No cabe duda de que no lo es.
Hace unos días publiqué una glosa titulada “Hospital celestial de almas”. Es indudable, que nuestra alma al igual que nuestro cuerpo soporta también enfermedades y carencias, y esta realidad quizás fuese, la que motivó en mi mente un sueño en el que imaginativamente, los ángeles de la guarda llevaban el alma de sus protegidos, en sus horas de sueño a un hospital celestial,, afín de que fuesen tratados en sus carencias y afecciones. En esta visita aprendí varias cosas, una de ellas la más importante desde mi punto de vista, es que al igual que en el cuerpo humano la sangre fluye por nuestras venas y arterias revitalizando nuestro cuerpo, en nuestra alma, el amor actúa de una forma similar, es el fluido que revitaliza nuestra alma, por lo que las enfermedades que afectan al amor son muy importantes y hay que tenerlas muy en cuenta. Pero no pude avanzar más en mis deseos de conocer, por lo que terminé la glosa con este párrafo.
“Iba a preguntarle que otras intervenciones quirúrgicas se hacían y antes de decir algo, San Rafael me dijo: Es muy importante para nosotros, el intervenir en lesiones de carácter canceroso. Así como la sangre corporal tiene el cáncer de leucemia, que destruye la sangre, el amor también es atacado por un cáncer peligroso…. Y cuando quería enterarme de las lesiones que produce el cáncer que ataca al amor del alma a su Creador, desgraciadamente mi despertador sonó. Si Dios dispuso que soñase lo que soné, es indudable que me dejó con la miel en los labios, quizás más adelante quiera que por sueño o por mera imaginación o deducción meditativa mía, comprenda con amplitud, cual es el cáncer que ataca al amor espiritual, cuáles son sus consecuencias y cuál es el remedio. Aunque pensándolo bien, no hay que ser un lince para saber que el gran remedio a todo mal espiritual, está en la oración, en no olvidar aquellas palabras del Señor, cuando nos recomendó: “…, conviene orar perseverantemente y no desfallecer”. (Lc 18,1). Ya que como escribe el maestro Jean Lafrance, en aquel que ora con perseverancia: “Su oración se parece al chorro incesante de una fuente que se alimenta en las profundidades misteriosas del corazón”.
Pues bien, no he tenido paciencia de esperar a tener otro sueño de esta naturaleza, y con la ayuda del Señor, me he puesto a meditar, despacio sobre todo este tema. Por supuesto que al hablar de amor, el término es muy amplio y abarca muchas interpretaciones y espurios conceptos. Aquí nos estamos refiriéndo al único amor verdadero, al amor que emana de su única fuente que es el Señor. Todo el amor que existe en todas las criaturas del mundo, siempre que no esté manchado con la lacra del pecado, emana de su única fuente, que es el Señor. Porque todos sabemos que tal como San Juan nos dice: “Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él”. (1Jn 4,16). Y de Él emana todo el amor que hay en el mundo, lo nuestro es tan solo un imperfecto reflejo de lo que es su amor. Tanto el amor de una madre a sus hijos o a su hijo, si este es único, como el amor del hijo o los hijos a su madre, amor este, que siempre les aumentará en los hijos cuando su madre les falte. El amor de los esposos recientes o con más de cincuenta años de convivencia, que curiosamente aumentará en ellos, si es que han sido capaces de ponerse mutuamente el broche de los brillantes. Todo el amor de los seres humanos se genera y es reflejo del Amor que Dios nos tiene.
Pero nuestro amor humano, el amor que nosotros somos capaces de recibir del Señor y trasmitírselo a los demás, es siempre un amor que recibimos puro y lo transmitimos viciado. Solo el amor del Señor es un amor enteramente puro, el nuestro en mayor o menor proporción siempre se encuentra viciado. Y entonces nace la pregunta ¿Por qué lo viciamos?, pues muy sencillo, dada nuestra humana naturaleza que desde el pecado mortal se encuentra viciada, este vicio en mayor o menor medida lo transmitimos. Pero no todo el mundo trasmite su amor viciado, en la misma proporción, porque aquellos que más aman más al Señor y disponen de un mayor nivel de vida espiritual, conocen mejor, entienden mejor y aman más perfectamente.
San Pablo en su primera epístola a los Corintios, nos da una relación de características que debe de tener el amor. Es el pasaje que generalmente se lee en todas las bodas y dice así: “El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso; no es grosero ni egoísta, no se irrita; no toma en cuenta el mal. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera”. (1Cor 13,4-7). Se podría decir que estas son unas condiciones mínimas, ya que la pureza del amor del hombre requiere bastante más. Nosotros estamos plenos de hábitos viciosos y muchos de ellos ni siquiera somos conscientes de que los tenemos y actuamos en forma que creemos que es la correcta y nos equivocamos, claro que en este caso la voluntad de cumplimentar la voluntad del Señor, nos exime aunque actuemos incorrectamente, pues ese no ha sido nuestro deseo.
La soberbia, madre de todos los vicios, siempre nos está atosigando, no directamente, pues podemos pensar: Yo no soy soberbio, y nos equivocamos, no lo somos directamente en el sentido de lo que entendemos, por ser soberbios, pero si lo somos indirectamente en cuanto nadie puede asegurar que está libre de toda clase de vicios y solo tiene virtudes. De por sí, el hacer esta afirmación ya es pecar contra la humildad.
El Señor nos dijo: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial”. (Mt 5,48). Y por alcanzar la perfección hemos de luchar en esta vida, pero ella solo la alcanzaremos cuando seamos dignos de poder contemplar el rostro de Dios. En tu camino hacia la santidad, escribe Slawomir Biela, también tú te irás viendo cada vez con mayor claridad. Quién te ama y cómo eres tú, esa persona a quién Él ama. La posibilidad de que en este camino puedas llegar a considerarte perfecto, no existe.
La pureza de nuestro amor, será siempre pareja a la perfección de nuestra vida espiritual. Cuanto más amemos más prosperaremos espiritualmente. Asimismo, escribe el obispo Sheen, también existe una misteriosa relación entre el verdadero perfeccionamiento y el humillarse. Si auxiliamos a los humildes y a los despreciados, damos de comer a los hambrientos, cuidamos de los enfermos y socorremos a los necesitados, si toleramos a los impertinentes, nos sometemos a los insultos, resistimos la ingratitud y devolvemos bien por mal, estaremos entonces, como por gracia divina, obteniendo poder sobre el mundo y elevándonos entre sus criaturas. Y ello se justifica, en razón de que si bien el vicio de la soberbia es el padre de todo vicio, la virtud de la humildad es también la madre de toda virtud humana.
Finalicemos con dos recomendaciones: La primera de ellas es la que nos hace Georges Chevrot, cuando nos dice: “Los más grandes santos, jamás ha estado satisfechos de sí mismos. Por más que haga un cristiano, tiene siempre la sensación de no ser lo que debe ser, lo que quiere ser: jamás llega al término de sus esfuerzos y de sus deseos, está siempre en camino de llegar a ser cristiano”. La segunda es la de que sepamos, que cuanto mayor sea la pureza de nuestro amor al Señor, mayores posibilidades tendremos de alcanzar la oración contemplativa, aunque esta solo nos dure unos breves segundos, que a nosotros nos parecerán que son una eternidad.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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