Mediante una parábola, enseña Jesucristo la habilidad de un administrador que es llamado a rendir cuentas por su amo, acusado de derrochar la hacienda (Evangelio del Domingo XXV [C] del tiempo ordinario; Lc 16,1-13).
Aquel hombre reflexionó sobre su negro futuro y recurre a una trampa para conseguirse amigos que luego le ayuden entre los demás deudores de su amo: "Ya sé lo que voy a hacer, para que cuando sea removido de la administración me reciban en sus casas".
El dueño se enteró de lo que había hecho su administrador y lo alabó por su sagacidad y astucia. No alaba el Señor la inmoralidad de este administrador, sino el empeño, la decisión, la astucia, la capacidad de sobreponerse y resolver una situación difícil, el no dejarse llevar por el desánimo. "¿Por qué puso el Señor esta parábola? No porque el siervo aquel fuera precisamente un modelo a imitar, sino porque fue previsor para el futuro, a fin de que se avergüence el cristiano que carece de esta determinación" (San Agustín).
Con un tono de cierta tristeza, Jesús concluye: "Los hijos de este siglo son más sagaces en sus negocios que los hijos de la luz". "Llama hijos de este siglo a los que piensan en adquirir las comodidades de la tierra, e hijos de la luz a los que obran espiritualmente, mirando sólo al amor divino. Sucede, pues, que en la administración de las cosas humanas disponemos con prudencia de nuestros bienes y andamos solícitos en alto grado para tener un refugio en nuestra vida si llega a faltarnos la administración, pero cuando debemos tratar las cosas divinas, no meditamos lo que para la vida futura nos conviene" (Teofilacto). Quiere el Señor que pongamos en los asuntos de nuestra alma, el empeño, la ilusión y la habilidad que muchos ponen en lo que les interesa, en lo que les es más entrañable y querido.
A veces quedamos sorprendidos incluso por los medios que se emplean para hacer el mal: prensa, editoriales, televisión, partidos políticos, la enseñanza, las diversiones, proyectos de todo orden... Pues, al menos, ese mismo empeño hemos de poner los cristianos en servir a Dios, incluso con medios semejantes.
No olvidemos cuál es la misión específica de los seglares en la vida de la Iglesia. Hay que desterrar por erróneo cualquier “clericalismo” que tienda a recluir a los fieles en las sacristías o proponerles como ideal el asumir funciones que son propias de los sacerdotes y religiosos.
“Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios, ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 30). Ellos son los protagonistas principales y directos de la transformación del mundo desde los valores del Evangelio y por eso todo laico debe trabajar primeramente en el campo propio de su actividad evangelizadora que es el mundo de la política, economía, cultura, etc.
En ese terreno deberán defender por el más pleno respeto a la ley natural y a los derechos de la persona: a la vida desde el momento de su concepción (el primero de todos los derechos); proteger a la familia, origen de toda sociedad; velar por el derecho de los padres a la educación religiosa de los hijos, promover la justicia social, la moralidad en la vida pública y en los medios de comunicación… En una palabra, poner todo su empeño por estar presentes en aquellos lugares en que se trabaja por hallar soluciones que hagan más cristiana la sociedad en que viven. «Para que podamos llevar una vida tranquila y apacible, con toda piedad y decoro» (2ª Lectura, 1 Tm 2, 1-8).
Efectivamente, los cristianos tenemos el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común. Hemos de ser ciudadanos que cumplen con exactitud sus deberes para con la sociedad, para con el Estado, para con la empresa en la que trabajamos... porque hay graves obligaciones morales sociales y no podemos orientar la vida prescindiendo de Dios y de la religión, como si el hombre no tuviese un fin superior que cumplir más allá de esta vida. Al contrario: «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (ibid.).
Que la Virgen María siga guiando los pasos de nuestra vida cristiana y nos ayude a descubrir cómo se concreta el designio de Dios sobre nuestra vida sin olvidar que “esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes 4, 3).
Ángel David Martín Rubio
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