
el perdón de Dios, de ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes, en
razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el
pecado de aborto.
Cuanto había concedido de modo limitado para el período jubilar, lo extiendo
ahora en el tiempo, no obstante cualquier cosa en contrario. Quiero enfatizar
con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una
vida humana inocente. Con la misma fuerza, sin embargo, puedo y debo afirmar
que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y
destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse
con el Padre. Por tanto, que cada sacerdote sea guía, apoyo y alivio a la hora
de acompañar a los penitentes en este camino de reconciliación especial.
En el Año del Jubileo había concedido a los fieles, que por diversos
motivos frecuentan las iglesias donde celebran los sacerdotes de la Fraternidad
San Pío X, la posibilidad de recibir válida y lícitamente la absolución
sacramental de sus pecados. Por el bien pastoral de estos fieles, y confiando
en la buena voluntad de sus sacerdotes, para que se pueda recuperar con la
ayuda de Dios, la plena comunión con la Iglesia Católica, establezco por
decisión personal que esta facultad se extienda más allá del período jubilar,
hasta nueva disposición, de modo que a nadie le falte el signo sacramental de
la reconciliación a través del perdón de la Iglesia.
13. La misericordia tiene también el
rostro de la consolación. «Consolad, consolad a mi
pueblo» (Is 40,1), son las sentidas palabras que el profeta pronuncia
también hoy, para que llegue una palabra de esperanza a cuantos sufren y
padecen. No nos dejemos robar nunca la esperanza que proviene de la fe en el
Señor resucitado. Es cierto, a menudo pasamos por duras pruebas, pero jamás
debe decaer la certeza de que el Señor nos ama. Su misericordia se expresa
también en la cercanía, en el afecto y en el apoyo que muchos hermanos y
hermanas nos ofrecen cuando sobrevienen los días de tristeza y aflicción. Enjugar
las lágrimas es una acción concreta que rompe el círculo de la soledad en el
que con frecuencia terminamos encerrados.
Todos tenemos necesidad de consuelo, porque ninguno es inmune al
sufrimiento, al dolor y a la incomprensión. Cuánto dolor puede causar una
palabra rencorosa, fruto de la envidia, de los celos y de la rabia. Cuánto
sufrimiento provoca la experiencia de la traición, de la violencia y del
abandono; cuánta amargura ante la muerte de los seres queridos. Sin embargo,
Dios nunca permanece distante cuando se viven estos dramas. Una palabra que da
ánimo, un abrazo que te hace sentir comprendido, una caricia que hace percibir
el amor, una oración que permite ser más fuerte…, son todas expresiones de la
cercanía de Dios a través del consuelo ofrecido por los hermanos.
A veces también el silencio es de gran ayuda; porque en algunos momentos
no existen palabras para responder a los interrogantes del que sufre. La falta
de palabras, sin embargo, se puede suplir por la compasión del que está
presente y cercano, del que ama y tiende la mano. No es cierto que el silencio
sea un acto de rendición, al contrario, es un momento de fuerza y de amor. El
silencio también pertenece al lenguaje de la consolación, porque se transforma
en una obra concreta de solidaridad y unión con el sufrimiento del hermano.
14. En un momento particular como el
nuestro, caracterizado por la crisis de la familia, entre otras, es
importante que llegue una palabra de gran consuelo a nuestras familias. El don
del matrimonio
es una gran vocación a la que, con la gracia de Cristo, hay que corresponder
con el amor generoso, fiel y paciente. La belleza de la familia permanece
inmutable, a pesar de numerosas sombras y propuestas alternativas: «El gozo del amor que se vive en las familias es también
el júbilo de la Iglesia». El sendero de la vida lleva a que un hombre y
una mujer se encuentren, se amen y se prometan, fidelidad por siempre delante
de Dios, a menudo se interrumpe por el sufrimiento, la traición y la soledad.
La alegría de los padres por el don de los hijos no es inmune a las
preocupaciones con respecto a su crecimiento y formación, y para que tengan un
futuro digno de ser vivido con intensidad.
La gracia del Sacramento del Matrimonio no sólo fortalece a la familia
para que sea un lugar privilegiado en el que se viva la misericordia, sino que
compromete a la comunidad cristiana, y con ella a toda la acción pastoral, para
que se resalte el gran valor propositivo de la familia. De todas formas, este
Año jubilar nos ha de ayudar a reconocer la complejidad de la realidad familiar
actual. La experiencia de la misericordia nos hace capaces de mirar todas las
dificultades humanas con la actitud del amor de Dios, que no se cansa de acoger
y acompañar.
No podemos olvidar que cada uno lleva consigo el peso de la propia
historia que lo distingue de cualquier otra persona. Nuestra vida, con sus
alegrías y dolores, es algo único e irrepetible, que se desenvuelve bajo la
mirada misericordiosa de Dios. Esto exige, sobre todo de parte del sacerdote,
un discernimiento espiritual atento, profundo y prudente para que cada uno, sin
excluir a nadie, sin importar la situación que viva, pueda sentirse acogido
concretamente por Dios, participar activamente en la vida de la comunidad y ser
admitido en ese Pueblo de Dios que, sin descanso, camina hacia la plenitud del
reino de Dios, reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia.
15. El momento de la muerte reviste
una importancia particular. La Iglesia siempre ha vivido este dramático
tránsito a la luz de la resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de
la certeza en la vida futura. Tenemos un gran reto que afrontar, sobre todo en
la cultura contemporánea que, a menudo, tiende a banalizar la muerte hasta el
punto de esconderla o considerarla una simple ficción. La muerte en cambio se
ha de afrontar y preparar como un paso doloroso e ineludible, pero lleno de
sentido: como el acto de amor extremo hacia las personas que dejamos y hacia
Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos. En todas las religiones el momento de la
muerte, así como el del nacimiento, está acompañado de una presencia religiosa.
Nosotros vivimos la experiencia de las exequias como una plegaria llena de
esperanza por el alma del difunto y como una ocasión para ofrecer consuelo a
cuantos sufren por la ausencia de la persona amada.
Estoy convencido de la necesidad de que, en la acción pastoral animada
por la fe viva, los signos litúrgicos y nuestras oraciones sean expresión de la
misericordia del Señor. Es él mismo quien nos da palabras de esperanza, porque
nada ni nadie podrán jamás separarnos de su amor (cf. Rm 8,35). La
participación del sacerdote en este momento significa un acompañamiento
importante, porque ayuda a sentir la cercanía de la comunidad cristiana en los
momentos de debilidad, soledad, incertidumbre y llanto.
16. Termina el Jubileo y se cierra la
Puerta Santa. Pero la puerta de la misericordia de nuestro corazón permanece
siempre abierta, de par en par. Hemos aprendido que Dios se inclina hacia
nosotros (cf. Os 11,4) para que también nosotros podamos imitarlo inclinándonos
hacia los hermanos. La nostalgia que muchos sienten de volver a la casa del Padre,
que está esperando su regreso, está provocada también por el testimonio sincero
y generoso que algunos dan de la ternura divina. La Puerta Santa que hemos
atravesado en este Año jubilar nos ha situado en la vía de la caridad, que
estamos llamados a recorrer cada día con fidelidad y alegría. El camino de la
misericordia es el que nos hace encontrar a tantos hermanos y hermanas que
tienden la mano esperando que alguien la aferre y poder así caminar juntos.
Querer acercarse a Jesús implica hacerse prójimo de los hermanos, porque
nada es más agradable al Padre que un signo concreto de misericordia. Por su
misma naturaleza, la misericordia se hace visible y tangible en una acción
concreta y dinámica. Una vez que se la ha experimentado en su verdad, no se puede
volver atrás: crece continuamente y transforma la vida. Es verdaderamente una
nueva creación que obra un corazón nuevo, capaz de amar en plenitud, y purifica
los ojos para que sepan ver las necesidades más ocultas. Qué verdaderas son las
palabras con las que la Iglesia ora en la Vigilia Pascual,
después de la lectura que narra la creación: «Oh
Dios, que con acción maravillosa creaste al hombre y con mayor maravilla lo
redimiste».
La misericordia renueva y redime, porque es el encuentro de dos
corazones: el de Dios, que sale al encuentro, y el del hombre. Mientras este se
va encendiendo, aquel lo va sanando: el corazón de piedra es transformado en
corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de amar a pesar de su pecado. Es aquí
donde se descubre que es realmente una «nueva
creatura» (cf. Ga 6,15): soy amado, luego existo; he sido perdonado,
entonces renazco a una vida nueva; he sido «misericordiado»,
entonces me convierto en instrumento de misericordia.
17. Durante el Año Santo,
especialmente en los «viernes de la misericordia», he
podido darme cuenta de cuánto bien hay en el mundo. Con frecuencia no es
conocido porque se realiza cotidianamente de manera discreta y silenciosa.
Aunque no llega a ser noticia, existen sin embargo tantos signos concretos de
bondad y ternura dirigidos a los más pequeños e indefensos, a los que están más
solos y abandonados. Existen personas que encarnan realmente la caridad y que
no llevan continuamente la solidaridad a los más pobres e infelices.
Agradezcamos al Señor el don valioso de estas personas que, ante la debilidad
de la humanidad herida, son como una invitación para descubrir la alegría de
hacerse prójimo. Con gratitud pienso en los numerosos voluntarios que con su
entrega de cada día dedican su tiempo a mostrar la presencia y cercanía de
Dios. Su servicio es una genuina obra de misericordia y hace que muchas
personas se acerquen a la Iglesia.
18. Es el momento de dejar paso a la
fantasía de la misericordia para dar vida a tantas iniciativas nuevas, fruto de
la gracia. La Iglesia necesita anunciar hoy esos «muchos otros signos» que
Jesús realizó y que «no están escritos» (Jn
20,30), de modo que sean expresión elocuente de la fecundidad del amor de
Cristo y de la comunidad que vive de él. Han pasado más de dos mil años y, sin
embargo, las obras de misericordia siguen haciendo visible la bondad de Dios.
Todavía hay poblaciones enteras que sufren hoy el hambre y la sed, y
despiertan una gran preocupación las imágenes de niños que no tienen nada para
comer. Grandes masas de personas siguen emigrando de un país a otro en busca de
alimento, trabajo, casa y paz. La enfermedad, en sus múltiples formas, es una
causa permanente de sufrimiento que reclama socorro, ayuda y consuelo. Las
cárceles son lugares en los que, con frecuencia, las condiciones de vida
inhumana causan sufrimientos, en ocasiones graves, que se añaden a las penas
restrictivas. El analfabetismo está todavía muy extendido, impidiendo que niños
y niñas se formen, exponiéndolos a nuevas formas de esclavitud. La cultura del
individualismo exasperado, sobre todo en Occidente, hace que se pierda el
sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás. Dios mismo
sigue siendo hoy un desconocido para muchos; esto representa la más grande de
las pobrezas y el mayor obstáculo para el reconocimiento de la dignidad
inviolable de la vida humana.
Con todo, las obras de misericordia corporales y espirituales
constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y
positiva de la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a ponernos
manos a la obra para restituir la dignidad a millones de personas que son
nuestros hermanos y hermanas, llamados a construir con nosotros una «ciudad
fiable».
19. En este Año Santo se han
realizado muchos signos concretos de misericordia. Comunidades, familias y
personas creyentes han vuelto a descubrir la alegría de compartir y la belleza
de la solidaridad. Y aun así, no basta. El mundo sigue generando nuevas formas
de pobreza espiritual y material que atentan contra la dignidad de las
personas. Por este motivo, la Iglesia debe estar siempre atenta y dispuesta a
descubrir nuevas obras de misericordia y realizarlas con generosidad y
entusiasmo.
Esforcémonos entonces en concretar la caridad y, al mismo tiempo, en
iluminar con inteligencia la práctica de las obras de misericordia. Esta posee
un dinamismo inclusivo mediante el cual se extiende en todas las direcciones,
sin límites. En este sentido, estamos llamados a darle un rostro nuevo a las
obras de misericordia que conocemos de siempre. En efecto, la misericordia se
excede; siempre va más allá, es fecunda. Es como la levadura que hace fermentar
la masa (cf. Mt 13,33) y como un granito de mostaza que se convierte en un árbol
(cf. Lc 13,19).
Pensemos solamente, a modo de ejemplo, en la obra de misericordia
corporal de vestir al desnudo (cf. Mt 25,36.38.43.44). Ella nos transporta a
los orígenes, al jardín del Edén, cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que
estaban desnudos y, sintiendo que el Señor se acercaba, les dio vergüenza y se
escondieron (cf. Gn 3,7-8). Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió»
(Gn 3,21). La vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida.
Miremos fijamente también a Jesús en el Gólgota. El Hijo de Dios está
desnudo en la cruz; su túnica ha sido echada a suerte por los soldados y está
en sus manos (cf. Jn 19,23-24); él ya no tiene nada. En la cruz se revela de
manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los que han perdido la
dignidad porque no cuentan con lo necesario. Si la Iglesia está llamada a ser
la «túnica de Cristo»20 para revestir a su
Señor, del mismo modo ha de empeñarse en ser solidaria con aquellos que han
sido despojados, para que recobren la dignidad que les han sido despojada.
«Estuve desnudo y me vestisteis» (Mt 25,36) implica, por tanto, no mirar para
otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las
personas vivir dignamente.
No tener trabajo y no recibir un salario justo; no tener una casa o una
tierra donde habitar; ser discriminados por la fe, la raza, la condición
social…: estas, y muchas otras, son situaciones que atentan contra la dignidad
de la persona, frente a las cuales la acción misericordiosa de los cristianos
responde ante todo con la vigilancia y la solidaridad. Cuántas son las
situaciones en las que podemos restituir la dignidad a las personas para que
tengan una vida más humana. Pensemos solamente en los niños y niñas que sufren
violencias de todo tipo, violencias que les roban la alegría de la vida. Sus
rostros tristes y desorientados están impresos en mi mente; piden que les
ayudemos a liberarse de las esclavitudes del mundo contemporáneo. Estos niños
son los jóvenes del mañana; ¿cómo los estamos preparando para vivir con
dignidad y responsabilidad? ¿Con qué esperanza pueden afrontar su presente y su
futuro?
El carácter social de la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a
desterrar la indiferencia y la hipocresía, de modo que los planes y proyectos
no queden sólo en letra muerta. Que el Espíritu Santo nos ayude a estar siempre
dispuestos a contribuir de manera concreta y desinteresada, para que la
justicia y una vida digna no sean sólo palabras bonitas, sino que constituyan
el compromiso concreto de todo el que quiere testimoniar la presencia del reino
de Dios.
20. Estamos llamados a hacer que
crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del
encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con
indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos. Las
obras de misericordia son «artesanales»: ninguna
de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de mil modos, y
aunque sea único el Dios que las inspira y única la «materia» de la que están
hechas, es decir la misericordia misma, cada una adquiere una forma diversa.
Las obras de misericordia tocan todos los aspectos de la vida de una
persona. Podemos llevar a cabo una verdadera revolución cultural a partir de la
simplicidad de esos gestos que saben tocar el cuerpo y el espíritu, es decir la
vida de las personas. Es una tarea que la comunidad cristiana puede hacer suya,
consciente de que la Palabra del Señor la llama siempre a salir de la indiferencia
y del individualismo, en el que se corre el riesgo de caer para llevar una
existencia cómoda y sin problemas. «A los pobres
los tenéis siempre con vosotros» (Jn 12,8), dice Jesús a sus discípulos.
No hay excusas que puedan justificar una falta de compromiso cuando sabemos que
él se ha identificado con cada uno de ellos.
La cultura de la misericordia se va plasmando con la oración asidua, con
la dócil apertura a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida
de los santos y la cercanía concreta a los pobres. Es una invitación apremiante
a tener claro dónde tenemos que comprometernos necesariamente. La tentación de
quedarse en la «teoría sobre la misericordia» se
supera en la medida que esta se convierte en vida cotidiana de participación y
colaboración. Por otra parte, no deberíamos olvidar las palabras con las que el
apóstol Pablo, narrando su encuentro con Pedro, Santiago y Juan, después de su
conversión, se refiere a un aspecto esencial de su misión y de toda la vida
cristiana: «Nos pidieron que nos acordáramos de los
pobres, lo cual he procurado cumplir» (Ga 2,10). No podemos olvidarnos
de los pobres: es una invitación hoy más que nunca actual, que se impone en
razón de su evidencia evangélica.
21. Que la experiencia del Jubileo
grabe en nosotros las palabras del apóstol Pedro: «Los
que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión» (1 P
2,10). No guardemos sólo para nosotros cuanto hemos recibido; sepamos
compartirlo con los hermanos que sufren, para que sean sostenidos por la fuerza
de la misericordia del Padre. Que nuestras comunidades se abran hasta llegar a
todos los que viven en su territorio, para que llegue a todos, a través del
testimonio de los creyentes, la caricia de Dios.
Este es el tiempo de la misericordia. Cada día de nuestra vida está
marcado por la presencia de Dios, que guía nuestros pasos con el poder de la
gracia que el Espíritu infunde en el corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de
amar. Es el tiempo de la misericordia para todos y cada uno, para que nadie
piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura. Es
el tiempo de la misericordia, para que los débiles e indefensos, los que están
lejos y solos sientan la presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en
sus necesidades. Es el tiempo de la misericordia, para que los pobres sientan
la mirada de respeto y atención de aquellos que, venciendo la indiferencia, han
descubierto lo que es fundamental en la vida. Es el tiempo de la misericordia,
para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que
acoge y abraza siempre.
A la luz del «Jubileo de las personas
socialmente excluidas», mientras en todas las catedrales y santuarios
del mundo se cerraban las Puertas de la Misericordia, intuí que, como otro signo
concreto de este Año Santo extraordinario, se debe celebrar en toda la Iglesia,
en el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial de los pobres.
Será la preparación más adecuada para vivir la solemnidad de Jesucristo, Rey
del Universo, el cual se ha identificado con los pequeños y los pobres, y nos
juzgará a partir de las obras de misericordia (cf. Mt 25,31-46). Será una
Jornada que ayudará a las comunidades y a cada bautizado a reflexionar cómo la
pobreza está en el corazón del Evangelio y sobre el hecho que, mientras Lázaro
esté echado a la puerta de nuestra casa (cf. Lc 16,19-21), no podrá haber
justicia ni paz social. Esta Jornada constituirá también una genuina forma de
nueva evangelización (cf. Mt 11,5), con la que se renueve el rostro de la
Iglesia en su acción perenne de conversión pastoral, para ser testimonio de la
misericordia.
22. Que los ojos misericordiosos de
la Santa Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros.. Ella es la
primera en abrir camino y nos acompaña cuando damos testimonio del amor. La
Madre de Misericordia acoge a todos bajo la protección de su manto, tal y como
el arte la ha representado a menudo. Confiemos en su ayuda materna y sigamos su
constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la
misericordia de Dios.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de
noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del Año del Señor 2016,
cuarto de pontificado.
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