Con su ayuda es posible entrar en el buen camino. Basta con mantener encendida la lámpara de la fe, el entusiasmo de la esperanza, y el amor.
Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
De un modo sencillo y casi misterioso, Dios dirige mi vida. Lo hace con su gracia, que me acompaña desde el bautismo. Lo hace con su Palabra, acogida y explicada en la Iglesia católica. Lo hace con las inspiraciones continuas del Espíritu Santo.
Lo hace, de un modo sorprendente, a través de la historia. Nada escapa a
su Providencia. Si algo ha ocurrido, incluso el pecado, es porque Él lo tenía
ya previsto. No quiso el mal, pero tampoco impidió que algunos de sus hijos
abusasen de la libertad.
Muchas veces, con su gracia, me ayudó a evitar el pecado. Muchas otras
veces me iluminó tras una caída, me inspiró confianza en su misericordia, me
sacó de la fosa (cf. Sal 40,3) y me vistió un traje de fiesta cuando,
arrepentido, volví a casa (cf. Lc 15,20-24).
A lo largo del camino, ha estado siempre a mi lado. Supo esperar cuando
mi egoísmo cerró puertas y partí lejos de casa. Buscó una y mil veces cómo
despertarme del mal y enseñarme el camino de la vida. Incluso estuvo dispuesto
a morir en una cruz para rescatarme del pecado.
No pudo hacer más por mí. Todo está ofrecido en el Calvario. El cielo ha
quedado abierto. La fuerza del Espíritu Santo actúa en los corazones. Desde que
nació la Iglesia, los discípulos repiten la invitación de Cristo Maestro:
convertíos y creed (cf. Mc 1,15; Hch 2,38; 3,19).
Con su ayuda es posible entrar en el buen
camino. Basta con mantener encendida la lámpara de la fe, el entusiasmo de la
esperanza, y el amor de Dios que “ha sido derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (cf. Rm 5,5).
Como un niño en brazos de su madre (cf. Sal
131), dejo que Dios dirija mi vida. Me llevará a verdes praderas, me conducirá
a fuentes tranquilas (cf. Sal 23), viviré en paz. Porque sé que Él me
ama, y eso me basta.
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