VERDADES
CONSOLADORAS
Una de las verdades mejor establecidas y de las más
consoladoras que se nos han revelado es que nada nos sucede en la tierra,
excepto el pecado, que no sea porque Dios lo quiere; Él es quien envía
las riquezas y la pobreza; si estáis enfermos, Dios es la causa de vuestro mal;
si habéis recobrado la salud, es Dios quien os la ha devuelto; si vivís, es
solamente a Él a quien debéis un bien tan grande; y cuando venga la muerte a
concluir vuestra vida, será de su mano de quien recibiréis el golpe mortal.
Pero, cuando nos persiguen los
malvados, ¿debemos atribuirlo a Dios? Sí, también le podéis acusar a Él del mal
que sufrís. Pero no es la causa del pecado que comete vuestro enemigo al
maltrataros, y sí es la causa del mal que os hace este enemigo mientras peca.
No es Dios quien ha inspirado a
vuestro enemigo la perversa voluntad que tiene de haceros mal, pero es Él quien
le ha dado el poder. No dudéis, si recibís alguna llaga, es Dios mismo quien os
ha herido. Aunque todas las criaturas se aliaran contra vosotros, si el Creador
no lo quiere, si Él no se une a ellas, si Él no les da la fuerza y los medios
para ejecutar sus malos designios, nunca llegarán a hacer nada: No tendrías
ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo Alto, decía el
Salvador del mundo a Pilatos. Lo mismo podemos decir a los demonios y a los
hombres, incluso a las criaturas privadas de razón y de sentimiento. No, no me
afligiríais, ni me incomodaríais como hacéis si Dios no lo hubiera ordenado
así; es Él quien os envía, Él es quien os da el poder de tentarme y afligirme: No
tendríais ningún poder sobre mí si no os fuera dado de lo Alto.
Si meditáramos seriamente, de vez en
cuando, este artículo de nuestra fe, no se necesitaría más para ahogar todas
nuestras murmuraciones en las pérdidas, en todas las desgracias que nos
suceden. Es el Señor quien me había dado los bienes, es Él mismo quien me los
ha quitado; no es ni esta partida, ni este juez, ni este ladrón quien me ha
arruinado; no es tampoco esta mujer que me ha envenenado con sus medicamentos;
si este hijo ha muerto... todo esto pertenecía a Dios y no ha querido dejármelo
disfrutar más largo tiempo.
(Haga clic aquí para profundizar más sobre la Voluntad de Dios)
Confiemos en
la sabiduría de Dios
Es una verdad de fe que Dios dirige
todos los acontecimientos de que se lamenta el mundo; y aún más, no podemos
dudar de que todos los males que Dios nos envía nos sean muy útiles: no podemos
dudar sin suponer que al mismo Dios le falta la luz para discernir lo que nos
conviene.
Si, muchas veces, en las cosas que
nos atañen, otro ve mejor que nosotros lo que nos es útil, ¿no será una locura
pensar que nosotros vemos las cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está
exento de las pasiones que nos ciegan, que penetra en el porvenir, que prevé
los acontecimientos y el efecto que cada causa debe producir? Vosotros sabéis
que a veces los accidentes más importunos tienen consecuencias dichosas, y que
por el contrario los éxitos más favorables pueden acabar finalmente de manera
funesta. También es una regla que Dios observa a menudo, de ir a sus fines por
caminos totalmente opuestos a los que la prudencia humana acostumbra escoger.
En la ignorancia en que estamos de
lo que debe acaecernos posteriormente, ¿cómo osaremos murmurar de lo que
sufrimos por la permisión de Dios? ¿No tememos que nuestras quejas conduzcan a
error, y que nos quejamos cuando tenemos el mayor motivo para felicitarnos de
su Providencia? José es vendido, se le lleva como esclavo, y se le encarcela;
si se afligiera de sus desgracias, se afligiría de su felicidad, pues son otros
tantos escalones que elevan insensiblemente hasta el trono de Egipto. Saúl ha
perdido las asnas de su padre; es necesario irlas a buscar muy lejos e
inútilmente; mucha preocupación y tiempo perdido, es cierto; pero si esta pena
le disgusta, no hubiera habido disgusto tan irracional, visto que todo esto
estaba permitido para conducirle al profeta que debe ungirle de parte del
Señor, para que sea el rey de su pueblo.
¡Cuánta será nuestra confusión
cuando comparezcamos delante de Dios, y veamos las razones que habrá tenido de
enviarnos estas cruces que hemos recibido tan a pesar nuestro! He lamentado la
muerte del hijo único en la flor de la edad: ¡Ay!, pero si hubiera vivido
algunos meses o algunos años más, hubiera perecido a manos de un enemigo, y
habría muerto en pecado mortal. No he podido consolarme de la ruptura de este
matrimonio: Si Dios hubiera permitido que se hubiera realizado, habría pasado
mis días en el duelo y la miseria. Debo treinta o cuarenta años de vida a esta
enfermedad que he sufrido con tanta impaciencia. Debo mi salvación eterna a
esta confusión que me ha costado tantas lágrimas. Mi alma se hubiera perdido de
no perder este dinero. ¿De qué nos molestamos?... ¡Dios carga con nuestra
conducta, y nos preocupamos! Nos abandonamos a la buena fe de un médico, porque
lo suponemos entendido en su profesión; él manda que se os hagan las
operaciones más violentas, alguna vez que os abran el cráneo con el hierro; que
os horade, que os corten un miembro para detener la gangrena, que podría llegar
hasta el corazón. Se sufre todo esto, se queda agradecido y se le recompensa
libremente, porque se juzga que no lo haría si el remedio no fuera necesario,
porque se piensa que hay que fiar en su arte; ¡y no le concederemos el mismo
honor a Dios! Se diría que no nos fiamos de su sabiduría y que tenemos miedo de
que nos descaminara. ¡Cómo!, ¿entregáis vuestro cuerpo a un hombre que puede
equivocarse y cuyos menores errores pueden quitaros la vida, y no podéis
someteros a la dirección del Señor?
Si viéramos todo lo que Él ve,
querríamos infaliblemente todo lo que Él quiere; se nos vería pedirle con
lágrimas las mismas aflicciones que procuramos apartar por nuestros votos y
nuestras oraciones. A todos nos dice lo que dijo a los hijos de Zebedeo: Nescitis
quid petatis; hombres ciegos, tengo piedad de vuestra ignorancia, no sabéis
lo que pedís; dejadme dirigir vuestros intereses, conducir vuestra fortuna,
conozco mejor que vosotros lo que necesitáis; si hasta ahora hubiera tenido
consideración a vuestros sentimientos y a vuestros gustos, estaríais ya
perdidos y sin recurso.
Cuando Dios
prueba
¿Pero queréis estar persuadidos que
en todo lo que Dios permite, en todo lo que os sucede, sólo se persigue vuestro
verdadero interés, vuestra verdadera dicha eterna? Reflexionad un poco en todo
lo que ha hecho por vosotros. Ahora estáis en la aflicción; pensad que el autor
de ella, es el mismo que ha querido pasar toda su vida en dolores para
ahorraros los eternos; que es el mismo que tiene su ángel a vuestro lado,
velando bajo su mandato en todos vuestros caminos y aplicándose a apartar todo
lo que podría herir vuestro cuerpo o mancillar vuestra alma; pensad que el que
os ata a esta pena es el mismo que en nuestros altares no cesa de rogar y de
sacrificarse mil veces al día para expiar vuestros crímenes y para apaciguar la
cólera de su Padre a medida que le irritáis; que es el que viene a vosotros con
tanta bondad en el sacramento de la Eucaristía, el que no tiene mayor placer,
que el de conversar con vosotros y el de unirse a vosotros. Tras estas pruebas
de amor, ¡qué ingratitud más grande desconfiar de Él, dudar sobre si nos visita
para hacernos bien o para perjudicarnos! -¡Pero me hiere cruelmente, hace pesar
su mano sobre mí!- ¿Qué habéis de temer de una mano que ha sido perforada, que
se ha dejado clavar a la cruz por vosotros? -¡Me hace caminar por un camino
espinoso!- ¡Si no hay otro para ir al cielo, desgraciados seréis, si preferís
perecer para siempre antes que sufrir por un tiempo! ¿No es éste el mismo
camino que ha seguido antes que vosotros y por amor vuestro? ¿Habéis encontrado
alguna espina que no haya señalado, que no haya teñido con su sangre? ¡Me
presenta un cáliz lleno de amargura! Sí, pero pensad que es vuestro divino
Redentor quien os lo presenta; amándoos tanto como lo hace, ¿podría trataros
con rigor si no tuviera una extraordinaria utilidad o una urgente necesidad?
Tal vez habéis oído hablar del príncipe que prefirió exponerse a ser envenenado
antes que rechazar el brebaje que su médico le había ordenado beber, porque
había reconocido siempre en este médico muchas fidelidad y mucha afección a su
persona. Y nosotros, cristianos, ¡rechazaremos el cáliz que nos ha preparado
nuestro divino Maestro, osaremos ultrajarle hasta ese punto! Os suplico que no
olvidéis esta reflexión; si no me equivoco, basta para hacernos amar las
disposiciones de la voluntad divina por molestas que nos parezcan. Además, éste
es el medio de asegurar infaliblemente nuestra dicha incluso desde esta vida.
Arrojarse en
los brazos de Dios
Supongo, por ejemplo, que un
cristiano se ha liberado de todas las ilusiones del mundo por sus reflexiones y
por las luces que ha recibido de Dios, que reconoce que todo es vanidad, que
nada puede llenar su corazón, que lo que ha deseado con las mayores ansias es a
menudo fuente de los pesares más mortales; que apenas si se puede distinguir lo
que nos es útil de lo que nos es nocivo, porque el bien y el mal están
mezclados casi por todas partes, y lo que ayer era lo más ventajoso es hoy lo
peor, que sus deseos no hacen más que atormentarle, que los cuidados que toma
para triunfar le consumen y algunas veces le perjudican, incluso en sus planes,
en lugar de hacerlos avanzar; que, al fin y al cabo, es una necesidad de Dios,
que no se hace nada fuera de su mandato y que no ordena nada a nuestro respecto
que no nos sea ventajoso.
Después de percibir todo esto,
supongo también que se arroja a los brazos de Dios como un ciego, que se
entrega a Él, por decirlo así, sin condiciones ni reservas, resuelto
enteramente a fiarse a Él en todo y de no desear nada, no temer nada, en una
palabra, de no querer nada más que lo que Él quiera, y de querer igualmente
todo lo que Él quiera; afirmo que desde este momento esta dichosa creatura
adquiere una libertad perfecta, que no puede ser contrariada ni obligada, que
no hay ninguna potencia que sea capaz de hacerle violencia o de darle un
momento de inquietud.
Pero, ¿no es una quimera que a un
hombre le impresionen tanto los males como los bienes? No, no es ninguna
quimera; conozco personas que están tan contentas en la enfermedad como en la
salud, en la riqueza como en la indigencia; incluso conozco quienes prefieren
la indigencia y la enfermedad a las riquezas y a la salud.
Además no hay nada más cierto que lo
que os voy a decir: Cuanto más nos sometamos a la voluntad de Dios, más
condescendencia tiene Dios con nuestra voluntad. Parece que desde que uno se
compromete únicamente a obedecerle, Él sólo cuida de satisfacernos: y no sólo
escucha nuestras oraciones, sino que las previene, y busca hasta el fondo de
nuestro corazón estos mismos deseos que intentamos ahogar para agradarle y los
supera a todos.
En fin, el gozo del que tiene su
voluntad sumisa a la voluntad de Dios es un gozo constante, inalterable,
eterno. Ningún temor turba su felicidad, porque ningún accidente puede
destruirla. Me lo represento como un hombre sentado sobre una roca en medio del
océano; ve venir hacia él las olas más furiosas sin espantarse, le agrada
verlas y contarlas a medida que llegan a romperse a sus pies; que el mar esté
calmo o agitado; que el viento impulse las olas de un lado o del otro, sigue
inalterable porque el lugar donde se encuentra es firme e inquebrantable.
De ahí nace esa paz, esta calma, ese
rostro siempre sereno, ese humor siempre igual que advertimos en los verdaderos
servidores de Dios.
Práctica del
abandono confiado
Nos queda por ver cómo podemos
alcanzar esta feliz sumisión. Un camino seguro para conducirnos es el ejercicio
frecuente de esta virtud. Pero como las grandes ocasiones de practicarla son
bastante raras, es necesario aprovechar las pequeñas que son diarias y cuyo
buen uso nos prepara enseguida para soportar los mayores reveses, sin
conmovernos. No hay nadie a quien cien cosillas contrarias a sus deseos e
inclinaciones, sea por nuestra imprudencia o distracción, sea por la
inconsideración o malicia de otro, ya sean el fruto de un puro efecto del azar
o del concurso imprevisto de ciertas causas necesarias. Toda nuestra vida está
sembrada de esta clase de espinas que sin cesar nacen bajo nuestras pisadas,
que producen en nuestro corazón mil frutos amargos, mil movimientos
involuntarios de aversión, de envidia, de temor, de impaciencia, mil enfados
pasajeros, mil ligeras inquietudes, mil turbaciones que alteran la paz de
nuestra alma al menos por un momento. Se nos escapa por ejemplo una palabra que
no quisiéramos haber dicho o nos han dicho otra que nos ofende; un criado sirve
mal o con demasiada lentitud, un niño os molesta, un importuno os detiene, un
atolondrado tropieza con vosotros, un caballo os cubre de lodo, hace un tiempo
que os desagrada, vuestro trabajo no va como desearíais, se rompe un mueble, se
mancha un traje o se rompe. Sé que en todo esto no hay que ejercitar una virtud
heroica, pero os digo que bastaría para adquirirla infaliblemente si
quisiéramos; pues si alguien tuviera cuidado para ofrecer a Dios todas estas
contrariedades y aceptarlas como dadas por su Providencia, y si además se
dispusiera insensiblemente a una unión muy íntima con Dios, será capaz en poco
tiempo de soportar los más tristes y funestos accidentes de la vida.
A este ejercicio que es tan fácil, y
sin embargo tan útil para nosotros y tan agradable a Dios que ni puedo
decíroslo, hemos de añadir también otro. Pensad todos los días, por las
mañanas, en todo lo que pueda sucederos de molesto a lo largo del día. Podría
suceder que en este día os trajeran la nueva de un naufragio, de una
bancarrota, de un incendio; quizá antes de la noche recibiréis alguna gran
afrenta, alguna confusión sangrante; tal vez sea la muerte la que os arrebatará
la persona más querida de vosotros; tampoco sabéis si vais a morir vosotros
mismos de una manera trágica y súbitamente. Aceptad todos estos males en caso
de que quiera Dios permitirlos; obligad vuestra voluntad a consentir en este
sacrificio y no os deis ningún reposo hasta que no la sintáis dispuesta a
querer o a no querer todo lo que Dios quiera o no quiera.
En fin, cuando una de estas
desgracias se deje en efecto sentir, en lugar de perder el tiempo quejándose de
los hombres o de la fortuna, id a arrojaros a los pies de vuestro divino
Maestro, para pedirle la gracia de soportar este infortunio con constancia. Un
hombre que ha recibido una llaga mortal, si es prudente no correrá detrás del
que le ha herido, sino ante todo irá al médico que puede curarle. Pero si en
semejantes encuentros, buscarais la causa de vuestros males, también entonces
deberíais ir a Dios pues no puede ser otro el causante de vuestro mal.
Id pues a Dios, pero id pronto,
inmediatamente, que sea éste el primero de todos vuestros cuidados; id a
contarle, por así decirlo, el trato que os ha dado, el azote de que se ha
servido para probaros. Besad mil veces la mano de vuestro Maestro crucificado,
esas manos que os han herido, que han hecho todo el mal que os aflige. Repetid
a menudo aquellas palabras que también Él decía a su Padre, en lo más agudo de
su dolor: Señor, que se haga vuestra voluntad y no la mía; Fiat voluntas tua.
Sí, mi Dios, en todo lo que queráis de mí hoy y siempre, en el cielo y en la
tierra, que se haga esta voluntad, pero que se haga en la tierra como se cumple
en el cielo.
LAS
ADVERSIDADES SON ÚTILES A LOS JUSTOS, NECESARIAS A LOS PECADORES
Ved a esta madre amante que con mil
caricias mira de apaciguar los gritos de su hijo, que le humedece con sus
lágrimas mientras le aplican el hierro y el fuego; desde el momento en que esta
dolorosa operación se hace ante sus ojos y por su mandato, ¿quién va a dudar de
que este remedio violento debe ser muy útil a este hijo que después encontrará
una perfecta curación o al menos el alivio de un dolor más vivo y duradero?
Hago el mismo razonamiento cuando os
veo en la adversidad. Os quejáis de que se os maltrate, os ultrajen, os
denigren con calumnias, que os despojen injustamente de vuestros bienes:
Vuestro Redentor – este nombre es aún más tierno que el de padre o madre –,
vuestro Redentor es testigo de todo lo que sufrís, Él os lleva en su seno, y ha
declarado que cualquiera que os toque, le toca a Él mismo en la niña del ojo;
sin embargo Él mismo permite que seáis travesado, aunque pudiera fácilmente
impedirlo, ¡y dudáis que esta prueba pasajera no os procure las más sólidas
ventajas! Aunque el Espíritu Santo no hubiera llamado bienaventurados a los que
sufren aquí abajo, aunque todas las páginas de la Escritura no hablaran en
favor de las adversidades, y no viéramos que son el pago más corriente de los
amigos de Dios, no dejaría de creer que nos son infinitamente ventajosas. Para
persuadirme, basta saber que Dios ha preferido sufrir todo lo que la rabia de
los hombres ha podido inventar en las torturas más horribles, antes de verme
condenado a los menores suplicios de la otra vida; basta, dije, que sepa que es
Dios mismo quien me prepara, quien me presenta el cáliz de amargura que debo beber
en este mundo. Un Dios que ha sufrido tanto para impedirme sufrir, no se dará
el cruel e inútil placer de hacerme sufrir ahora.
Hay que fiar
en la Providencia
Para mí, cuando veo a un cristiano
abandonarse al dolor en las penas que Dios le envía, digo en primer lugar: “He
aquí un hombre que se aflige de su dicha; ruega a Dios que le libre de la
indigencia en que se encuentra y debería darle gracias de haberle reducido a
ella.
Estoy seguro que nada mejor podría
acaecerle que lo que hace el motivo de su desolación; para creerlo tengo mil
razones sin réplica. Pero si viera todo lo que Dios ve, si pudiera leer en el
porvenir las consecuencias felices con las que coronará estas tristes
aventuras, ¿cuánto más no me aseguraría en mi pensamiento?
En efecto, si pudiéramos descubrir
cuales son los designios de la Providencia, es seguro que desearíamos con ardor
los males que sufrimos con tanta repugnancia.
¡Dios mío!, si tuviéramos un poco
más de fe, si supiéramos cuánto nos amáis, cómo tenéis en cuenta nuestros
intereses, ¿cómo miraríamos las adversidades? Iríamos en busca de ellas
ansiosamente, bendeciríamos mil veces la mano que nos hiere.
“¿Qué bien puede proporcionarme esta
enfermedad que me obliga a interrumpir todos mis ejercicios de piedad?”, dirá
tal vez alguien. “¿Qué ventaja puedo obtener de la pérdida de todos mis bienes
que me sitúa en el desespero, de esta confusión que abate mi valor y que lleva
la turbación a mi espíritu?”. Es cierto que estos golpes imprevistos, en el
momento en que hieren acaban algunas veces con aquellos sobre quienes caen y
les sitúan fuera del estado de aprovecharse inmediatamente de su desgracia:
Pero esperad un momento y veréis que es por allí por donde Dios os prepara para
recibir sus favores más insignes. Sin este accidente, es posible que no
hubierais llegado a ser peor, pero no hubierais sido tan santos. ¿No es cierto
que desde que os habéis dado a Dios, no os habíais resuelto a despreciar cierta
gloria fundada en alguna gracia del cuerpo o en algún talento del espíritu, que
os atraía la estima de los hombres? ¿No es cierto que teníais aún cierto amor
al juego, a la vanidad, al lujo? ¿No es cierto que nos os había abandonado el
deseo de adquirir riquezas, de educar a vuestros hijos con los honores del
mundo? Quizá incluso cierto afecto, alguna amistad poco espiritual disputaba
aún vuestro corazón a Dios. Sólo os faltaba este paso para entrar en una
libertad perfecta; era poco, pero, en fin, no hubierais podido hacer aún este
último sacrificio; sin embargo, ¿de cuántas gracias no os privaba este
obstáculo? Era poco, pero no hay nada que cueste tanto al alma cristiana como
el romper este último lazo que le liga al mundo o a ella misma; sólo en esta
situación siente una parte de su enfermedad; pero le espanta el pensamiento de
su remedio, porque el mal está tan cerca del corazón que sin el socorro de una
operación violenta y dolorosa, no se le puede curar; por esto ha sido necesario
sorprenderos, que cuando menos pensabais en ello, una mano hábil haya llevado
el hierro adelante en la carne viva, para horadar esta úlcera oculta en el
fondo de vuestras entrañas; sin este golpe, duraría aún vuestra languidez. Esta
enfermedad que se detiene, esta bancarrota que os arruina, esta afrenta que os
cubre de vergüenza, la muerte de esta persona que lloráis, todas estas
desgracias harán en un instante lo que no hubieran hecho todas vuestras
meditaciones, lo que todos vuestros directores hubieran intentado inútilmente.
Ventajas
inesperadas de las pruebas
Y si la aflicción en que estáis por
voluntad de Dios, os hastía de todas las criaturas, si os compromete a daros
enteramente a vuestro Creador, estoy seguro que le estaréis más agradecidos por
lo que os ha afligido, que por lo que le hubierais ofrecido en vuestros votos
si os evitaba la aflicción; los demás favores que habéis recibido de Él,
comparados con esta desgracia, no serán a vuestros ojos más que pequeños
favores. Siempre habéis mirado las bendiciones temporales que ha derramado
hasta ahora sobre vuestra familia como los efectos de su bondad hacia vosotros;
pero entonces veréis claramente que nunca os amó tanto como cuando trastornó
todo lo que había hecho para vuestra prosperidad, y que si había sido liberal
al daros las riquezas, el honor, los hijos y la salud, ha sido pródigo al
quitaros todos estos bienes.
No hablo de los méritos que se
adquieren por la paciencia; por lo general, es cierto que se gana más para el
cielo en un día de adversidad que durante varios años pasados en la alegría,
por santo que sea el uso que se haga de ella.
Todo el mundo conoce que la
prosperidad nos debilita; y es mucho cuando un hombre dichoso, según el mundo,
se toma la pena de pensar en el Señor una o dos veces por día; las ideas de los
bienes sensibles que le rodean ocupan tan agradablemente su espíritu que olvida
con mucho todo lo demás. Por el contrario la adversidad nos lleva de un modo
natural a elevar los ojos al cielo, para, mediante esta visión, suavizar la
amarga impresión de nuestros males. Sé que se puede glorificar a Dios en toda clase
de estados y que no deja de honrarle la vida de un cristiano que le sirve en
una alegre fortuna; pero ¡quién asegura que este cristiano le honra tanto como
el hombre que le bendice en los sufrimientos! Se puede decir que el primero es
semejante a un cortesano asiduo y regular, que no abandona nunca a su príncipe,
que le sigue al consejo, que todo lo hace a gusto, que hace honor a sus
fiestas; pero que el segundo es como un valiente capitán, que toma las ciudades
para su rey, que le gana batallas, a través de mil peligros y a precio de su
sangre, que lleva lejos la gloria de las armas de su señor y los límites de su
imperio.
Del mismo modo, un hombre que
disfruta de una salud robusta, que posee grandes riquezas, que vive en honor,
que tiene la estima del mundo, si este hombre usa como debe de todas estas
ventajas, si las refiere a Dios como a su divino Maestro por una conducta tan
cristiana; pero si la Providencia le despoja de todos estos bienes, si le
consume de dolores y de miserias y si en medio de tantos males, persevera en
los mismos sentimientos, en las mismas acciones de gracias, si sigue al Señor
con la misma prontitud y la misma docilidad, por un camino tan difícil, tan
opuesto a sus inclinaciones, entonces es cuando publica las grandezas de Dios y
la eficacia de su gracia, del modo más generoso y brillante.
Ocasiones de
méritos y de salvación
Juzgad de ahí la gloria que deben
esperar de Jesucristo las personas que le habrán glorificado en un camino tan
espinoso. Entonces será cuando nosotros reconoceremos cuánto nos habrá amado
Dios, dándonos las ocasiones de merecer una recompensa tan abundante; entonces
nos reprocharemos a nosotros mismos el habernos quejado de lo que debería
aumentar nuestra felicidad; de haber dudado de la bondad de Dios, cuando nos
daba las señales más seguras. Si un día han de ser así nuestros sentimientos,
¿por qué no entrar desde hoy en una disposición tan feliz? ¿Por qué no bendecir
a Dios en medio de los males de esta vida, si estoy seguro que en el cielo le
daré gracias eternas?
Todo esto nos hace ver que sea cual
sea el modo como vivamos deberíamos recibir siempre toda adversidad con
alegría. Si somos buenos, la adversidad nos purifica y nos vuelve mejores, nos
llena de virtudes y de méritos; si somos viciosos, nos corrige y nos obliga a
ser virtuosos.
RECURSO A LA
ORACIÓN
Es extraño que habiéndose
comprometido Jesucristo tan a menudo y tan solemnemente a atender todos
nuestros votos, la mayor parte de los cristianos se quejan todos los días de no
ser escuchados. Pues, no se puede atribuir la esterilidad de nuestras oraciones
a la naturaleza de los bienes que pedimos, ya que no ha exceptuado nada en sus
promesas: Omnia quacumque orantes petitis credite quia accipietis.
Tampoco se puede atribuir esta esterilidad a la indignidad de los que piden,
pues lo ha prometido a toda clase de personas sin excepción: Omnis qui petit
accipit. ¿De dónde puede venir que tantas oraciones nuestras sean
rechazadas? ¿Quizás no se deba a que como la mayor parte de los hombres son
igualmente insaciables e impacientes en sus deseos, hacen demandas tan
excesivas o con tanta urgencia que cansan, que desagradan al Señor o por su
indiscreción o por su importunidad? No, no; la única razón por la que obtenemos
tan poco de Dios es porque le pedimos demasiado poco y con poca insistencia.
Es cierto que Jesucristo nos ha
prometido de parte de su Padre, concedernos todo, incluso las cosas más
pequeñas; pero nos ha prescrito observar un orden en todo lo que pedimos y, sin
la observancia de esta regla, en vano esperaremos obtener nada. En San Mateo se
nos ha dicho: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se
os dará por añadidura: Quaerite primum regnum Dei, et haec omnia adicientur
vobis.
Para obtener
bienes
No se os prohíbe desear las
riquezas, y todo lo que es necesario para vivir, incluso para vivir bien; pero
hay que desear estos bienes en su rango, y si queréis que todos vuestros deseos
a este respecto se cumplan infaliblemente, pedid primero las cosas más importantes,
a fin de que se añadan las pequeñas al daros las mayores.
He aquí exactamente lo que le
sucedió a Salomón. Dios le había dado la libertad de pedir todo lo que
quisiera, él le suplicó de concederle la sabiduría, que necesitaba para cumplir
santamente con sus deberes de la realeza. No hizo ninguna mención de los
tesoros ni de la gloria del mundo; creyó que haciéndole Dios una oferta tan
ventajosa tendría la ocasión de obtener bienes considerables. Su prudencia le
mereció en seguida lo que pedía e incluso lo que no pedía. Quia postulasti
verbum hoc, et non petisti tibi dies multos nec divitas..., eccefeci tibi
secundum sermones tuos: Te concedo de gusto esta sabiduría porque me la has
pedido, pero no dejaré de colmarte de años, de honores y de riquezas, porque no
me has pedido nada de todo esto: Sed et haec quae non postulasti, divitas
scilicet et gloriam.
Si este es el orden que Dios observa
en la distribución de sus gracias, no nos debemos extrañar que hasta ahora
hayamos orado sin éxito. Os confieso que a menudo estoy lleno de compasión
cuando veo la diligencia de ciertas personas, que distribuyen limosnas, que
hacen promesa de peregrinaciones y ayunos, que interesan hasta a los ministros
del altar para el éxito de sus empresas temporales. ¡Hombres ciegos, temo que
roguéis y que hagáis rogar en vano! Hay que hacer estas ofrendas, estas
promesas de ayunos y peregrinaciones, para obtener de Dios una entera reforma
de vuestras costumbres, para obtener la paciencia cristiana, el desprecio del
mundo, el desapego de las creaturas; tras estos primeros pasos de un celo
regulado, hubierais podido hacer oraciones por el restablecimiento de vuestra
salud y por el progreso de vuestros negocios; Dios hubiera escuchado estas
oraciones, o mejor, las hubiera prevenido y se hubiera contentado de conocer
vuestros deseos para cumplirlos.
Sin estas gracias primeras, todo lo
demás podría ser perjudicial y de ordinario así es; he aquí por qué somos
rechazados. Murmuramos, acusamos al Cielo de dureza, de poca fidelidad en sus
promesas. Pero nuestro Dios es un padre lleno de bondad, que prefiere sufrir
nuestras quejas y nuestras murmuraciones, antes que apaciguarlas con presentes
que nos serían funestos.
Para apartar
los males
Lo que he dicho de los bienes, lo
digo también de los males de que deseamos vernos libres. Alguien dirá que él no
suspira por una gran fortuna, que se contentaría con salir de esta extrema
indigencia en la que sus desgracias lo han reducido; deja la gloria y la alta
reputación para los que la ansían, desearía tan sólo evitar el oprobio en que
le sumergen las calumnias de sus enemigos; en fin, puede pasarse de los
placeres, pero sufre dolores que no puede soportar; desde hace tiempo está
rogando, pide al Señor con insistencia a ver si quiere suavizarlos; pero le
encuentra inexorable. No me sorprende; tenéis males secretos muchos mayores que
los males de que os quejáis, sin embargo son males de los que no pedís ser
librados; si para conseguirlo hubierais hecho la mitad de las oraciones que
habéis hecho para ser curados de los males exteriores, haría ya mucho tiempo
que hubierais sido librados de los unos y de los otros. La pobreza os sirve
para mantener en humildad a vuestro espíritu, orgulloso por naturaleza; el
apego extremo que tenéis por el mundo os hace necesarias estas medicinas que os
afligen; en vosotros las enfermedades son como un dique contra la inclinación
que tenéis por el placer, contra esta pendiente que os arrastraría a mil
desgracias. El descargaros de estas cruces, no sería amaros, sino odiaros
cruelmente, a no ser que os concedan las virtudes que no tenéis. Si el Señor os
viera con cierto deseo de estas virtudes, os las concedería sin dilación y no
sería necesario pedir el resto.
No se pide
bastante
Ved cómo por no pedir bastante, no
recibimos nada, porque Dios no podría limitar su liberalidad a pequeños
objetos, sin perjudicarnos a nosotros mismos. Os ruego observéis que no digo
que no se puedan pedir prosperidades temporales sin ofenderle, y pedir ser
liberados de las cruces bajo las que gemimos; sé que para rectificar las
oraciones por las que se solicita este tipo de gracias basta con pedirlas con
las condición de que no sean contrarias ni a la gloria de Dios, ni a nuestra
propia salvación; pero como es difícil que sea glorioso a Dios el escucharos o
útil para vosotros, si no aspiráis a mayores dones, os digo que en tanto os
contentéis con poco, corréis el riesgo de no obtener nada.
¿Queréis que os dé un buen método
para pedir la felicidad incluso temporal, método capaz de forzar a Dios para
que os escuche? Decidle de todo corazón: Dios mío, dadme tantas riquezas que mi
corazón sea satisfecho o inspiradme un desprecio tan grande que no las desee
más; libradme de la pobreza o hacédmela tan amable que la prefiera a todos los
tesoros de la tierra; que cesen estos dolores, o lo que será aún más glorioso
para Vos, haced que cambien en delicias para mí y que lejos de afligirme y de
turbar la paz de mi alma lleguen a ser, a su vez, la fuente más dulce de
alegría. Podéis descargarme de la cruz; podéis dejármela, sin que sienta el
peso. Podéis extinguir el fuego que me quema; podéis hacer, que en lugar de
apagarlo para que no me queme, me sirva de refrigerio, como lo fue para los
jóvenes hebreos en el horno de Babilonia. Os pido lo uno o lo otro. ¿Qué
importa el modo como yo sea feliz? Si lo soy por la posesión de los bienes
terrestres, os daré eternas acciones de gracias; si lo soy por la privación de
estos mismos bienes, será un prodigio que dará más gloria a vuestro nombre y yo
estaré aún más reconocido.
He aquí una oración digna de ser
ofrecida a Dios por un verdadero cristiano. Cuando roguéis de este modo,
¿sabéis cuál es el efecto de vuestros votos? En el primer lugar estaréis contentos
suceda lo que suceda; ¿acaso desean otra cosa los que están deseosos de bienes
temporales que estar contentos? En segundo lugar, no solamente no obtendréis
infaliblemente una de las dos cosas que habéis pedido, sino que ordinariamente
obtendréis las dos. Dios os concederá el disfrute de las riquezas, y para que
las poseáis sin apego y sin peligro, os inspirará a la vez un desprecio
saludable. Pondrá fin a vuestros dolores, y además os dejará una sed ardiente
que os dará el mérito de la paciencia, sin que sufráis. En una palabra, os hará
felices en esta vida y temiendo que vuestra dicha no os corrompa, os hará
conocer y sentir la vanidad. ¿Se puede desear algo más ventajoso? Nada, sin
duda. Pero como una ventaja tan preciosa es digna de ser pedida, acordaos
también que merece ser pedida con insistencia. Pues la razón por la que se
obtiene tan poco, no es solamente porque se pide poco, es también porque, se
pida poco o mucho, no se pide bastante.
Perseverancia
en la oración
¿Queréis que todas vuestras
oraciones sean eficaces infaliblemente? ¿Queréis forzar a Dios a satisfacer
todos vuestros deseos? En primer lugar os digo que no hay que cansarse de orar.
Los que se cansan después de haber rogado durante un tiempo, carecen de
humildad o de confianza; y de este modo no merecen ser escuchados. Parece como
si pretendierais que se os obedezca al momento vuestra oración como si fuera un
mandato; ¿no sabéis que Dios resiste a los soberbios y que se complace en los
humildes? ¿Qué? ¿Acaso vuestro orgullo no os permite sufrir que os hagan volver
más de una vez para la misma cosa? Es tener muy poca confianza en la bondad de
Dios el desesperar tan pronto, el tomar las menores dilaciones por rechazos
absolutos.
Cuando se concibe verdaderamente
hasta dónde llega la bondad de Dios, jamás se cree uno rechazado, jamás se
podría creer que desee quitarnos toda esperanza. Pienso, lo confieso, que
cuando veo que más me hace insistir Dios en pedir una misma gracia, más siento
crecer en mí la esperanza de obtenerla; nunca creo que mi oración haya sido
rechazada, hasta que me doy cuenta que he dejado de orar; cuando tras un año de
solicitaciones, me encuentro en tanto fervor como tenía al principio, no dudo
del cumplimiento de mis deseos; y lejos de perder valor después de tan larga
espera, creo tener motivo para regocijarme, porque estoy persuadido que seré
tanto más satisfecho cuanto más largo tiempo se me haya dejado rogar. Si mis
primeras instancias hubieran sido totalmente inútiles, jamás hubiera reiterado
los mismos votos, mi esperanza no se hubiera sostenido; ya que mi asiduidad no
ha cesado, es una razón para mí el creer que seré pagado liberalmente.
En efecto, la conversión de San
Agustín no fue concedida a Santa Mónica hasta después de dieciséis años de
lágrimas; pero también fue una conversión incomparablemente más perfecta que la
que había pedido. Todos sus deseos se limitaban a ver reducida la incontinencia
de este joven en los límites del matrimonio, y tuvo el placer de verle abrazar
los más elevados consejos de castidad evangélica. Había deseado solamente que
se bautizara, que fuera cristiano, y ella le vio elevado al sacerdocio, a la
dignidad episcopal.
En fin, ella sólo pedía a Dios verle
salir de la herejía e hizo Dios de él la columna de la Iglesia y el azote de
los herejes de su tiempo. Si después de un año o dos de oraciones, esta piadosa
madre se hubiera desanimado, si después de diez o doce años, viendo que el mal
crecía cada día, que este hijo desgraciado se comprometía cada día en nuevos
errores, en nuevos excesos, que a la impureza había añadido la avaricia y la
ambición; si lo hubiera abandonado todo entonces por desesperación, ¡cuál
hubiera sido su ilusión! ¿Qué agravio no hubiera hecho a su hijo? ¡De qué
consolación no se hubiera privado ella misma! ¡De qué tesoro no hubiera
frustrado a su siglo y a todos los siglos venideros!
Una
confianza obstinada
Para terminar, me dirijo a aquellas
personas que veo inclinadas a los pies del altar, para obtener estas preciosas
gracias que Dios tiene tanta complacencia en vernos pedir. Almas dichosas, a
quienes Dios da a conocer la vanidad de las cosas mundanas, almas que gemís
bajo el yugo de vuestras pasiones y que rogáis para ser librados de ellas,
almas fervientes que estáis inflamadas del deseo de amar a Dios y de servirle
como los santos le han servido y usted que solicita la conversión de este
marido, de esta persona querida, no os canséis de rogar, sed constantes, sed
infatigables en vuestras peticiones; si se os rechazan hoy, mañana lo
obtendréis todo; si no obtenéis nada este año, el año próximo os será más
favorable; sin embargo, no penséis que vuestros afanes sean inútiles: Se lleva
la cuenta de todos vuestros suspiros, recibiréis en proporción al tiempo que
hayáis empleado en rogar; se os está amasando un tesoro que os colmará de una
sola vez, que excederá a todos vuestros deseos.
Es necesario descubriros hasta el
fin los resortes secretos de la Providencia: La negativa que recibís ahora no
es más que un fingimiento del que Dios se sirve para inflamar más vuestro
fervor. Ved cómo obra respecto a la Cananea, cómo rehúsa verla y oírla, cómo la
trata de extranjera y más duramente aún. ¿No diréis que la importunidad de esta
mujer le irrita más y más? Sin embargo, dentro de Él, la admira y está
encantado de su confianza y de su humildad; y por esto la rechaza. ¡Oh
clemencia disfrazada, que toma la máscara de la crueldad, con qué ternura
rechazas a los que más quieres escuchar! Guardaros de dejaros sorprender; al
contrario, urgid tanto más cuanto más os parezca que sois rechazados.
Haced como la Cananea, servíos
contra Dios mismo de las razones que pueda tener para rechazaros. Es cierto
debéis decir, que favorecerme sería dar a los perros el pan de los hijos, no
merezco la gracia que pido, pero tampoco pretendo que se me conceda por mis
méritos, es por los méritos de mi amable Redentor. Sí, Señor, debéis temer que
haya más consideración a mi indignidad que a vuestra promesa, y que queriendo
hacerme justicia os engañéis a vos mismo. Si fuera más digno de vuestros
beneficios, os sería menos glorioso el hacerme partícipe de ellos. No es justo
hacer favores a un ingrato; ¡oh, Señor!, no es vuestra justicia lo que yo
imploro, sino vuestra misericordia. ¡Mantén tu ánimo! Dichoso de ti que has
comenzado a luchar tan bien contra Dios; no le dejes tranquilo; le agrada la
violencia que le hacéis, quiere ser vencido. Haceos notar por vuestra
importunidad, haced ver en vosotros un milagro de constancia; forzad a Dios a
dejar el disfraz y a deciros con admiración; Magna est fides tua, fiat tibi
sicut vis: Grande es tu fe; confieso que no puedo resistirte más; vete,
tendrás lo que deseas, tanto en esta vida como en la otra.
EJERCICIO
PARTICULAR DE CONFORMIDAD CON LA DIVINA PROVIDENCIA
La práctica de este piadoso
ejercicio es de suma importancia, a causa de las preciosas ventajas que extraen
siempre las personas que lo realizan bien.
1. ACTOS DE
FE, DE ESPERANZA Y DE CARIDAD
I. En primer lugar se hace un acto de fe en la Providencia divina. Se intenta
penetrarse bien de esta verdad de que Dios toma un cuidado continuo y muy
atento, no solamente de todas las cosas en general, sino también de cada una en
particular, de nosotros sobre todo, de nuestra alma, de nuestro cuerpo, de todo
lo que nos interesa; que su solicitud, a la que nada escapa, se extiende a
nuestra reputación, a nuestros trabajos, a nuestras necesidades de toda clase,
a nuestra salud como a nuestras enfermedades, a nuestra vida como a nuestra
muerte y hasta al menor de nuestros cabellos que no puede caer sin su permiso.
II. Luego del acto de fe, se hace un acto de esperanza. Entonces, se excita
uno a una firme confianza en que esta Providencia divina proveerá a todo lo que
nos concierne, que nos dirigirá, nos defenderá con una vigilancia y una
afección más que paternal y nos gobernará de tal modo que suceda lo que suceda,
si nos sometemos a su dirección, todo nos será favorable y volverá en bien
nuestro, incluso las cosas que parezcan más contrarias.
III. A estos dos actos hay que añadir el de la caridad. Se testimonia a la
divina Providencia el más vivo afecto, el amor más tierno, como un niño lo
testimonia a su buena madre, refugiándose en sus brazos; se hacen protestas de
un amor absoluto por todos sus designios, por impenetrables que sean, sabiendo
que son el fruto de una sabiduría infinita que no puede equivocarse y de bondad
soberana que no puede querer más que la perfección de sus criaturas; se hace de
tal modo que este aprecio sea bastante práctico para disponernos a hablar de
buena gana de la Providencia e incluso a tomar su defensa altamente contra los
que se permitan negarla o criticarla.
2. ACTO DE
FILIAL ABANDONO A LA PROVIDENCIA
Después de haber renovado muchas
veces estos actos y de haberse penetrado bien de ellos, el alma se abandonan a
la divina Providencia, reposa y duerme dulcemente en sus brazos, como un niño
en los brazos de su madre. Hace suyas entonces aquellas palabras de David: En
paz me duermo luego que me acuesto porque tú, Señor, me das seguridad (Ps.
4, 9-10). O bien dirá con el mismo profeta: El Señor es mi pastor; nada me
falta. Me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma y me
guía por las rectas sendas, por amor de su nombre y por mi perfección. ¡Oh
mi Señor! guiado por vuestra mano y cubierto por vuestra protección, aunque
haya de pasar por un valle tenebroso, en medio de mis enemigos, no
temeré mal alguno, porque Tú estás conmigo. Tu vara y tu cayado son mi
consuelo. Tú pones ante mí una mesa, enfrente de mis enemigos. Sólo bondad y
benevolencia me acompañan todos los días de mi vida, y estaré en la casa del
Señor por muy largos años (Ps 22).
Llena de la alegría que le inspira
también suaves palabras el alma recibe con respeto a esta dichosa disposición,
todos los acontecimientos presentes de manos de la divina Providencia y espera
todos los venideros con una dulce tranquilidad de espíritu, con una paz
deliciosa. Vive como un niño, al abrigo de toda inquietud. Pero esto no quiere
decir que ella permanezca en una espera ociosa de las cosas teniendo necesidad
de ellas o que descuide el aplicarse a los asuntos que se presenten. Al
contrario, hace por su parte, todo lo que depende de su mano, para llevarlos
bien, emplea en ellos todas sus facultades; pero sólo se da a tales cuidados
bajo la dirección de Dios, no mira su propia previsión más que como sometida
enteramente a la de Dios y le abandona la libre disposición de todo, no
esperando otro éxito que el que está en los designios de la voluntad divina.
3. UTILIDAD
DE ESTE EJERCICIO
¡Oh! ¡Cuánta gloria y honor da a
Dios el alma dispuesta de este modo!
Verdaderamente es una gran gloria
para Él el tener una creatura tan apegada a su Providencia, tan dependiente de
su conducta, llena de una esperanza tan firme y disfrutando de un reposo de
espíritu tan profundo en espera de lo que tenga a bien enviarle. Y también,
¡cuánto cuidado no tomará Dios de tal alma! Él vela sobre las menores cosas que
le interesan: Inspiran a los hombres establecidos para gobernarla todo lo que
es necesario para dirigirla bien; y si por el motivo que sea, esos hombres
quisieran obrar en relación con ella de un modo que le fuera perjudicial, Él
haría surgir obstáculo a sus designios por caminos secretos e inesperados y les
forzaría a adoptar lo que sería más ventajoso para esta alma querida.
El Señor guarda a cuantos le aman (Ps 144, 20). Si la Escritura da ojos a este Dios de bondad, es para velar
por ellos; si se le atribuye orejas es para escucharlos; si manos, es para
defenderlos. Y quien les toque, toca al Señor en la niña de los ojos. Los
niños serán llevados a la cadera, dice el Señor por boca del profeta
Isaías, y serán acariciados sobre las rodillas. Como consuela una madre a su
hijo, así os consolaré yo a vosotros (Is. 66, 12-13). En Oseas: Yo
enseñé a andar a Efraín, le llevé en brazos (Os. 11, 3). Mucho tiempo antes
Moisés había dicho: En el desierto has visto como te ha llevado el Señor, tu
Dios, como lleva un hombre a su hijo, por todo el camino que habéis recorrido
hasta llegar a este lugar (Deut 1, 31). También dice Dios en Isaías: Mamarás
a los pechos de los reyes, recibirás un alimento delicioso y divino, y
sabrás, mediante una dulce experiencia, con qué solicitud Yo, el Señor,
soy tu Salvador (Is 60, 16) ¡Oh! ¡Dichosa situación para un alma!
En la persona de Noé se encuentra
una imagen sensible de la felicidad que gusta el que se abandona completamente
a Dios. Noé estaba en reposo y en paz en el arca con los leones; los tigres,
los osos porque Dios le conducía mientras que las espantosas lluvias caían del
cielo y en medio del trastorno general de los elementos y de toda la
naturaleza. Por el contrario, los demás estaban en la más extraña confusión de
cuerpo y de espíritu, perdían sus bienes, sus mujeres, sus hijos y hasta ellos
mismos se perdían, tragados despiadadamente por las olas. Del mismo modo el
alma que se abandona a la Providencia, que le deja el timón de su barca, boga
con tranquilidad en el océano de esta vida, en medio de las tempestades del
cielo y de la tierra, mientras que los que quieren gobernarse ellos mismos el
Sabio los llama almas en tinieblas, excluidas de tu eterna Providencia
(Sap 17, 1-2), están en continua agitación y, no teniendo por piloto más que su
voluntad inconstante y ciega, acaban en un funesto naufragio después de haber
sido el juguete de los vientos y de la tempestad.
Abandonémonos completamente a la
divina Providencia, dejémosle todo el poder de disponer de nosotros;
comportémonos como sus verdaderos hijos, sigámosla con verdadero amor como a
nuestra madre; confiémonos a ella en todas nuestras necesidades, esperemos sin
inquietud que aporte los remedios de su caridad. En fin, dejémosla obrar y ella
nos proveerá de todo en el tiempo, en el lugar y del modo más conveniente; ella
nos conducirá por caminos admirables al reposo del espíritu y a la dicha a que
estamos llamados a gozar incluso desde esta vida, como un anticipo de la eterna
felicidad que nos ha sido prometida.
Publicado
por: Wilson
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