Los
cristianos son depositarios de un secreto, pero la mayoría de las veces se
comportan como si lo ignoraran. Tienen acceso al misterio "escondido desde
los siglos, en Dios" (Ef 3, 9): Jesucristo es el Salvador de la humanidad,
y su intervención en este mundo debe ser considerada como el acontecimiento
decisivo de la Historia humana. Esta afirmación central de la fe, ¿la llevan
los cristianos en el corazón de su existencia? ¿Es de verdad la luz que ilumina
su camino? Muchas veces parece que no.
Esta situación
se explica si nos referimos a los siglos de cristiandad. Todos los hombres del
mundo occidental estaban bautizados y eran considerados cristianos. Pero cuando
los cristianos no tienen medios concretos para comprender que su condición
normal es la de "estar dispersos" entre los demás hombres, no se ven
empujados por las circunstancias a percibir en su interior aquello que es lo
específico del cristianismo. Muchas veces, sin darse cuenta, reducen fácilmente
esto a algunas exigencias evangélicas, perdiendo de vista que el Evangelio es
ante todo una Persona, Alguien. Y entonces se imaginan que el cristiano se
distingue del no cristiano por diversas actitudes que le son propias, tales
como el desinterés, el amor a los más pobres, etc. Esto, evidentemente, no es
falso, pero es incompleto.
Hoy, que la
Iglesia está un poco por todas partes en estado de misión, cristianos y no
cristianos se codean a diario. Este contacto revela a menudo al cristiano que,
teniendo todo en cuenta, él no es mejor que los demás, y, suponiendo que la
sabiduría en la que se inspira sea superior a cualquier otra, el testimonio que
de ella da a los demás no llega nunca hasta donde podría llegar. ¿Dónde está
entonces la originalidad del testimonio cristiano en el mundo actual? El
Concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, entre
otras cosas nos recuerda que todos los hombres, de una manera o de otra,
pertenecen al Pueblo de Dios. Pero entonces, ¿por qué se necesita la misión y
cuáles son las tareas que dicha misión requiere?
En verdad,
la única realidad propia del cristianismo tiene un nombre: Jesucristo. En El y
solo en El tienen consistencia los designios divinos de salvación. El
formulario de la fiesta del Sagrado Corazón nos invita a profundizar en este
dato fundamental para ver lo que se deduce de él para la vida cristiana y el
contenido del testimonio de la fe.
El misterio oculto desde la
eternidad en Dios (Ef 3, 9)
Desde toda
la eternidad, Dios tuvo el designio de crear por amor y de llamar a los hombres
a la filiación adoptiva en unión de vida con el Verbo encarnado, con Cristo
recapitulador, a fin de que por su don mutuo, que es el don del Espíritu Santo,
se edifique la Familia del Padre. Este designio es, en primer lugar, un
designio de salvación, puesto que el hombre no puede dar por sí mismo una
respuesta a Dios que tenga la cualidad de ser una respuesta "filial",
y el amor divino que le anima es lo suficientemente grande como para alcanzar
al hombre, incluso cuando le rechaza e incluso en su pecado.
¿En qué sentido
ha permanecido este misterio oculto hasta el momento de la Encarnación del Hijo
de Dios? O también, lo que viene a ser lo mismo, ¿por qué Jesús de Nazaret ha
intervenido tan tarde en la historia de la humanidad? ¿Qué significado hay que
dar a este largo caminar de los hombres, que hay que calcular en un mínimo de
quinientos mil años, que es tanto como decir doscientas cincuenta veces el
tiempo que nos separa hoy de Jesús?
En primer
lugar, que el misterio de la salvación haya permanecido oculto en Dios no
significa de ninguna manera el que hasta la Encarnación haya sido solamente un
puro proyecto sin ninguna realidad. Por el contrario, hay que afirmar que por
parte de Dios todo se ha cumplido desde el principio: la iniciativa divina de
la salvación, que tiene lugar en la creación, es la misma que se manifestará en
Jesús de Nazaret. La creación del hombre a imagen y semejanza de Dios no es
extraña a la acción del Verbo eterno, imagen perfecta del Padre, y la Historia
de la humanidad no se puede comprender sin la acción del Espíritu Santo, que es
el que reúne a los hombres y da unidad en el amor, porque El es el don mutuo
del Padre y del Hijo.
Si el
misterio de la salvación, que tiene toda su consistencia en Dios, ha
permanecido, sin embargo, oculto a los ojos de los hombres durante tanto
tiempo, esto no ha podido ser más que por una razón esencial, relativa a la
naturaleza misma de este misterio. La explicación de que la Encarnación tardara
tanto tiempo se basa en lo siguiente: la salvación de la humanidad es un
misterio de amor y, por consiguiente, un misterio de reciprocidad. A la
iniciativa de Dios debe corresponder la respuesta del hombre. Inspirado por el
amor, el gesto creador de Dios es infinitamente respetuoso para con el hombre.
Este no sale ya completamente fabricado de las manos de Dios, sino que recibe
el poder de construirse a sí mismo, de irse elaborando lentamente a través de
los años. ¡Cuánto tiempo ha sido necesario para que la humanidad aprenda a
hablar y después a escribir! ¡Cuánto tiempo ha sido necesario para que un
pueblo llegue al descubrimiento del Dios Todo-Otro, a través de los
acontecimientos de su propia historia! Sin duda alguna, el pecado del hombre ha
frenado la marcha de la humanidad, invitándola sin cesar a seguir unos caminos
que no tenían salida. Pero, de todos modos, se necesitaba mucho tiempo para que
la historia humana desembocara en esta mujer humilde, la Virgen María, que es
la que ha vivido con toda verdad y con toda lucidez la religión de la Espera o
del Adviento. María es la mujer en quien la libertad espiritual del hombre ha
producido los más abundantes frutos; la que nos ha manifestado, en el más alto
grado, hasta dónde el gesto creador del Amor ha querido manifestar el respeto
por el hombre, su criatura. Desde ahora en adelante, la religión de la Espera
puede dar lugar a la religión de la Realización. La Encarnación del Hijo de
Dios no entrañará para la humanidad ninguna secreta alienación. Jesús, en
cuanto hombre, ha sido engendrado por una mujer y preparado por ella para su
misión de mediador de la salvación.
El designio eterno engendrado en
Cristo Jesús nuestro Señor (Ef 3, 11)
La
iniciativa divina de gracia en los designios de salvación, que ha estado
obrando constantemente durante el período de la historia humana anterior a la
venida del Hijo, desemboca en el misterio de la Encarnación. Esta iniciativa
divina nos descubre el significado final de la larga marcha de la humanidad
hasta llegar a Cristo. Ya desde el principio el llamamiento divino a la
filiación adoptiva está grabado, en cierta manera, en el corazón de la libertad
humana, impidiendo al hombre el contentarse definitivamente con la posesión de
los bienes creados, haciéndole acceder con Israel al plano de la fe,
embarcándole en esta extraordinaria aventura espiritual que es la esperanza
mesiánica, esta esperanza humana que va a salvar al hombre, ajustándole
perfectamente a la iniciativa divina. Pero este plan de Dios desemboca
necesariamente en la Encarnación, porque solo el Hombre-Dios puede dar a Dios una
respuesta verdaderamente filial, sin dejar por eso un solo momento de ser
criatura. Solo el Hombre-Dios puede cerrar de una manera adecuada el lazo de
reciprocidad perfecta entre Dios y la humanidad. O, dicho de otro modo: el
momento preciso en que la humanidad ha alcanzado en uno de sus miembros su
propia cima, es también el momento en que Dios le ha dado el testimonio supremo
de su amor: el envío de su Hijo eterno.
El misterio
oculto desde todos los siglos ha sido, por fin, revelado. La historia de la salvación
comienza verdaderamente en Cristo nuestro Señor. Esto, que es revelado, no es
una doctrina, sino la salvación que se ha hecho efectiva. Es el reencuentro del
hombre con Dios, que se ha realizado al fin. La iniciativa gratuita del Padre
encuentra en Jesús una respuesta perfecta, y la historia de la salvación se
manifiesta como una empresa convergente de Dios y el hombre. El Hombre-Dios, el
Hombre de entre los hombres que supera con éxito la aventura humana, concilia
en su Persona la paradoja esencial de la vocación del hombre: su obediencia de
criatura hasta morir en la Cruz es una obediencia filial: la del Unigénito del
Padre. En Cristo, la adopción filial se ofrece a todos los hombres, cuya
aspiración más íntima ha sido colmada así por encima de toda medida. Todos
podrán decir al Padre común un "sí" verdaderamente filial, siendo
únicamente, pero de una manera total, fieles a su condición de criatura.
Finalmente, el envío del Hijo entraña el envío del Espíritu Santo, que es común
al Padre y al Hijo; el Espíritu de amor que sella la unidad de sus relaciones
personales. Porque habiéndose asociado en Cristo la humanidad en estas
relaciones inefables, el mismo Espíritu que está obrando en la creación desde
sus orígenes, también puede ser enviado desde ahora a toda la humanidad, para
significar con ello que ha adquirido la adopción filial en el Hijo unigénito y,
al mismo tiempo, para sellar en la unidad del amor el rencuentro efectivo de
Dios y el hombre.
La sabiduría de Dios en su
diversidad inmensa, revelada por medio de la Iglesia (Ef 3, 10)
La
resurrección de Cristo marca el final del primer acto de la historia de la
salvación. Se ha edificado el Templo del rencuentro perfecto de Dios y del
hombre. Sus sólidos cimientos se han colocado ya de una manera definitiva. El
Cuerpo resucitado de Cristo es ya para siempre el "sacramento"
primordial del diálogo de amor entre Dios y la humanidad.
Pero
habiéndose dado ya el primer paso, todavía continúa la historia de la
salvación. La piedra angular ha sido colocada ya de una manera sólida, y el
templo del diálogo de Dios y el hombre va adquiriendo forma de una manera
progresiva, hasta que todas las piedras hayan sido colocadas en su sitio. La
historia de la salvación es la historia de la Iglesia. Familia del Padre y
Cuerpo de Cristo.
La tradición
ha esclarecido rápidamente la catolicidad de la Iglesia, es decir, la
diversidad infinitamente variada de su rostro, como resultado de la variedad de
sitios en que ha sido implantada entre los hombres y los pueblos. Esta catolicidad
no es una dimensión "superficial" del ser de la Iglesia. No quiere
decir solamente que la Iglesia no excluye a nadie en su llamada a la salvación,
sino que dice de una manera positiva que todos los hombres y todos los pueblos
están llamados -con todo lo que dichos pueblos son, humanamente hablando- a
ser, unidos a Cristo, los aliados irreemplazables de Dios en la edificación de
su Reino; que todos y cada uno de ellos son una piedra original que deben
aportar a la construcción, piedra que todos y cada uno de ellos tiene que
descubrir. Toda la riqueza de la creación de Dios, libre de la hipoteca del
pecado, es la que debemos volver a encontrar transfigurada, en el Reino,
desplegando para ello toda la sabiduría divina en su rica diversidad.
El origen de
esta dinámica salvadora es el Espíritu Santo. Sus dones son infinitamente
variados y se manifiestan en la medida en que los hombres trabajan en la
edificación del Reino, siguiendo a Cristo. La condición previa para que se
produzca este dinamismo es la de estar arraigados en la caridad de Cristo. Es
preciso amar como Cristo ha amado, sin que nos detenga ninguna frontera, amar
hasta el don total de sí mismo, hasta el don de la vida. Tal amor es siempre un
brote imprevisto, una novedad. Es la conducta de los hijos del Padre, una
conducta que es auténticamente humana, en la que el hombre moviliza, en Cristo,
todas sus energías; una conducta que no cesa de apoyarse en la iniciativa
concreta de Dios, de la que revela su fecundidad inagotable. En este reencuentro
siempre renovado de Dios y el hombre, la presencia personal del Espíritu y los
dones multiformes que El distribuye dan testimonio de que la edificación del
Reino continúa y que es la obra conjunta del Dios del Amor y de los hombres a
los que ha introducido, de una manera gratuita, en su propia Familia. ¡Oh
misterio insondable de la historia de la salvación!
Anunciar a los paganos la
incomparable riqueza de Cristo (Ef 3,
Los miembros
del Cuerpo de Cristo, esos hombres que han tenido acceso a la revelación del
misterio oculto en Dios desde los siglos, se ven empujados por el dinamismo
irresistible de su fe a anunciar a sus hermanos la Buena Nueva de la salvación,
que de una vez para siempre nos ganó Jesucristo. San Pablo expresa el objeto de
la Buena Nueva con estas palabras: es la incomparable riqueza de Cristo.
Si el
misterio de la salvación es lo que acabamos de decir, misionar es ofrecer en
participación una riqueza que no se posee y de la que no tenemos ni la
exclusividad ni el monopolio. El misterio de Cristo trasciende toda expresión
particular. Cualquiera que sea la diversidad y la profundidad, los caminos
espirituales de todos los hombres y de todas las culturas encuentran en El, y
solo en El, su punto de cumplimiento y de convergencia. Cristo es
verdaderamente la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Por
tanto, anunciar a Cristo a todos los que no le conocen es estar uno mismo
esperando también un nuevo descubrimiento de su misterio en el corazón de los
hombres y de los pueblos que se han de convertir a El; es hacer posible el que
la acción del Espíritu, que está obrando en el mundo pagano, fructifique en
Iglesia y adquiera una expresión inédita hasta entonces. Misionar es vaciarse
de sí, hacerse más pobre que nunca, acompañar a los paganos en su propio
camino, participar en su búsqueda y, en esta participación fraterna, hacer aparecer
a Cristo como el único que puede dar sentido a esta búsqueda y llevarla hasta
su meta.
Además,
anunciar a los paganos la incomparable riqueza de Cristo es no solamente
llamarlos a reforzar las filas de los constructores del Reino, sino, al mismo
tiempo, ayudarles también a reconocer y a promover la verdad del hombre en su
condición de criatura en este mundo. Existe una relación indisoluble entre la
riqueza del Reino, que es la obra común del Padre y de sus hijos, y la riqueza
de la creación restituida a su realidad humana. Lejos de conducirlos a la
evasión, el anuncio de la Buena Nueva invita a los hombres a poner manos a la
obra, a explotar sus recursos, a hacer que la tierra sea cada vez mas habitable
para el hombre, a dar todo su valor a la riqueza de la creación de Dios. El
amor que edifica el Reino es inseparable del amor que hace que progresivamente
la humanidad acceda a su verdad definitiva, y lo mismo el cosmos todo entero.
Esta verdad no se consigue sino más allá de la muerte, pero se va construyendo
en este mundo sobre un terreno en el que sin cesar encontramos a la cizaña
mezclada con el buen trigo. La separación no se hace hasta después de haber
pasado por la muerte.
«Salió sangre y agua» (Jn 19, 34)
San Juan
concede gran importancia a la lanzada que siguió a la muerte de Cristo en la
Cruz: "Llegados a Jesús (los soldados), le encontraron muerto, y no le
rompieron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con su
lanza, y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 33-34). Para el evangelista,
toda la economía sacramental de la Iglesia ha brotado, en cierta manera, de
Cristo en el momento de su muerte en la cruz, y se funda ante todo en los
sacramentos del bautismo y de la Eucaristía.
O, dicho de
otro modo, el desarrollo de la historia de la salvación va unido al desarrollo
de la sacramentalidad. El templo del reencuentro perfecto de Dios y de la
humanidad debe crecer, y los momentos privilegiados de este crecimiento están
marcados por la celebración del bautismo y de la Eucaristía. Pero, tanto el
significado del bautismo como el de la Eucaristía se refieren al sacrificio de
la cruz. Es decir, que hay que conceder gran importancia en cada uno de ellos a
la proclamación de la Palabra de Dios. Ella es la que, poco a poco, va labrando
el corazón y el espíritu de los creyentes, para que se conviertan en compañeros
de Cristo en el cumplimiento de los designios de la salvación. Ella es la que
los prepara para el descubrimiento de las incomparables riquezas de Cristo.
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