Originario
de Castilla. Pasó de ser canónigo de su catedral a misionero y predicador. Su
celo por la promoción del Evangelio lo impulsó a crear una orden religiosa
dedicada a estudiar y difundir las verdades de Cristo. Es el fundador de la
Orden de Predicadores, conocidos como Dominicos.
SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (1171-1221)
Nació en
Caleruega (Burgos), España, a fines de 1171. Su padre se llamaba Félix de
Guzmán, «venerable y ricohombre entre todos los de su pueblo». Y era de los
nobles que acompañaban al rey en todas sus guerras contra los moros. Y muy
emparentado con la nobleza de entonces. Su madre, la Beata Juana de Aza, era la
verdadera señora de Caleruega, cuyo territorio pertenecía a los Aza por derecho
de behetría. Mujer verdaderamente extraordinaria, era querida y respetada por
todos, muy caritativa, sinceramente piadosa y siempre dispuesta a sacrificarse
por la Iglesia y por los pobres. De ella recibió Domingo su educación primera.
INFANCIA Y JUVENTUD DE DOMINGO
Hacia los
seis años fue entregado a un tío suyo, arcipreste, para su educación literaria.
Y hacia los catorce fue enviado al Estudio General de Palencia, el primero y
más famoso de toda esa parte de España, y en el que se estudiaban artes
liberales, es decir, todas las ciencias humanas, y sagrada teología. A esta
última se dedicó Domingo con tanto ardor que aun las noches las pasaba en la
oración y el estudio, sobre todo de las Sagradas Escrituras y de los Santos
Padres. Sobre estos textos sagrados iba él organizando en sus cuadernos una
síntesis ordenada de toda la doctrina teológica.
Vivía
solo, con su pequeño mobiliario y sus libros. Y así podía distribuir mejor su
tiempo en el día y en la noche. Para mayor mortificación suprimió el vino, que
en su casa tomaba. Suprimir el sueño para estudiar no era para él
mortificación, sino gozo, pues la doctrina cristiana le embelesaba. Por eso su
estudio tenía tanto de oración y de meditación como de estudio propiamente
dicho. Tenía fama de vivir tan recogido, que más bien parecía un viejo que un
joven de dieciocho o veinte años. Su vida anterior le había preparado para
ello, tanto en su propia casa como en la de su tío el arcipreste.
Por
aquellos tiempos de guerras casi continuas con los moros y entre los mismos
príncipes cristianos, con arrasamientos de campos, de pueblos y ciudades, con
dificultades enormes para traer de fuera lo que en un pueblo o en una región
faltaba, eran, como no podía por menos de suceder, frecuentes las hambres, y en
ciertos momentos espantosas. Por toda la región de Palencia se extendió una de
esas hambres terribles que llevaban a la muerte muchas gentes. Domingo
convirtió su cuarto en una Limosna, como entonces se decía, o sea en un lugar
donde se daba todo lo que había y todo lo que se podía alcanzar. Y, claro está,
en esa su habitación no quedaron bien pronto más que las paredes. ¡Ah! Y los
libros en que Santo Domingo estudiaba, su más preciado tesoro. Tan preciado,
que de ellos podía depender su porvenir. No había entonces librerías para
comprarlos; había que copiarlos o hacerlos copiar; y de estas dos clases eran
los libros de Domingo. Pero, además, esos libros suyos estaban llenos de
anotaciones y resúmenes dictados por él mismo. Labor, como se ve, de dinero y
de trabajo, nada fácil de realizar. ¡Y cómo duele desprenderse de un manuscrito
propio –al que se tiene más cariño que a un hijo– para nunca más volverlo a
ver!…
Pues
cuando a estos libros de Domingo les llegó su vez, ahí está ese tesoro suyo del
alma para venderse también. ¿Que el corazón se le desgarra al venderlos? «Pero,
¿cómo podré yo seguir estudiando en pieles muertas (pergaminos), cuando
hermanos míos en carne viva se mueren de hambre?» Esta fue la exclamación de
Domingo a los que le reprochaban aquella venta. Y bien vale la exclamación por
toda una epopeya. Pero hay todavía más: Domingo vendió cuanto tenía. Pero, ¿y
las palabras del Señor: «Amaos como Yo os he amado?» ¿Y no quiso el mismo
Cristo ser vendido por nosotros y para nuestro bien? A la Limosna, que Domingo
había establecido en su propia habitación, llega un día una mujer llorando
amargamente y diciendo: «Mi hermano ha caído prisionero de los moros». A
Domingo no le queda ya nada que dar sino a sí mismo. Pues bien; ahí está él;
irá a venderse como esclavo para rescatar al desgraciado por el cual se le rogaba.
Estos
actos de Domingo conmovieron a Palencia; y entre estudiantes y profesores se
produjo tal movimiento de piedad y caridad que se hizo innecesario vender
libros ni vender personas, sino que de las arcas, en que se hallaba escondido,
salió en seguida dinero suficiente para todo. Y hasta salieron de aquí algunos
que luego, al fundar Domingo su Orden, le siguieron, consagrándose a Dios hasta
la muerte. Y no sólo por Palencia corrió la voz de estos hechos, sino por todo
el reino de Castilla, dando lugar a que el obispo de Osma, don Martín Bazán,
que andaba buscando hombres notables para su Cabildo, viniese a Domingo,
rogándole que aceptase en su catedral una canonjía.
DOMINGO SE CONVIERTE EN CANÓNIGO
La
aceptación de esta canonjía suponía para Domingo un paso decisivo hacia el
ideal de vida apostólica con que soñaba. Estos Cabildos regulares bajo la regla
de San Agustín, fundados durante el último siglo con espíritu religioso y
ansias de perfección, con vida común y pobreza personal voluntaria, eran verdaderas
comunidades religiosas, aunque en los últimos tiempos habían decaído mucho. El
obispo de Osma, en cosa de seis años, tuvo que sustituir a nueve de sus doce
canónigos por inobservantes. Por eso buscaba santos, como el joven Domingo,
para sustituirlos. Y fue tan honda la reforma de este Cabildo, que perseveró en
su vida de perfección hasta fines del siglo XV, en que todos los Cabildos de
España se habían ya secularizado. Tenía Domingo unos veinticuatro años cuando
aceptó esa canonjía. Y poco después, al cumplir la edad canónica de
veinticinco, fue ordenado sacerdote.
Desde el
primer momento el canónigo Domingo comenzó a brillar por su santidad y ser
modelo de todas las virtudes; el último siempre en reclamar honores, que
aborrecía, y el primero para cuanto significaba humillaciones y trabajos. Su
virtud atraía. Y, como de él se dijo en su vida de apostolado, nadie se
acercaba a él que no se sintiese dulce y suavemente atraído hacia la virtud.
Era entonces prior del Cabildo don Diego de Acevedo, elemento importante de
esta reforma y sucesor del obispo don Martín a su muerte en 1201. A Domingo
debieron elegirle subprior sus compañeros apenas le hicieron canónigo, pues
como tal subprior aparece bastante antes de la muerte del obispo Bazán. En 1199
aparece también como sacristán del Cabildo, es decir, director del culto de la
catedral. Estos dos cargos obligaron a Domingo a darse más de lleno al
apostolado y ser modelo de perfección en todo.
A
diferencia de los antiguos monjes, que alternaban la oración con el trabajo
manual, los canónigos regulares debían dedicarse más de lleno que a la vida
contemplativa, al culto divino y a los sagrados ministerios; a éstos, sobre
todo, los que para ellos eran especialmente dedicados. Domingo, pues, como
subprior del Cabildo y como sacristán, tendría a su cargo la enseñanza de la
religión, que en la catedral se daba; la predicación no sólo en la catedral,
sino también en otras iglesias que del Cabildo dependían; bautizar, confesar,
dar la comunión, dirigir el culto, etc., todo ello junto con una vida de
apartamiento del mundo y de pobreza voluntaria, teniéndolo todo en común a
imitación de los apóstoles.
DOMINGO SE VUELVE PREDICADOR
El rey
Alfonso VIII había encargado al obispo de Osma, don Diego de Acevedo, en 1203,
la misión de dirigirse a Dinamarca a pedir para su hijo Fernando, de trece
años, la mano de una dama noble. El obispo aceptó. Y por compañero espiritual
de viaje escogió a Domingo, subprior suyo, dirigiéndose con él por Zaragoza a
Tolosa de Francia. Pero allí observaron que toda esta región, y aun, al
parecer, toda Francia, Flandes, Renania, y hasta Inglaterra y Lombardía,
estaban grandemente infectadas de perniciosas herejías. Los cátaros, los
valdenses o pobres de Lyón, y otras herejías procedentes del maniqueísmo oriental,
lo llenaban todo. Tenían hasta obispos propios. Y hasta llegaron a celebrar un
concilio, presidido por un tal Nicetas, que se decía papa, venido de
Constantinopla. Los poderes civiles, en general, de manera más o menos
solapada, les favorecían. Su aspecto exterior era de lo más austero: vestían de
negro, practicaban la continencia absoluta y se abstenían de carnes y
lacticinios. Negaban todos los dogmas católicos, la unicidad de Dios, la
redención por la cruz de Cristo, los sacramentos, etc., etc. Con la afirmación
de dos dioses, uno bueno y otro malo, su religión venía a ser solamente una
actitud pesimista frente a la vida, de la cual había que librarse por esa
austeridad y mortificaciones con las que deslumbraban a las muchedumbres.
Desde San
Bernardo, sobre todo, se venía luchando contra ellos sin conseguir apenas
resultado alguno. En esta zona de Francia se les llamaba albigenses, por tener
en la ciudad de Albi uno de sus centros principales. Providencialmente la misma
primera noche de su estancia en Tolosa tuvo Domingo ocasión de encontrarse cara
a cara con uno de ellos, su propio huésped, quedando horrorizado. Le pidió
razón de sus errores, y el hereje se defendió como pudo. Y así la noche entera.
Hasta que, al fin, el hereje, profundamente impresionado por el amor y la
ternura con que le hablaba Domingo, reconoció sus propios errores y abandonó la
herejía. A la mañana siguiente Acevedo y Domingo continuaron su viaje a
Dinamarca, donde cumplieron bien su misión, aunque el matrimonio, concertado así
por poder o por procurador, no llegó jamás a consumarse, a pesar de un segundo
viaje hecho en 1205 por los mismos dos embajadores. Los cuales habían
descubierto al norte de Europa un mundo no ya de herejes, sino de paganos, con
mucho mayores dificultades para su evangelización, mundo que ya no se borrará
jamás de su alma.
LA LUCHA CONTRA LAS HEREJÍAS
DESDE EL ESTUDIO
Vueltos
Acevedo y Domingo a Provenza, y conociendo más y más los estragos de la
herejía, que todo lo iba dominando, pues se servía de toda clase de armas, la
calumnia, el incendio, el asesinato…, decidieron quedarse allí. La lucha entre
herejes y católicos era sumamente desigual. Pues, además de que los herejes no
reparaban en medios, tenían bandas de predicadores que iban por todas partes propagando
su doctrina. Por parte de los católicos, en cambio, sólo podían predicar los
obispos o algunos delegados suyos; y algunos, muchos menos, delegados del Papa,
pero siempre, y en todo caso, con misiones muy concretas de tiempos y lugares.
Además, los herejes apenas tenían otros dogmas que negaciones. Pero, en cambio,
alardeaban de practicar a la perfección la moral evangélica y acusaban a la
Iglesia de no practicar nada de lo que enseñaba. Para esto se fijaban, sobre
todo, en la forma como venían a predicarles los legados pontificios, que solían
venir con grande pompa y boato, por creer que lo contrario hacía desmerecer su
autoridad.
En el
seno de la Iglesia hacía un siglo que se venían haciendo reformas en Cabildos
catedrales, como hemos visto, y en Órdenes religiosas, como la de Cluny, la del
Císter y otras. Pero estas reformas no siempre lograban mantenerse en el primer
fervor y con frecuencia fracasaban por completo, a poco de haberse iniciado.
Además,
estas comunidades, por mucha perfección que practicasen, vivían separadas del
pueblo, mientras que los herejes vivían con él mezcladísimos. Por otra parte,
al pueblo suelen preocuparle menos los dogmas que la moral, y cree siempre más
en las obras que en las palabras. Cuando el obispo de Osma y el subprior
llegaron a darse cuenta por completo de la situación, comenzaron a advertir al
Papa que no era nada a propósito para combatir a los herejes presentarse como
sus legados se presentaban. Entre aquella inmensa corrupción, que lo inundaba
todo, comenzaban a sentirse por doquier ansias de verdadera vida evangélica, y
se hacía cada vez más claro que para conquistar al mundo, tan extraviado y
corrompido, había que volver al modo de predicar y de vivir que los mismos
apóstoles practicaron.
En la
primavera de 1207 hubo un encuentro en Montpellier entre algunos legados
cistercienses del Papa, por una parte, y el obispo de Osma y Domingo, por otra,
sobre el sistema a seguir en la lucha contra los herejes. El de Osma renunció a
todo su boato episcopal para abrazar con Domingo la vida estrictamente
apostólica, viviendo de limosnas, que diariamente mendigaban, renunciando a
toda comodidad, caminando a pie y descalzos, sin casa ni habitación propia en
la que retirarse a descansar, sin más ropa que la puesta, etc. Domingo por ese
tiempo ya no quería que le llamasen subprior ni canónigo, sino tan sólo fray
Domingo, y su obispo se había adaptado también perfectamente a esta pobreza de
vida.
Con estas
cosas el aspecto de la lucha contra los herejes fue cambiando más y más a favor
de los católicos. Los misioneros papales aumentaron notablemente en cantidad y
calidad, llevando una vida enteramente apostólica y repartiéndose por toda la
región en torno a ciertos centros escogidos. Domingo se quedó en un lugarcito
llamado Prulla, cerca de Fangeaux, junto a una ermita de la Virgen y algunas
pocas viviendas, pero con buenas comunicaciones. Era ya predicador pontificio y
delegado del Papa para dar certificados de reconciliación con el sello de toda
la Empresa Misional. Este sello contenía solamente la palabra Predicación. Al
jefe de la misión, en este caso a Domingo, se le llamaba magister
praedicationis. Se fundaron no pocos de estos centros; pero como el personal de
la misión, en general, era temporero, a los pocos meses comenzaron a cansarse y
se fueron a sus abadías, quedando en pie solamente el centro de Prulla, que
dirigía y sostenía Domingo.
FUNDACIÓN DE LA ORDEN DE
PREDICADORES, PARA FRAILES Y MONJAS.
Por este
mismo tiempo comenzó Domingo a reunir en Prulla un grupo de damas convertidas
de la herejía, a las que él fue dando poco a poco algunas normas y reglas de
vida, que más tarde se convirtieron en verdaderas constituciones religiosas,
calcadas sobre las mismas de los dominicos. Y habiéndose ido a sus abadías los
abades cistercienses que formaban el grupo principal de la misión; habiéndose
ido, por otra parte, a Osma don Diego de Acevedo para arreglar sus asuntos y
volver a Francia, cosa que no pudo realizar por sorprenderle la muerte;
habiendo sido asesinado el principal legado del Papa y director de aquella gran
misión, las cosas cambiaron súbitamente, y Domingo, cuando más ayudas
necesitaba, se quedó solo. El asesinato de Pedro de Castelnau se atribuyó al
conde de Tolosa, por lo cual éste fue excomulgado, el Papa exoneró a sus
súbditos de la obediencia debida y promovió contra él una cruzada, capitaneada
por Simón de Montfort, que marca uno de los períodos más sangrientos y
difíciles de toda esta época.
Domingo
no era partidario de estos procedimientos; para defender la religión no
aceptaba otras armas que los buenos ejemplos, la predicación y la doctrina; por
lo cual, cuando toda aquella región era el escenario de una guerra de las más
sangrientas, él se recluyó en Prulla, para sostener allí, cuando menos, un
grupito de compañeros, que ya tenía, y otro grupo mayor de mujeres convertidas,
base del convento de monjas que allí se estaba formando. En 1212 quisieron
hacerle obispo de Cominges; pero él rehusó humildemente, alegando que no podía
abandonar la formación de esta doble comunidad, en edad tan tierna todavía.
En 1213,
calmada un poco la guerra, aparece Domingo predicando la Cuaresma en Carcasona.
En esta ciudad, emporio de la herejía, peligraba hasta la vida de los
predicadores; se les escupía, se les tiraba piedras y barro, se les dirigía
toda clase de insultos y calumnias; y precisamente por eso Domingo tenía a esta
ciudad un especial cariño. El obispo le nombró vicario suyo in spiritualibus,
es decir, en cuanto a la predicación, al confesonario, a la reconciliación de
herejes, etc., pero no en causas judiciales o administrativas. Al año siguiente
le nombró capellán suyo, es decir párroco de Fangeaux (25 de mayo de 1214). En
1215 el arzobispo Auch, con el voto unánime de sus canónigos, quiso hacerle
obispo de Conserans, diócesis sufragánea suya. Domingo vuelve a resistirse con
invencible tenacidad.
Estando
en Fangeaux una noche en oración, parece haber tenido una revelación especial,
de la cual, como es natural, no queda documento fehaciente; queda solamente un
monumentito del tiempo posterior llamado Seignadou. Y allí parece haber tenido
el Santo cierta visión que le impresionó grandemente. ¿La revelación del
rosario? Los santos nunca suelen sacar al público estos secretos. Entrar con
más detalles en esto de la fundación del rosario no es cosa nuestra. La
tradición unánime hasta tiempos muy recientes, avalada por gran multitud de
documentos pontificios y con multitud de argumentos de toda clase, a Santo
Domingo atribuye la fundación del rosario.
Desde
1214 vuelve Domingo a sus continuas andanzas de predicación y apostolado, y en
plan verdaderamente apostólico. Los testigos del proceso de su canonización nos
ofrecen datos abundantísimos. Nunca iba solo, sino con un compañero por lo
menos, pues Jesucristo enviaba a sus discípulos a predicar de dos en dos. Solía
llevar consigo un bastón con un palito atravesado en lo alto, como empuñadura.
Uno de estos bastones se conserva todavía en Bolonia. Ninguna clase de equipaje
ni bolsillos ni alforjas, sino tan sólo, en la única túnica remendada y
pobrísima con que se cubría, una especie de repliegue sobre el cinturón, en el
que llevaba el Evangelio de San Mateo, las Epístolas de San Pablo y una
navajita sin punta, sin duda para cortar el pan duro que pidiendo de puerta en
puerta le daban. Iba ceñido con una correa, a estilo de los canónigos de San
Agustín a que pertenecía.
LOS EJEMPLOS Y SACRIFICIOS DE
DOMINGO PRODUCEN CONVERSIONES
Caminaba
siempre descalzo. Lo cual dio lugar a que un hereje se le ofreciese en cierta
ocasión como guía para conducirle a un lugar desconocido, en que tenía que
predicar. Lo llevó por los sitios más malos, llenos de piedras y espinos, de
modo que al poco rato Domingo y su compañero llevaban los pies deshechos y
ensangrentados. Domingo entonces comenzó a dar gracias a Dios y al guía, porque
con aquel sacrificio, decía, era bien seguro que su predicación produciría gran
fruto. Y así fue, porque hasta el mismo guía se convirtió.
En los
caminos iba siempre hablando de Dios y predicando a los compañeros de viaje. Y
cuando esto no era posible se separaba del grupo y comenzaba a cantar himnos y
cánticos religiosos. Cuando el concilio de Montpellier, para diferenciarles de
los herejes, prohibió a los predicadores católicos ir descalzos, Santo Domingo
llevaba sus zapatos al hombro y sólo se los ponía al entrar en pueblos y
ciudades. Ninguna defensa llevaba en sus viajes contra el sol, aun en lo más
ardiente del verano, ni contra la lluvia o la nieve. Y cuando llegaba a un
pueblo con su túnica de lana empapadísima y le invitaban a que, como todos los
demás, se acercase al fuego para secarse, él se disculpaba amablemente yéndose
a rezar a la iglesia. A consecuencia de lo cual solía estar lleno de dolores,
en los que se gozaba. Sus mortificaciones eran continuas e inexorables. Su
camisa estaba tejida con ásperas crines de cola de buey o de caballo, como declaran
en su proceso las señoras que se la preparaban. Por debajo de ella tenía otros
cilicios de hierro y, fuertemente ceñida a la cintura, una cadena del mismo
metal, que no se quitó hasta su muerte. Con cadenillas de hierro también se
disciplinaba todas las noches varias veces. No tuvo lecho jamás, y, cuando en
sus viajes se lo ponían, lo dejaba siempre intacto, durmiendo en el suelo y sin
utilizar siquiera una manta para cubrirse, aun en tiempos de mucho frío. En los
conventos ni celda siquiera tenía, pasando la noche en la iglesia en oración en
diversas formas, de rodillas, en pie, con los brazos en cruz o tendido en venia
a todo lo largo. Para morir tuvieron que llevarle a una celda prestada.
Parcísimo en el comer, ayunaba siempre en las cuaresmas a sólo pan y agua.
Jamás
tuvo miedo a las amenazas que los herejes continuamente le dirigían. El camino
que desciende a Prulla desde Fangeaux era muy a propósito para emboscadas y
asaltos. Y, sin embargo, casi a diario lo recorría Domingo bien entrada la noche.
Un día unos sicarios, comprados por los herejes, le esperaban para matarle. Mas
providencialmente aquel día no pasó por allí el siervo de Dios. Y, habiéndole
encontrado tiempo más tarde, le dijeron que qué hubiera hecho de haber caído en
sus manos, a lo cual Domingo les respondió: «Os hubiera rogado que no me
mataseis de un solo golpe, sino poco a poco, para que fuese más largo mi
martirio; que fuerais cortando en pedacitos mi cuerpo y que luego me dejaseis
morir así lentamente, hasta desangrarme del todo». ¡Qué grandeza! ¡Qué amor a
la cruz y al que en ella quiso por nosotros morir!
LOS PREDICADORES DEBEN SER COMO
LOS APÓSTOLES
Dejemos a
Domingo seguir en sus ininterrumpidas predicaciones. Por el mes de abril dos
importantes caballeros de Tolosa se le ofrecieron a Domingo para seguirle, no
como los demás discípulos que le acompañaban, sino incorporándose plenamente
con él, con un juramento o voto de fidelidad y de obediencia. Uno de ellos,
Pedro Seila, iba a heredar de su padre tres casas en la ciudad de Tolosa, y de
aquí salió la primera fundación de dominicos, pues antes del año estaban las
tres llenas de gente. El obispo, al aprobarles la fundación, había declarado a
Domingo y a sus compañeros vicarios suyos en orden a la predicación, y en esto
en forma permanente y sin especial nombramiento, cosa hasta entonces
completamente desconocida en la historia de la Iglesia. Como no podemos seguir
paso a paso esta historia, baste recordar que, cuando, en vez del obispo, sea
el Papa el que tome una determinación parecida en orden a Domingo y sus
compañeros, la Orden de Predicadores quedará fundada. Los compañeros de Domingo
eran todos clérigos y vestían, como él, túnica blanca, como los canónigos de
San Agustín. Y Domingo se preocupó inmediatamente de buscarles un doctor en
teología que les pusiera clase diaria, a fin de prepararles para la
predicación. Primero doctores y luego predicadores.
Por el
mes de noviembre de 1215 celebróse en Roma el IV Concilio de Letrán, el más
importante acaso de la Edad Media. En este concilio, canon 13, se prohibió la
fundación de nuevas Órdenes religiosas. ¿Qué sería de la recién nacida, aunque
aún no confirmada por Roma, Orden de Predicadores? El Papa, sin embargo,
declaró, como ampliación de ese canon prohibitivo, que admitiría fundaciones
con tal de que se acogiesen a una de las antiguas reglas, completada en los
detalles por especiales constituciones, para mejor adaptarlas a los tiempos.
Esto lo dijo el mismo Inocencio III a Domingo, asegurándole que cuantas
constituciones adicionales le propusiese él se las confirmaría. Pero, unos
meses después, muere el Papa y es elegido Honorio III. Domingo había reunido a
sus hijos el día de Pentecostés de 1216 para redactar esas nuevas
constituciones, que son aún hoy la base de las constituciones de la Orden
dominicana; pero, cuando quiso ir a Roma, para que el Papa cumpliese su palabra
de confirmárselas, el Papa era nuevo y se resistía a prescindir de un canon del
Concilio para aprobar una Orden que con tantas novedades se presentaba. Sobre todo
lo de la predicación, como privilegio concedido a los dominicos sólo por serlo,
levantaba por todas partes una gran oposición. Había también en esta nueva
Orden otras novedades, por ejemplo: las constituciones hechas por Domingo, a
diferencia de las de todas las Órdenes religiosas existentes, eran leyes
meramente penales, pues no obligaban a culpa, sino a pena. Además, la doctrina
de las dispensas se cambiaba por completo. No sólo se dispensaba una ley por no
poder cumplirla, sino también cuando, aun pudiendo, estorbaba a otra ley o
precepto de orden superior y más directamente conducente al fin último de la
Orden, etc., etc.
El Papa,
sin embargo, quería y veneraba mucho a Domingo, y cuanto más le iba tratando
más le veneraba y le quería. Y, al fin, después de algunas vacilaciones y
muchas consultas, dio su bula de 21 de enero de 1217, concediéndole a Domingo
la confirmación deseada. Y tan amigo de Domingo y protector de su Orden llegó a
ser que desde esa fecha hasta 1221, por agosto, en que Domingo expiró, le
fueron dirigidos por el Papa sesenta documentos entre bulas, breves, epístolas,
etc., llegando a eximirle de pagar los gastos que todos estos documentos debían
pagar en la curia pontificia.
Por este
tiempo, estando Domingo en Roma, se le aparecieron una noche en oración los
apóstoles San Pedro y San Pablo y, entregándole un báculo y un libro, le
dijeron ambos a la vez: «Ve y predica». Esto lo refirió el mismo Domingo más
tarde a alguno de su hijos, que lo transmitió a la historia.
Confirmada
la Orden, volvió Domingo a Francia, y el 15 de agosto de 1217 reunió a sus
dieciséis discípulos en Tolosa, para dispersarles por el mundo contra la
opinión de casi todos, incluso algunos obispos amigos. De estos dieciséis
dominicos envió siete a París, dándoles por superior al único doctor con que
hasta entonces contaba, fray Mateo de Francia, y poniendo, además, entre ellos
dos con fama de contemplativos, uno de éstos su propio hermano. A España envió
cuatro. Tres los dejó en Tolosa, y los otros dos se quedaron en Prulla, donde,
además de las monjas, habían comenzado a congregarse hacía algunos años un
grupito de discípulos. Poco tiempo más tarde envió también religiosos a
Bolonia, al lado de la otra universidad de fama mundial que entonces brillaba.
En 1219
visitó Domingo su comunidad de París, que tenía ya más de treinta dominicos,
varios de ellos ingresados en la Orden con el título de doctor. De este modo,
no sólo tenían derecho a enseñar, sino que podían hacerlo en su propia casa,
que ya entonces estaba establecida en lo que fue después, y vuelve a ser hoy,
famosísimo convento de Saint Jacques. En Bolonia le sucedió una cosa parecida,
pues en 1220, por la acción del Beato Reginaldo, doctor también de París, y
otros varios, que por él habían ingresado en la Orden, la universidad se
encontraba en las más íntimas relaciones con los dominicos. Podemos decir que
tanto el convento de París como el de Bolonia comenzó a ser desde el principio
una especie de Colegio Mayor, o, aún más, una sección de la misma universidad,
incorporada a ella totalmente.
En 1220
las herejías de cátaros, albigenses, etc., se habían extendido muchísimo por
Italia, especialmente por la región del norte. El papa Honorio III, para
detener los progresos de la herejía, determinó organizar una gran Misión. Pero,
en vez de poner al frente de ella algún cardenal como legado suyo, o algunos
abades cistercienses, encomendó la dirección a Domingo, no sólo con facultad
para declarar misioneros a cuantos quisiese de sus propios hijos, sino también
para reclutar misioneros entre los mismos cistercienses, benedictinos,
agustinos, etc. Esto era una novedad que, aunque presentida, llamó mucho la
atención. Seguir las peripecias de esta gran misión nos es absolutamente
imposible. Domingo acabó en ella de agotar sus fuerzas por completo. Venía
padeciendo mucho de varias enfermedades, sin querer cuidarse lo más mínimo ni
de dejar de predicar un solo día muchas veces y a todas horas.
El día 28
de julio por la noche llegó a su convento de Bolonia verdaderamente deshecho y
casi moribundo. Pero no quiso celda ni lecho, sino que, como de costumbre,
después de predicar a los novicios, se fue a la iglesia a pasar la noche en
oración. El 1 de agosto no pudo levantarse del suelo ni tenerse en pie, y por
primera vez en su vida aceptó que le pusieran un colchón de lana en el extremo
del dormitorio, y poco después en una celda, que le dejaron prestada, pues en
la Orden no hubo nunca dormitorios corridos, sino celditas, en las que cabía un
colchón de paja –de lana para los enfermos– y un pupitre para estudiar y
escribir. La intensidad de la fiebre le transpone a ratos. Otras veces toma
aspecto como de estar en contemplación, y otras mueve los labios rezando, otras
pide que le lean algunos libros; jamás se queja; cuando tiene alientos para
ello habla de Dios, y la expresión de su rostro demacrado sigue siempre dulce y
sonriente.
El 6 de
agosto habla a toda la comunidad del amor de las almas, de la humildad, de la
pureza, condición necesaria para producir grande fruto. Después hace confesión
general con los doce padres más graves de la comunidad, que más tarde
declararon no haber encontrado en él ningún pecado, sino muy leves faltas.
Después,
ante la sospecha, que le sugirieron, de que quisieran llevar a otra parte su
cuerpo, dijo: «Quiero ser enterrado bajo los pies de mis hermanos». Y viéndoles
a todos llorar, añadió: «No lloréis, yo os seré más útil y os alcanzaré mayores
gracias después de mi muerte». Y ante una súplica del prior levantó las manos
al cielo, diciendo: «Padre Santo, bien sabes que con todo mi corazón he
procurado siempre hacer tu voluntad. He guardado y conservado a los que me
diste. A Ti te los encomiendo: Consérvalos, guárdalos». Y volviéndose a la
comunidad, preparada para rezar las preces por los agonizantes, les dijo:
«Comenzad». Y, al oír: «Venid en su ayuda, santos de Dios», levantó las manos
al cielo y expiró. Era el 6 de agosto de 1221, cuando no había cumplido aún
cincuenta años. Ofició en sus funerales el cardenal Hugolino, legado del Papa,
al que había de suceder bien pronto, y que le había de canonizar.
Una de
las monjas admitida por él en el convento de San Sixto, de Roma, hace de
Domingo la siguiente descripción, confirmada por el dictamen técnico que sobre
su esqueleto se dio en 1945, al abrir su sepultura, por temor de que fuese
Bolonia bombardeada: «De estatura media, cuerpo delgado, rostro hermoso y
ligeramente sonrosado, cabellos y barba tirando a rubios, ojos bellos. De su
frente y cejas irradiaba una especie de claridad que atraía el respeto y la
simpatía de todos. Se le veía siempre sonriente y alegre, a no ser cuando
alguna aflicción del prójimo le impresionaba. Tenía las manos largas y bellas.
Y una voz grave, bella y sonora. No estuvo nunca calvo, sino que tenía su
corona de pelo bien completa, entreverada con algunos hilos blancos.»
Fue
canonizado por Gregorio IX en 1234. Y sus restos descansan en la hermosa
basílica del convento de Predicadores de Bolonia, en una hermosísima y
artística capilla.
Albino
González Menéndez-Reigada, O.P.,
Santo
Domingo de Guzmán, en Año Cristiano, Tomo III,
Madrid,
Ed. Católica (BAC 185), 1959, pp. 310-323.
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