martes, 21 de septiembre de 2010

DIOS Y EL MISTERIO DEL MAL


Ante tantos problemas, ¿por qué no interviene Dios? ¿De dónde vienen todos estos males?

Una aproximación filosófico-teológica.

I. El mal y el problema de Dios.

En la cultura moderna, la reflexión sobre el mal, como sucede en casi todos los otros problemas del espíritu, se ha transformado en algo muy ambiguo: al descartar la perspectiva absoluta de la metafísica que sostenía la existencia del Absoluto y de sus derechos, el hombre se balancea entre perspectivas opuestas de olvido o indiferencia, de angustia y desesperación. O sea que se mece insensiblemente al compás de los hechos, cualquiera que éstos sean, o se lanza contra todo y contra todos. La primera conducta es más frecuente en los países de regímenes totalitarios donde no queda ni tiempo para opinar ni posibilidad de protestar; la segunda es propia de los estados de democracia todavía frágil o reciente, donde la charlatanería - podríamos decir que también ésta forma parte de los derechos de la libertad conquistada - inunda todos los niveles sociales y especialmente el político y el religioso. El enorme desarrollo de los medios de comunicación social, junto a los grandes complejos editoriales que dominan el mercado de las ideas va creando ante las conciencias como una nube de humo que enceguece y contamina, al punto que la conciencia de la mayoría se vuelve muchas veces incapaz de juzgar aún los sucesos de todos los días. Esto desemboca inevitablemente en el escepticismo ético que es el último escalón antes de pasar al ateísmo práctico.

Ante tantos problemas, ¿por qué no interviene Dios? ¿De dónde vienen todos estos males? Es la pregunta que se hacía Plotino. Los lamentos que se alzan ante esta multitud de males - físicos y morales, individuales y sociales... - son inenarrables: desde el llanto de Eva ante el cuerpo ensangrentado de Abel asesinado por su hermano - descrito con dolorosa conmoción por Masaccio en la Capilla Brancacci del Carmen en Florencia - hasta el último drama de la historia que está reservado al Anticristo (como afirma el Apocalipsis de Juan), será un balance completo de todos los horrores y las perversiones posibles. Después, pero sólo después de tal cataclismo, vendrá la victoria definitiva de Dios: así lo prometen los profetas, Cristo y también los antiguos poetas y filósofos. Mientras tanto continua la protesta del hombre por el mal y el dolor, por sí mismo y por los otros, por los justos y por los delincuentes: por la frecuente buena suerte de estos últimos y por la desgracia, los dolores y los sufrimientos de aquellos, los cuales han sido descritos con gran amplitud y amargura en el libro de Job y en el Eclesiastés, si quisiésemos dar una referencia bíblica. Tal es la realidad existencial que probablemente alguno de nosotros ya ha experimentado o está sufriendo. Respecto a lo que el hombre espera de la vida, la existencia le ofrece un balance netamente negativo - o se sufre por los propios problemas o se sufre por los problemas de los otros o se sufre doblemente, por los unos y por los otros. Se trata de males de todo género y a todo nivel de existencia: males que afectan a los pequeños y a los jóvenes, a los adultos y a los viejos, a los inteligentes o a los vivos, a los obtusos y a los simples, a los santos y a los malvados... La avalancha de males no conoce barreras o distinciones, aun cuando afecte de diverso modo a unos y otros.

Resulta superfluo observar que para los ateos la realidad del mal es el plato fuerte, el argumento decisivo contra la existencia de Dios. Pero se trata de una hilación demasiado rápida y simplista en cuanto a la consecuencia: se trata de una conexión mecanicista de la realidad y por ende apriorística. La existencia del mal es un gran problema, el más grave y complicado, pero no sólo para el teísmo sino también para el ateísmo. Y comenzando por el teísmo, el mismo Santo Tomás vio en el «mal» la primera dificultad para admitir la existencia de Dios. «Entendemos por este nombre Dios, un cierto bien infinito. Luego si Dios existiese no se encontraría ningún mal. Pero el mal existe en el mundo. Luego Dios no existe». Es una reflexión a nivel moral y existencial que el Angélico intenta contrarrestar con una célebre respuesta de San Agustín: «Dios es de tal modo el Sumo Bien que ningún mal permitiría en sus obras si no fuese tan omnipotente y bueno como para sacar bien del mismo mal». Y por eso, comenta Santo Tomás, lejos de ser una objeción, la existencia del mal puede contribuir a exaltar la bondad de Dios en cuanto permite el mal para sacar un bien mayor.

Esta podría ser llamada una respuesta teológico-formal que hace apelo a la trascendencia de la divina Providencia, pero que deja abierta una grieta en el edificio divino de la creación que se suponía estructurada con orden y sabiduría.

El problema fue retomado más adelante y casi con los mismos términos, tanto en la objeción como en la respuesta. He aquí el núcleo de la objeción: «Dios hace siempre lo mejor, más de cuanto lo hace la naturaleza. Luego en las cosas creadas por Dios no se encuentra nada malo». El cuerpo del artículo 2 retoma el principio desarrollado en la cuestión precedente (q. 47, aa. 1-2), a saber: la perfección del universo exige que los seres sean desiguales, algunos perfectos y otros imperfectos, algunos corruptibles y otros incorruptibles, y al ser el mal la herencia de estos últimos no nos debe sorprender su existencia. Y sin embargo, al menos en el plano existencial, como enseguida diremos, la cosa sorprende y sorprende mucho. De todos modos, Santo Tomás da a la objeción citada una respuesta de más largo aliento que nos trae a la memoria el axioma hegeliano das Wahre ist das Ganze (lo Verdadero - y por tanto también el Bien - es el Todo): lo que importa es el bien del Todo por el cual puede ser sacrificado el bien de la parte o sea del «singular» en la sociedad humana!), - lo que es un principio aristotélico o sea de filosofía pura. Pero entonces ¿cómo se puede sostener al mismo tiempo que «la persona es aquello perfectísimo en una naturaleza»? Santo Tomás responde: «El todo, que es el conjunto de las creaturas, es mejor y más perfecto, si en él hay cosas que pueden defeccionar de algún bien, las cuales a veces defeccionan cuando Dios no lo impide». La respuesta se extiende trayendo a colación un texto del Pseudo Dionisio (gran autoridad para Santo Tomás): «Es propio de la Providencia no destruir la naturaleza, sino salvarla», pero que Santo Tomás parece invertir observando que «la misma naturaleza de las cosas es tal que puede defeccionar y a veces defecciona».

La observación no es persuasiva porque se podría preguntar: ¿por qué esta distinción tan extraña? ¿Por qué tratar a las creaturas de este modo? ¿Vale para todo el mundo, que es lo que nos preocupa, este corte gordiano? Santo Tomás parece advertir la dificultad e intenta defenderse en base al texto de San Agustín que hemos trascrito para la primera objeción a la existencia de Dios. Pero ahora nos sorprende con su comentario: «De donde faltarían muchos bienes, si Dios no permitiese ningún mal»

Y tranquilamente continúa: «Pues no se genera el fuego, si no se corrompe el aire, ni conserva la vida el león, si no mata al asno; ni tampoco se alabaría la justicia del que premia y la paciencia del que sufre, si no existiese la iniquidad del perseguidor». Se trata de una respuesta que, tomada en sí misma y fuera del contexto teológico propio, no sólo que no aparece satisfactoria, sino que se convierte incluso en irritante. El asno no puede estar satisfecho de haber sido destinado a ser triturado por las fauces del león para que éste se conserve en vida y tampoco el justo y el que está sufriendo en un mar de problemas puede estar satisfecho de frente a tantos males que lo angustian y a la multitud de injusticias que lo oprimen, no puede estar satisfecho con una satisfacción meramente platónica o kantiana como la que aquí se afirma. Santo Tomás desarrolla de este modo el tema del mal bajo la continua guía de San Agustín y del Pseudo Dionisio que son los máximos teóricos en la materia pero para quienes el origen del mal no parece un gran problema: el mal forma parte del orden de la creación, el mal proviene del bien, a saber de un bien imperfecto. ¿Pero qué significa un bien «imperfecto»? ¿Un bien que en parte no lo es? Un «bien imperfecto» que se convierte en mal, que cae en el mal... es una contradicción y para el hombre la creación se convierte en una burla, peor aún, en una condena anticipada. San Agustín y Santo Tomás lo han advertido muy bien y entonces se preocuparon de que aquellas respuestas formales fueran bien reales, primeramente bíblicas y luego racionales.

La Biblia, en efecto, nos repite en cada etapa de la creación que la naturaleza era «buena» en cada una de sus partes: la luz, el orden del universo, la variedad del sol de la luna y de las estrellas, la riqueza y la belleza de las formas vivientes y animales... y cada día de la creación termina con la declaración misma de Dios: «...y vio Dios que era bueno». Posteriormente cuando se llega a la creación del hombre «...a su imagen y semejanza» y le confía el uso y gobierno de todo lo creado, Dios parece verdaderamente satisfecho: «Y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno» (v. 31).

Bien, decimos también nosotros: pero ¿por qué después de hecho la historia de la humanidad en general y de cada hombre en particular, más aún se podría decir de la totalidad de la naturaleza física y animal - con sus catástrofes, terremotos, aluviones..., y la historia del hombre con las enfermedades, guerras y muertes a toda edad y en todo lugar - se ha convertido en un «espacio» repleto de sufrimientos y dolores de todo tipo?

La Biblia lo explica enseguida en el capítulo tercero con el relato de la caída o sea de la rebelión del hombre a la voluntad de Dios: al origen de todos los horrores de la naturaleza y de todos los males del hombre, incluida la muerte, está el pecado cometido por el hombre, por la primera pareja humana, por instigación de Satanás (Gn. 3, 1 ss).

Por tanto, los males de la vida que el hombre padece desde dentro y desde fuera, en el alma y en el cuerpo, desde el nacimiento hasta la muerte, de parte de la naturaleza y de sus semejantes... son la consecuencia primera del primer pecado de sus progenitores: según la Biblia la rebelión de la naturaleza contra el hombre y la malicia del hombre contra el hombre comenzando por el fratricidio de Abel son consecuencia directa de la rebelión originaria del hombre contra Dios. No se comprende por tanto cómo Agustín y Tomás, tratando acerca del origen del mal, hubiesen dejado de lado esta consideración; que por otra parte es la consideración más existencial y convincente, al menos en la esfera de los creyentes. No hay dudas que este primum negativo domina la historia sacra del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Santo Tomás, con la tradición teísta, defiende la Providencia, o sea la convicción que, aún después del pecado original, Dios no ha abandonado al hombre a su ruina sino que está siempre pronto para guiarlo y asistirlo con la ayuda de su Sabiduría: una fuente de consuelo que fue vislumbrada de algún modo por la filosofía griega más tardía, especialmente la estoica y la neoplatónica, pero que en la religión bíblica tuvo su confirmación y sello y una solución del todo especial mediante el misterio de la Encarnación y por lo tanto sólo al ser elevada a la vida sobrenatural de la fe y de la gracia divina. La filosofía pura no conoce otras soluciones más que aquellas de tipo universalista - del dualismo, panteísmo, determinismo, fatalismo y semejantes - las cuales no hacen más que reforzar el ateísmo y arrojar en la desesperación.

Una rápida comparación entre la concepción de la filosofía clásica y la bíblica se encuentra en el Prólogo del admirable comentario que el Angélico hace al libro de Job. Allí se ofrece un breve panorama del itinerario del pensamiento humano en el camino de la Verdad a partir de la filosofía griega (Santo Tomás ha ignorado completamente el pensamiento del Extremo Oriente). Los primeros filósofos griegos y luego Demócrito y Empédocles, atribuían el origen del mundo y de los eventos que se suceden en él (como también hoy, por ejemplo, J. Monod y otros cultores de la filosofía contemporánea) a la casualidad. Pero los filósofos que los sucedieron - el Angélico no da nombres - buscando la verdad con mayor diligencia y perspicacia llegaron al concepto de Providencia o sea a la convicción de que la regularidad que se observa en los fenómenos de la naturaleza muestra que están regidos «por cierto intelecto supereminente». Pero aún a éstos les quedó una sombra, a saber una duda respecto de los eventos humanos: «si éstos sucedían por casualidad o eran gobernados por alguna providencia u ordenación superior». Esta vez Santo Tomás pone en primer lugar la consideración existencial, o sea la convicción de que en el campo moral reina el máximo desorden al punto que parece triunfar la injusticia y sucumbir la honestidad y la virtud: «No siempre de los bienes surgen bienes o de los males surgen males, ni tampoco siempre de los bienes surgen males o de los males bienes, sino indiferentemente de los bienes y males surgen bienes y también males». Santo Tomás se detiene aquí; pero -como ya hemos indicado y como pronto volveremos a observar- hay cosas peores y mucho peores en la vida y en la historia humana capaces de poner al hombre en crisis en cuanto a la justicia de la Providencia divina. De todos modos, me tomo el atrevimiento de subrayar que tampoco aquí se menciona el trasfondo del primer pecado, y se vuelve, en cambio, a la afirmación de la Providencia: «Esta opinión (de la "casualidad" como origen primero de las cosas) es máximamente nociva al género humano; si se elimina la divina providencia no permanecerá en los hombres ninguna reverencia a Dios o temor para con la verdad, de lo cual se seguiría enseguida todo tipo de desidia respecto de las virtudes y toda prontitud para los vicios...; no existe nada que aleje a los hombres de los males y los induzca a los bienes cuanto el temor y el amor de Dios». Y este intento de fundar esta convicción es el fin propio, observa Tomás, del libro de Job que se constituye en el primer y más sublime ensayo de una «teodicea». Veamos su explicación. Admitimos de hecho que los eventos naturales muestran la presencia y la actividad reguladora (gubernentur) de la divina providencia. ¿Y la historia humana? Este es el punto crucial y el escollo principal contra la existencia de divina providencia. Pero en particular, lo que más escandaliza y fuerza a negar la providencia «... es la aplicación a los justos».

Santo Tomás lo explica así: «que de los males a veces provengan bienes, aunque parezca irracional a primera vista y contrario a la providencia, sin embargo en cierto modo puede excusarse por la misericordia divina; pero que los justos sin ninguna causa sean afligidos parece destruir todo fundamento a la providencia». Nos permitimos observar extra textum, que en riguroso sentido ningún hombre según la Biblia puede ser llamado verdaderamente justo, totalmente sin pecado, fuera de Cristo y la Virgen su Madre: sin embargo, el problema sigue en pie.

Santo Tomás lo resuelve más adelante en el comentario al c. 19,25: «Scio quod Redemptor meus vivit et in novissimo die de terra surrecturus sum». El comentario es muy explícito: «Debemos considerar que el hombre, que fue creado inmortal por Dios, incurrió en la muerte por el pecado (Rom 5, 12)... pecado del cual fue redimido el género humano por Cristo, cosa que Job, por espíritu de fe, previó: Nos redimió Cristo del pecado por la muerte muriendo por nosotros; no murió de tal modo que la muerte lo absorbiera, porque si bien murió según su humanidad, sin embargo no murió según su divinidad». La exposición clásica de la doctrina teológica tomista de la Encarnación para la reparación del pecado de los primeros padres y de todos los hombres se encuentra en los tres primeros artículos de la q. I de la Pars III de la Summa Theologiae de la cual basta indicar su robusta estructura:

1.) «Si fue conveniente que Dios se encarnase».

La respuesta es de naturaleza trascendental y está tomada de los dos mayores Padres platonizantes, Dionisio y Agustín. Del primero se extrae el principio: «El bien es difusivo de sí; de donde a la razón del sumo bien le corresponde que se comunique a la creatura en sumo grado». Agustín da, en cambio, una explicación antropológica: «une a sí la naturaleza creada de modo que una persona se hace de tres: Verbo, alma y carne». Pero en la respuesta a la 3a objeción asoma el problema del mal como respuesta a la idea maniquea de que el cuerpo representa en el hombre el mal y por lo tanto es inconveniente para ser asumido de parte del Verbo. Santo Tomás, como es sabido, distingue también aquí el mal de culpa del mal de pena: aquel repugna a Dios, pero no éste que fue introducido por la sabiduría y la justicia de Dios para gloria de Dios. En verdad, para Santo Tomás el motivo principal de la Encarnación ha sido la «satisfacción adecuada» y más conveniente del pecado del hombre, como explica, siguiendo a San Agustín, en el artículo siguiente donde se plantea «si fue necesario para la salvación del genero humano la Encarnación del Verbo». La primera parte del artículo expone las ventajas «positivas» de la Encarnación en orden a motivar al hombre al ejercicio de las tres virtudes teologales, a ejemplo de Cristo, y a la plena participación de la divinidad. Recién en la segunda parte se habla de la «remoción del mal»: a) de huir del diablo «que es el autor del pecado», b) de no manchar el alma, c) de huir de la presunción, d) de la soberbia, e) y para obtener la verdadera libertad. Motivos muy nobles, sin duda, y ventajas notorias: sobre todo la reconciliación del hombre con Dios. Sin embargo, el problema del dolor parece todavía abandonado entre las sombras.

En su admirable Vita Christi, tratando de la Pasión y Muerte de Cristo y con la amplitud y la profundidad que en cuanto príncipe de la teología podía darle, toma en consideración el fin de la Encarnación que era merecer la remisión de los pecados y la salvación eterna. Al mismo tiempo describe los dolores de su Pasión y Muerte, especialmente «los más graves de todos los otros dolores», tanto los del cuerpo como los del alma (en particular la tristeza) de quien ha sufrido por todos los pecados de todos los hombres (Ibid. q. 46, especialmente a. 6).

Siendo verdad, como realmente lo es, y al mismo tiempo tan conmovedor para las almas más devotas y en particular para los místicos que han participado más directamente en su alma y en su cuerpo de los dolores de la Pasión de Cristo, que los dolores sufridos por el Hijo de Dios superan toda capacidad humana de comprensión, permanece abierto el problema del origen primero del primer pecado del cual derivan in radice todos estos males no sólo para nosotros pecadores sino también y más todavía para Cristo que ha querido salvarnos mediante sufrimientos desgarrantes, aún cuando en los Evangelios estén narrados de modo suscinto o apenas insinuados .

Santo Tomás, tratando acerca del origen del pecado en general, coloca en primer plano la libertad del hombre, aunque reconoce al mismo tiempo de modo muy realista, la falta de la ayuda divina y por tanto lo inevitable de la caída, sin que por eso se pueda llamar a Dios causa ni directa ni indirecta: «Sucede que a algunos Dios no le da el auxilio para evitar el pecado, de tal modo que si se lo diese no pecarían». Santo Tomás llega incluso a admitir, siempre en esta esfera trascendental, que Dios (como muchas veces se lee en la Biblia) puede negar su gracia a quienes ponen obstáculo pero también a otros: «De donde la causa de la denegación de la gracia no sólo es aquel que pone obstáculo a la gracia, sino también Dios que según su juicio no pone la gracia». ¿Qué es o qué motivo puede tener entonces ese juicio divino de la denegación de la gracia del cual se seguirá el pecado y luego la pena eterna?. ¿Pero acaso este rigor lógico de una teología metafísica puede colmar la angustia existencial? En el ad 1 reaparece el motivo de la condenación, ya visto cuando se habló de la predestinación: «...así como la culpa de los tiranos se ordena para el bien de los mártires, también la pena de los condenados se ordena para la gloria de su justicia».

Queda claro que Santo Tomás está muy lejos tanto del naturalismo pelagiano que atribuye exclusivamente a la libertad la elección del bien o del mal, cuanto de la rígida predestinación maniquea que exagera, junto al influjo de las pasiones desordenadas, la obra maléfica del diablo. ¿Pero por qué esta acción maléfica será rechazada en algún caso y se convertirá en causa de mayor progreso en la virtud, y en otros será aceptada y los llevará a la perdición? El Angélico responde con coherencia: aquello le ocurre a «...quien se sujeta voluntariamente al diablo».

De acuerdo: pero el verdadero problema está al inicio, como hemos visto. Se navega siempre en el misterio que permanece igualmente escondido en el misterio fundamental del pecado original y de su transmisión a todos los hijos de Adán: perdonado el pecado original por el bautismo, permanecen aún las consecuencias morales (inclinación al mal de todos los vicios capitales...), las consecuencias físicas (debilidad, deformaciones congénitas, enfermedades, pobreza, calamidades naturales y todas las derivadas de la técnica... y finalmente la muerte). Hoy, para la conciencia de los modernos, se hace necesaria una fe de tal fuerza, o sea una gracia muy singular, para aceptar como «permitida» por un Dios bueno (que lo podía impedir...) una situación así cargada in crescendo de horrores y errores. Esta situación es capaz de poner en crisis incluso a los creyentes y bien intencionados y llevarlos al límite de la desesperación e incluso del suicidio: situaciones extremas no permitidas a un verdadero creyente que considere cuanto ha hecho Dios por el hombre al crearlo libre y luego con su Encarnación, cambiando la dirección de la historia e inclinando la balanza para el bien.

No obstante podemos constatar que aún post Christum natum, el mal, tanto físico como moral, continúa presente en el mundo e incluso, en ciertas épocas - vividas recientemente y que todavía perduran - parece que prevalece el mal sobre el bien, la perfidia sobre la bondad, lo torcido sobre lo derecho, la violencia sobre la justicia... El espectáculo del mal físico y moral, y las fuerzas que aumentan con el progreso y amenazan con causar nuevos males y nuevos dolores pueden perturbar las conciencias más honestas y fuertes - ¡sobre todo a estas! -. En el plano existencial, ninguna filosofía está en condiciones de responder al problema del mal - como hemos dicho desde el inicio - y la teología, si no quiere contentarse con subterfugios dialécticos que más bien son capaces de irritar la susceptibilidad del hombre de hoy, debe apelar a una fe bien robusta y a un don muy particular de la gracia que en teología mística se llama «abandono en Dios» en plena conformidad con su voluntad. El abandono en Dios es entonces el estado existencial que más se adecua a los «hijos de Dios», tal cual deben ser los cristianos.

Tal abandono es la más alta forma de fe del hombre en su relación con Dios: así lo entendía también Kierkegaard, en consonancia con el Nuevo Testamento y con los místicos cristianos. El pagano, como hoy día el ateo y el no creyente, piensan que el hombre no puede tener ninguna relación con Dios de persona a persona. En el cristianismo, en cambio, el hombre se relaciona a Dios como el niño con sus padres que están del todo atentos a él. Así Dios da al hombre la ayuda de la gracia con la cual éste lo puede amar y servir sobre la tierra: éste es uno de los motivos dominantes de los Escritos edificantes y del Diario. De hecho, como Dios da todo gratuitamente al hombre, el alma y el cuerpo con todas sus facultades, así el hombre debe darse a Dios sin condiciones: el abandono en Dios se convierte así en un «segundo nacimiento», es como el «volverse niño» (X1 A 59 y 679, n. 2090, 2516). Es la verdadera vida del espíritu en la cual «retorna todo el espíritu de la infancia, pero a la segunda potencia», es decir con la absoluta confianza de la fe (2581,2615). La existencia del espíritu de abandono consiste en considerarse «...menos que nada delante de Dios» y de creer al mismo tiempo «que Él se ocupa incluso de las cosas más mínimas», como de los pájaros del cielo y de los lirios del campo. La vida del espíritu procede en sentido inverso a la natural: en ella se crece «haciéndose siempre más pequeño» (2722). El abandono en Dios es la prueba suprema de nuestro amor por Él y el sello de la fe: da la fuerza para soportar todas las pruebas y adversidades de la vida viéndolas como un «signo» del amor que Dios nos tiene. Así nos lo enseñan los Modelos (los santos): «el ser amados por Dios y amar a Dios es sufrir» (3631). Por lo tanto el cristiano que quiere pertenecer a Cristo debe abandonarse totalmente a Él, porque estas dos cosas - amar y abandonarse - se equivalen entre sí: es necesario «remar mar adentro» donde el agua mide profundidades de 70.000 pies (3513). El abandono en Dios es lo que nos hace vencer la angustia y la desesperación. En conclusión - y ésta es una observación de metafísica existencial para Kierkegaard - debemos saber que cuando el hombre se abandona en Dios el modo (el «cómo») expresa la esencia misma de la relación y este modo es «el abandono hasta decir que...» Dios mismo, que es el Absoluto, es para nosotros este «cómo nos ponemos en relación con Él».

Y explica: «En el ámbito de las realidades sensibles y exteriores el objeto es algo distinto que el modo: hay muchos modos... y un hombre siempre puede descubrir otro nuevo. En la relación con Dios el «cómo» es el «qué cosa». Y concluye por su parte: «Aquel que no entra en relación con Dios en el modo del abandono absoluto, no entra en relación con Dios. Respecto de Dios no nos podemos poner en relación «hasta un cierto punto», porque Dios es precisamente la negación de todo lo que es «hasta un cierto punto»» (2936). Los ejemplos insignes de tal abandono que aparecen en la Biblia son, para Kierkegaard, especialmente Abraham y Job.

Pero el ejemplo más claro y luminoso de este abandono del alma en Dios ha sido para Kierkegaard, como para toda la piedad católica, la «Bendita entre todas las mujeres, la Madre de Dios, la Virgen María», como la llama en Timore e Tremore. El drama y el ejemplo del abandono en Dios de la Virgen fue ilustrado de la siguiente manera: «Ciertamente María dio a luz al Niño de un modo milagroso; pero, sin embargo, todo lo demás sucedió en ella al modo como sucede en otras mujeres y ese fue un tiempo de angustias, de sufrimientos, de paradojas. El Ángel era un espíritu servicial, pero no fue un espíritu servil; no se acercó a las otras jóvenes de Israel para decirles: «No desprecien a María, porque lo que se está realizando en ella es algo extraordinario». En cambio el ángel se presentó sólo a María, y ningún otro lo supo. ¿Qué mujer más expuesta a la deshonra que María? ¿No se cumple aquí aquel dicho que dice que a quien Dios bendice con el mismo respiro también lo maldice? Esta es la interpretación espiritual de la situación de María. Ella no es - me repugna decirlo, pero más me repugna pensar en el atolondramiento y en la superficialidad de todos los que la han interpretado - una gran dama que se ofrece para entretenerse jugando con un Dios niño. No. Cuando María dice: «He aquí la esclava del Señor» (Lc, 1, 38), ella es grande, y no debería resultar difícil entender cómo se convirtió en Madre de Dios. María no necesita de la admiración del mundo, así como Abraham no tuvo necesidad de las lágrimas: porque ella no era una heroína, ni él un héroe, sino que ambos se convirtieron en algo más grande que los héroes al no huir del sufrimiento, de las penas, más aún, gracias a todo esto».

Mediante la fe el creyente se abandona confiadamente a en Dios tanto en la vida como en la muerte.

II. El problema del mal y la existencia de Dios.

La liturgia romana celebra entre sus mártires a aquellos santos inocentes asesinados por Herodes, quien se sintió engañado por los Reyes Magos después que vieron al Niño Jesús, a quien él quería eliminar por temor a encontrar un rival a su poder. El relato del evangelista Mateo (2, 13 ss) es perentorio y escalofriante así como también las representaciones que de él ha hecho el arte cristiano. El episodio es ciertamente dramático, no sólo por la crueldad del tirano, sino también por lo que respecta a nuestro problema: el ateo puede extraer de aquí su prueba definitiva contra Dios pues mientras salva milagrosamente a su Hijo y naturalmente puede prever la reacción del sanguinario tirano, permite la carnicería de los inocentes y parece insensible al desesperado llanto de las madres. Es conocida la tesis de A. Camus de que basta el hecho de la muerte de un inocente para quitar toda consistencia a las pruebas de la existencia de Dios.

No cabe duda de que el episodio evangélico, a causa de su protagonista principal, que la Iglesia adora como Hijo de Dios y Salvador de los hombres, es de lo más impresionante y capaz de poner en crisis la conciencia humana - como de hecho ha sucedido en la antigüedad cristiana y en tiempos modernos - la fe en un Dios sumamente bueno, justo y omnipotente, ofreciendo un grave pretexto - un argumento aparentemente perentorio, como indicaremos - contra la existencia de Dios. El aspecto existencial de tan inhumana crueldad es particularmente impresionante y los ateos no han desperdiciado la ocasión para atacar a fondo la verdad del Cristianismo. Citaremos la objeción de un autor que se ha dedicado a problemas científicos, pero que se interesó con mucha pasión (¡tal vez demasiada!) en los problemas teológicos más arduos.

En uno de sus libros, que lleva el bizarro título de Teologia ultima, Valerio Tonini propuso, sin pelos en la lengua y sobre todo sin ningún escrúpulo o sentido teológico, una teoría. La tesis aparece ya al comienzo del libro: «Al inicio de la historia de cada religión hay un crimen. Este crimen es cometido en nombre del mismo Dios. También la historia evangélica comienza con un increíble crimen. Evangelio de San Mateo, II, 16: «Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos». En medio de la muerte de los niños inocentes, que aún no tenían dos años, muertos degollados por su causa, inmolados al nacimiento de Cristo, El vive. Dios es por tanto culpable no sólo de nuestro nacimiento en Adán sino que con su propio nacimiento en la tierra añade un crimen de una malicia inaudita. ¡He aquí el Dios, que degüella a inocentes para regalarnos su Hijo! El ángel del Señor se apresuró a advertir a José, el padre del niño Jesús: «huye a Egipto porque Herodes buscará al niño para hacerlo morir». En efecto, con su fuga, José salva al Hijo de Dios y del Hombre; pero Herodes mató a todos los otros niños de su territorio. ¿Bastará entonces la muerte en cruz de este pretendido Salvador para redimir el delito cometido por el Padre con la masacre de los Inocentes? María, mujer y madre, sin culpa de su parte, ha llorado a cántaros a su Hijo crucificado. Muchas otras madres habían llorado por su causa cuando él nació. Pero Dios, Padre, no ha llorado. Ninguno jamás lo ha visto llorar, a Él, el sumo bien, la suma bondad, la suma sabiduría. ¿Por qué ha inventado también este delito sobre los inocentes, con el fin de que nazca su hijo? ¿Cuánto más espera para redimirlo (p. 11).

El Autor se vale del episodio para dar su propia interpretación acerca de la naturaleza e historia del Cristianismo que se esfuerza por explicarla en consonancia con los ciclos percibidos por una historia comparada de las religiones, con interpretaciones gnósticas y pseudomísticas: «La crudelísima narración de la sangre de las víctimas inocentes que Dios se inmola a sí mismo, «representa» una historia profundamente clavada desde siempre en la memoria de los hombres. El tema de una fiereza extrema domina las expresiones más arcaicas de la religiosidad» (p. 19).

Seguir esta tesis y su desarrollo sería distractivo teniendo en cuenta que pretendemos limitarnos a una reflexión crítica en el ámbito estrictamente teológico. Nos permitimos observar y admitir que se trata de un argumento bastante arduo para la sensibilidad del hombre moderno. No es la crueldad en cuanto tal la que nos hace entrar en crisis porque la crueldad ha bañado en sangre, muchas veces inocente, toda la historia, antes y después de Cristo. Pero son las circunstancias verdaderamente extrañas del evento: mientras Cristo, por una especial intervención divina fue puesto a salvo, sus otros coetáneas fueron abandonados indefensos a la ferocidad del tirano que, para poder degollarlos en brazos de sus madres, los arrastró con engaños fuera de sus casas. El hecho es patente, aunque parece que no impresionó a la antigüedad cristiana, que estaba totalmente prendada de admiración por la intervención tan singular de Dios por salvar la vida del divino Infante. El problema fue afrontado directamente por San Juan Crisóstomo: en el capítulo II de la IX Homilía trata el problema con tal claridad que me parece oportuno seguir paso a paso su análisis.

El Niño ha regresado de Egipto y Crisóstomo teje alabanzas a la historia religiosa de este pueblo, especialmente durante los primeros siglos del cristianismo con el desarrollo del monacato, cuando los monjes se dedicaban durante el día al trabajo y durante la noche a la oración. Entre ellos se destaca el bienaventurado y gran Antonio como se ve en su Vida escrita y a quien Crisóstomo elogia principalmente por haber visto de antemano la herejía arriana y haber preparado la batalla para vencerla: «En ella (su vida) se encontrarán incluso gran cantidad de profecías. Tal la que Antonio hizo sobre la herejía arriana y los daños que de ella habían de seguirse. Dios se lo mostró todo y le puso ante los ojos un bosquejo de lo por venir» (p. 158). Luego viene el elogio al hombre: «He aquí, entre tantas otras, una prueba de la verdad: ninguna secta profana ha producido un hombre como éste». Finalmente el mérito del libro: «No quiero yo contaros aquí su vida. Leedla vosotros en el libro que os recomiendo y lo sabréis todo puntualmente y de ella sacaréis las más altas lecciones de filosofía. Pero no os exhorto sólo a leer el libro, sino también a imitar lo que allí está escrito» (p. 158).

La hospitalidad que Egipto le ofreció a Cristo fue recompensada desde el primer momento por la gran actividad evangélica vivida durante el Cristianismo preconstantiniano.

Vayamos ahora al tema central que es la matanza de los Inocentes. El santo subraya de inmediato el comportamiento irracional de Herodes, quien al darse cuenta de que los Magos se habían marchado sin pasar por Jerusalén, en vez de reflexionar, se encolerizó pensando que se habían querido burlar de él. Por eso ordena la cruel e inútil matanza de los pequeños inocentes como arrebatado por un raptus de furia y celo al mismo tiempo: «Como poseído del demonio de la ira y de la envidia, no tiene cuenta de nada, se enfurece contra la naturaleza misma, y la rabia que lo domina contra los magos, que lo han burlado, la desata contra los niños, que no tienen culpa alguna, con lo que renueva en Palestina la tragedia que en otro tiempo se desarrolló en Egipto» (p. 160). Aquí se ve que San Juan Crisóstomo advierte con agudeza el problema y dirige hacia él la atención: se trata de un problema muy discutido a su tiempo porque había provocado serias dudas, bastante encendidas, contra la justicia de Dios.

¿Cómo podría quedar a salvo la justicia de Dios, si mientras salvaba a Cristo, abandonaba a los pobres niños en manos de la crueldad de Herodes? Esto es un problema para el mismo Crisóstomo quien estaba convencido de tener que dar una respuesta aunque sea sumaria (breviter disputantes). La primera respuesta es dialéctica y podría ser llamada a simili: así como por la liberación milagrosa de Pedro de la prisión, el Herodes de entonces (el primero ya había muerto) envió a muerte a los soldados que eran inocentes de esa fuga, así también el primero y más cruel Herodes dio muerte a los niños inocentes porque Jesús se le había escapado de las manos. Pero esto, y el mismo Crisóstomo se pone la objeción, no es una explicación o justificación sino un agravante a la situación o sea al problema en cuestión. Entonces responde desde el campo de la fe. No se pregunta, como tal vez lo hacemos nosotros, por qué Dios, habiendo salvado al niño Jesús, abandonó a los inocentes a la crueldad del primer Herodes, y habiendo liberado de la cárcel a Pedro abandonó a los pobres soldados a la cruel represalia del segundo Herodes. ¿A qué apunta San Juan Crisóstomo? Da una solución que él llama «probable» y que consiste en atribuir la responsabilidad de los dos crímenes - como es obvio por otra parte - a la crueldad de los dos reyes: ellos tuvieron todas las oportunidades y posibilidades de considerar y apreciar las causas extraordinarias de ambos eventos. No lo hicieron porque estaban cegados por la pasión de poder, sobre todo el Herodes que mató a los santos inocentes por vil crueldad. Quiero ser breve, advierte Crisóstomo: « ¿Y qué tiene que ver - me diréis - lo uno con lo otro? Porque esto no resuelve, sino que agrava el problema. - También yo sé que no lo resuelve; pero lo junto todo porque a todo quiero dar la misma solución. ¿Qué solución admiten estos casos? ¿Qué explicación razonable podemos dar? La solución y explicación es que Cristo no tuvo la culpa de la muerte de los inocentes; la culpa fue de la crueldad del rey; como tampoco la tuvo Pedro de la ejecución de los soldados, sino la insensatez del otro Herodes» (pp. 161-162). En el caso del Apóstol, liberado por el Ángel, no había ningún motivo para tratar con rigor a la guardia o para acusarla de negligencia porque todo estaba en orden y Herodes podía constatar por sí mismo el milagro. De hecho todo había sucedido de modo tal que no quedara comprometida la guardia, para poner en evidencia la especial intervención de Dios y para mover al rey a la reflexión.

Otro tanto, y más aún, se debe decir del primer Herodes que tenía todas las garantías, en cuanto al nacimiento de Cristo, de que se trataba de un evento totalmente extraordinario y que no era engañado por los Magos, quienes, después de adorar al Niño, no volvieron a él que ya había decidido matarlo: «¿Por qué te irritas, Herodes, al ser engañado por los magos? ¿No caes en la cuenta de que aquel nacimiento fue divino? ¿No llamaste tú a los príncipes de los sacerdotes? ¿No reuniste tú a los escribas? Todos estos que tú llamaste, ¿no se trajeron consigo a tu tribunal al profeta que había predicho todo esto? ¿No ves cómo lo antiguo consuena con lo moderno? ¿No oyes cómo una estrella se ha puesto al servicio de todo esto? ¿No sentiste tú mismo respeto del fervor de los magos y admiraste su franqueza? ¿No te estremeciste de la verdad del profeta? ¿Cómo no comprendiste por lo pasado lo presente? ¿Cómo no dedujiste a tus solas de todos estos hechos que lo sucedido no venía de embuste de los magos, sino de un poder divino que todo lo dirigía a fin conveniente? Mas si, en fin, fueron los magos los que te engañaron, ¿qué tenían que ver con ello unos niños inocentes (pp. 162-163).

Bien, replica el supuesto objetor: has demostrado que el primer Herodes fue sanguinario de modo que ninguno lo puede excusar de su inhumana crueldad en particular contra los pequeños inocentes. Pero ¿por qué Dios permitió una injusticia tan cruel?

A este respecto, Crisóstomo enuncia una ley histórica general: que cuando una desgracia golpea a muchos al mismo tiempo, no hay motivo para que alguno se lamente en particular: «Qui laedant multos, qui laedatur nullum esse». Y explica, a fin de eliminar posibles dudas que lo que la Providencia permite lo hace para la remisión de nuestros pecados o para darnos un premio («aut in peccatorum remissionem, aut in mercedis retributionem»). De todos modos esto sienta bien para los pecadores que deben expiar culpas pasadas, pero aquellos niños inocentes, ¿qué habían hecho? Ellos recibieron - y es la solución final que da Crisóstomo - un gran premio y no un castigo llegando «...rápidamente al puerto sin tormentas». Y se trata de un premio mucho más grande que si hubiesen vivido «...con mayor razón no hubiera dejado que éstos perecieran así, de haber Dios previsto que habían de realizar grandes cosas en su vida» (p. 165). Su explicación fue puesta en un contexto decididamente teológico. Pero queda igualmente todo el dolor de la tragedia y no se encuentra otra compensación o castigo, si así se puede hablar, más que el horroroso fin que le tocó al cruel Herodes, según nos narra Flavio Josefa.

Pero la tragedia de los pequeños inocentes queda en pie, concluimos también nosotros. Ella fue causada por la crueldad de los hombres y permitida por Dios, quien ha permitido que su propio Hijo muriese en la Cruz no sólo por la malicia de los hombres sino abandonado por su mismo Padre (Mt 27,46). La única respuesta, y la más profunda, permanece en el terreno de la oeconomia salutis, como misterio escondido en Dios, según el cual toca a los justos y a los inocentes expiar las culpas de los pecadores. Pero esto seguirá siendo un misterio, por la simple razón que Tonini, Camus y quienes se mueven por su propio juicio, expresamente no lo quieren aceptar.

Lo que sorprende en la apasionada defensa de San Juan Crisóstomo es que mientras se acentúa la malicia de los dos Herodes, no se hace referencia precisa a la malicia del pecado original del hombre que es la verdadera raíz universal del mal físico y especialmente del mal moral en toda la historia: una doctrina explícita en San Pablo, de quien Crisóstomo ha sido su máximo admirador y comentador.

Este pesimismo teológico acerca del pecado y sus consecuencias será puesto en evidencia por los sistemas agustinianos y especialmente por el jansenismo y la Reforma, aunque ellos no atenten contra la creencia y la fe en Dios. Esta creencia se irá disolviendo paulatinamente en el pensamiento moderno: comenzando por el dualismo gnóstico de J. Böhme, retomado por Schelling y finalmente resuelto en la dialéctica hegeliana que eleva el negativo, o sea el pecado en el orden moral, a momento constitutivo en el afirmarse de la realidad de la historia. Como conclusión: ni sombra de escatología de naturaleza trascendente o sea de juicio final de Dios para separar para siempre a los justos de los pecadores (Mt. 25, 46) sino que el juicio es la misma historia en acto: «La historia del mundo es el juicio del mundo».

Así, se pasa de la opresión sofocante del mal y del pecado propio de la concepción luterana y jansenista a la autoliberación del mal en el pensamiento moderno, o sea a una conciencia del bien y del mal dentro de la cual el mal o es reconocido como originario (Kant) o se transforma en el límite subjetivo que la razón no cesa de superar con el progreso de la historia. Pero lamentablemente, como lo ha demostrado Kierkegaard, la realidad de la existencia humana continua desgarrándose entre el error y el dolor, al cual sólo le pone remedio el Cristianismo.

Resumiendo:

1) Podemos repetir que el mal físico y moral existe, existía antes de Cristo y existirá hasta el fin de los tiempos y esto primeramente por la estructura finita de las cosas, pero sobre todo como consecuencia de un desorden o rebelión original del hombre contra Dios, de una mancha en el fondo del alma.

2) Pero el hombre, como sujeto espiritual, puede luchar dentro de ciertos límites contra el mal y contra la misma muerte: puede aliviar el mal de los demás y soportar el propio como una purificación. Esta forma de transformar el mal en bien lo percibe la misma razón y la libertad lo puede realizar, lo cual se hace más libre, al librarse de los egoísmos que empañan el horizonte de su apertura infinita.

3) La existencia del mal, o sea de los dolores físicos y morales, de las enfermedades y de las traiciones, de las injusticias y de los abusos de todo tipo... en medio de los cuales vive la sociedad - cualquiera que sea su grado de desarrollo, pero mayormente en aquellas formas más evolucionadas y sin excluir la sociedad religiosa que está constituida por hombres inmersos en la misma historia... - es un dato en efecto inevitable. Pero por eso mismo, mientras constituye una dificultad para el teísmo en su significado más ingenuo, cuadra perfectamente con la religión y la grandeza y misericordia de un Dios padre y juez de los hombres que ha dado a los hombres, además del ser, su don más alto que es la libertad y el amor.

4) Por eso podemos concluir: no existe y no puede existir demostración alguna contra la existencia de Dios y de una vida futura. En cambio existen, y los hombres lo han captado desde el inicio, pruebas y signos de su amistad y providencia para con los hombres. Entre las cuales debemos mencionar a ésta que es ardua aunque llena de consolación: Dios, como buen médico, sabe extraer para nosotros bienes aún de los mismos males, y puede darnos la vida por medio de la muerte, cosa que ningún médico jamás podrá hacer.

Las soluciones dialécticas del pensamiento moderno son sencillamente desesperadas y totalmente ambiguas: si la libertad no puede elevarse por encima de la antítesis del bien y del mal y luchar por consolidar el primero y disminuir el segundo, la vida humana queda abandonada - incluso después de Cristo y contando con la fe en Dios - al capricho de la fatalidad y no hay ningún fundamento para distinguir el bien del mal. Cada uno de ellos es príncipe y principio absoluto en su propio reino, al punto que el hombre no llega a reconocerlos porque vive mezclado entre millones de hombres que se refugian en sentimientos de fe y se confunden entre las olas del tiempo que los arrastran al foso de la muerte.

Ciertamente que el mal, la existencia del mal físico y moral, no prueba la existencia de Dios: por el contrario y a su modo es una prueba de la libertad, aunque defectuosa, del hombre. Pero ha sido mucho más defectuosa y mucho más dañosa (para nosotros) la libertad de los Ángeles rebeldes, de Lucifer (llamado «Satanás» el tentador, espíritu hermosísimo (tal vez el más hermoso según algunas insinuaciones de la Biblia y la opinión de algunos Santos Padres y escritores eclesiásticos...), porque Lucifer tentó al primer hombre y porque bajo sus órdenes los demás demonios han tentado y continúan tentando a los hombres al mal, a todas las formas del mal según la lista de los siete vicios capitales.

Pero la existencia del mal, de los diablos y de todas las bestias y dragones del Apocalipsis... no constituye ni pueden constituir un argumento, menos aún decisivo, contra la existencia de Dios, Primer Principio Creador, bueno y providente. El mal, que inunda la vida y la historia, puede constituir una dificultad para quien lleva hasta el extremo la abstracción del Sumo bien metafísico para luego querer entenderlo de un modo psicológico; este es el terreno donde aparecen las recriminaciones provenientes de la pereza y la infidelidad del hombre.

Pero una vez que se admite que el hombre fue creado libre - y esta doctrina fue robada por el pensamiento moderno (sobre todo Fichte, Schelling, Hegel) con intención de distorsionar el sentido de Dios y preparar su negación - se debe admitir que puede elevarse y aceptar la gracia que le ofrece Cristo, transformando el mal en bien y las tentaciones de pecado en ocasión de virtud y de santidad, con la protección de la Majestad divina y de los ángeles y bajo el ejemplo de los mártires y santos.

Así, la existencia terrible, escalofriante y casi desesperanzadora del mal no es una acusación contra Dios, sino una condena del Príncipe del mal. Y más aún cuando se trata de determinados pecados externos, de extrema malicia, como los que van desde la difusión de las herejías a la ferocidad de las torturas de los inocentes en los lager nazis y marxistas (que jamás debemos olvidar)... pasando por la vileza de ministros y prelados cristianos o católicos que han tenido miedo - como en Italia - de combatir y hacer combatir abiertamente (como manda el Evangelio) contra la aprobación de la infame ley del divorcio (1974) y de aquella incomparablemente más infame del aborto (1976). Y, ya que estamos hablando de la Italia de la dopoguerra, debemos afirmar que esta ley, incluso por los términos ambiguos y laxistas en los que fue redactada, viola todo derecho humano y divino, es el atentado más vil y violento cometido contra los más inocentes y los más indefensos, y es un delito para el cual no existe pena humana proporcionada. Se debe observar que incluso dentro del partido - si bien la mayoría votó en contra (¿pero no fueron las ausencias y las traiciones de la DC las que posibilitaron la diferencia necesaria para la aprobación de la ley?) - las reacciones fueron mínimas. Los de la prensa católica se limitaron a los lamentos de costumbre: ninguna reacción o demostración de pública protesta, ningún pedido de testimonio cristiano del Referendum. Luego, como ya se sabe, siguió la captura y el cruel asesinato de Aldo Moro el 6 de mayo de 1978 y la conmoción de toda Italia, la laica y la eclesiástica (como correspondía), y su recuerdo cada aniversario. Pero de todos los niños inocentes, asesinados a millares por médicos que Hipócrates había declarado que sólo debían salvar, de ellos ninguno habla y ninguno jamás hablará.

¿Hay algo que nosotros, espectadores doloridos e impotentes ante tanta infamia, obra de políticos, podemos hacer? Y es una infamia cualificada, una mancha que todos los perfumes de Arabia no podrán limpiar, cuando se piensa que el Presidente Leone, que no tuvo el valor cristiano de renunciar al cargo antes que firmar la tremendamente inicua ley, poco después renunció por cuestiones de interés personal. Pero no sólo el enorme y poderoso aparato eclesiástico no hizo nada excepto lamentarse como de costumbre, sino que los así llamados «grupos de disenso» por una parte y los grupos de acción, de base, de oración, aún aquellos verbalmente más combatientes de «Comunión y Liberación», todos quedaron en sus casas, sin sombra de una protesta eficaz, sin ningún grito de amor o de dolor por aquel dolor o por la injusticia universal que ciertamente hubiera sacudido un poco las conciencias. ¿Acaso no es esto para Italia (llamada) católica un hecho mucho más grave, después de dos mil años de Cristianismo, que la masacre realizada por un rey sanguinario contra alguna decena de niños inocentes? Herodes y sus soldados no eran cristianos, y no habían subido al poder portando un escudo cruzado, como Andreotti y sus compañeros firmantes, diputados y senadores ausentes al momento de votar bloqueando el infame voto... ¿Y por qué entonces esta vez el Ing. Tonini, que se escandalizó tanto por el episodio evangélico hasta agarrárselas contra Dios, no escribió (a nosotros no nos consta) ni siquiera una cartita de protesta contra esta infamia cometida por la sociedad italiana?

El ateísmo no tiene palabras para aliviar el dolor, para sacudir a quien comete injusticias... porque no admite nada más que lo finito, porque niega el horizonte nuevo del amor y de la justicia infinita, porque rechaza la paternidad de Dios, la redención del Hijo y la santificación de amor del Espíritu Santo. El ateísmo marxista no tiene nada para oponer a la ley guerra de todos contra todos, que es la ley de la historia (también contemporánea), no tiene nada para oponer salvo la retórica del materialismo dialéctico y del materialismo histórico, o sea la ley del dominio de la fuerza, que es la lucha de clases, lo cual no es otra cosa que sancionar el dominio del mal, la legitimidad del odio y de la venganza y por lo tanto la ley del materialista Hobbes del bellum omnium contra omnium. Y ahora los pueblos libres, también Italia, condenan con protestas y sanciones la opresión en Polonia de parte de una minoría comunista gobernante sobre la asociación que agrupa la mayoría de los trabajadores (Solidarnosc), y la presión soviética sobre las pobres y empobrecidas naciones satélites; ¿pero qué es esta opresión en comparación con el aborto admitido en casi todas estas naciones?

Nadie más que Dios puede brindarnos su ayuda ante el mal - que trabaja desde el principio y trabajará siempre en la vida del hombre sobre la tierra -, y nos la ha dado abundantemente con la Encarnación. Nos presta siempre su ayuda y nos asiste siempre con su gracia para que podamos seguir el ejemplo de Cristo nuestro modelo: así, asumir el dolor de la vida y la misma muerte, se convierte en un acto de amor a Dios. El problema del mal entonces puede encontrar una respuesta sólo en Dios, admitiendo la existencia de un Dios que ha creado libre al hombre, quien ha abusado de su libertad para pecar, para rebelarse contra Él. Pero Dios, por su infinita misericordia, le ha ofrecido en Jesucristo la posibilidad de salvarse del pecado con la gracia y de vencer la muerte con la resurrección de la vida eterna.

III. ¿El ateísmo inevitable?

Más a fondo que Tonini en el análisis del mal se ha aventurado, con profunda y apasionada conciencia existencial, Albert Camus en su obra de protesta contra el mundo moderno: también ateo, es coherente en sus especulaciones al seguir la autodestrucción del hombre que se produce por la negación de Dios. Él no se detiene en el episodio de los pequeños asesinados por el sospechoso y cruel Herodes, de quien (me parece) ni siquiera hace mención, sino que intenta englobar el mal en su totalidad, es decir, el hombre en la desintegración de todos los valores, en el suicidio tanto físico como moral, en la degradación o autodestrucción que el progreso de la civilización produce en el ser humano.

También su punto de partida es humanista y más precisamente anticristiano ya que imputa al cristianismo, sin preámbulos (sin los preámbulos de la perversión de la libertad del hombre expuesta en la Biblia), la avalancha de desventuras caídas sobre el hombre, o sea de haber puesto la realidad del hombre bajo el signo del pesimismo: «No soy yo quien ha inventado la miseria de la creatura, ni las terribles fórmulas de la maldición divina. No soy yo quien creado ese Nemo bonus, ni la condenación de los niños sin bautismo. No soy yo quien ha dicho que el hombre era incapaz de salvarse solo y que en el fondo de su degradación no cabía esperar en otra cosa que en la gracia de Dios».

Camus había trabajado en su juventud en una "exercitatio", que llevaba por título Entre Plotin et Saint Augustin, para obtener el diploma de estudios superiores; y este trabajo de investigación dejó en su espíritu una huella profunda que quedó expresada con inusitado vigor en su obra principal titulada L’homme revolté, en la cual da a conocer la característica del hombre contemporáneo. Dicha rebelión ("revuelta") tiene sus raíces y matriz en la contradicción insuperable en que se encuentra la existencia por donde quiera que se la considere: pesimismo radical, total, insuperable... que supone una especie de maldición metafísica, allende y anterior al tiempo. Para Camus el hombre es absurdo, una definición que él retiene más exacta que la cristiana - para la cual el hombre es un pecador -, y que la marxista - según la cual el hombre es un ser explotado -, dos concepciones que finalmente se resuelven, si bien en modos diversos, en optimismo.

Respecto al Cristianismo en particular, Camus no sólo pone distancia sino que invierte la situación. Capta con exactitud el punto de vista cristiano: «Si el cristianismo es pesimista respecto al hombre, es optimista respecto al destino del hombre». Pero aquí se impone una distinción decisiva: es optimista para el cristiano coherente que cree en Cristo y vive en su gracia, es pesimista para cualquiera que rechaza, se burla o traiciona a Cristo (o sea para todo aquel que no lo acepta como Hijo de Dios y Salvador suyo). Para el cristianismo el hombre es una dualidad, no sólo de cuerpo y alma, sino también en su capacidad de bien y de mal; y es aquí donde se decide el "destino humano". Y es también aquí donde brota el equívoco de la siguiente fórmula de Camus: «¡Pues bien!, yo diré que, pesimista en cuanto al destino humano, soy optimista en cuanto al hombre. Y no en nombre de un humanismo, que siempre me ha parecido insuficiente, sino en nombre de una ignorancia que trata de no negar nada».

Toda esta argumentación no tiene sentido y esto no sin motivo, ya que en lugar de ir a la raíz del pecado como primer mal, Camus, que se declara ateo, no tiene ninguna solución y entonces se lanza contra los cristianos. Camus es, entre los modernos, el escritor que con mayor seriedad ha afrontado el problema del mal, pero partiendo de una posición atea, no puede encontrar más que el vacío y la insignificancia, por donde se lo mire.

También fluctúa en el equívoco, a pesar de la buena intención, la afirmación siguiente: «Y respecto a mí, es verdad que me siento un poco como aquel Agustín antes de su conversión cuando decía: ‘Yo buscaba de dónde venía el mal y no podía salir de ese dilema. Pero también es cierto que yo sé - junto a otros que piensan como yo - lo que es necesario hacer, si no para disminuir el mal, al menos para no aumentarlo. No podemos impedir quizá que este mundo sea aquel donde los niños son torturados; pero podemos disminuir el número de los niños torturados. Y si vosotros no podéis ayudarnos en ello, entonces ¿quién podrá hacerlo en el mundo.

De todos modos me parece legítimo el llamado que hace invitando a los creyentes al "diálogo", a no dejar solo a Sócrates, ni a los pocos solitarios que quedan horrorizados por tantos males injustos y crueles en el mundo (de Rusia a Vietnam, de Camboya a Angola...).

Pero es gratuita la interpretación que hace de la respuesta cristiana, la cual, según su parecer, «no se puede agotar en una fórmula de compromiso o en una encíclica: es esto un modo, como tantos otros, de manipular la historia». Puede darse, y admitirlo no es en absoluto una herejía, que también la Iglesia visible tenga sus lagunas, e incluso sus culpas, en la gestión de las cosas humanas; pero la Iglesia, en todo lugar donde ha predicado el Evangelio, ha predicado la paternidad de Dios y el amor al prójimo, que es el fundamento para socorrer al que sufre, sin hacer distinción entre niños y adultos. ¿Pueden hacer algo semejante aquellos "solitarios" destacados por Camus, que son y se declaran sin fe y sin ley? ¿De dónde nace el vínculo entre ellos y los que sufren? ¿Dónde está la obligación de que surja del fondo de la conciencia y se convierta en un imperativo real de auténtico don de sí y no de mera legalidad racional?

Su pensamiento sobre este punto se capta mejor en la respuesta a una entrevista sobre las obligaciones de un profesional y sobre todo de un escritor: el reportero exaltaba la obra del Dr. Rieux, quien se había empeñado con alma y cuerpo por eliminar el sufrimiento humano. La respuesta de Camus es sin duda sincera pero demasiado árida, abstracta y sin compromisos: «El obstáculo infranqueable me parece ser, en efecto, el problema del mal. Pero es también un obstáculo real el humanismo tradicional. La muerte de los niños indica la arbitrariedad divina, pero existe también el asesinato de los niños que traduce la arbitrariedad humana. Estamos acorralados entre dos arbitrariedades. Mi posición personal, en la medida que ella pueda ser defendida, es la de estimar que, si los hombres no son inocentes, son culpables sólo de ignorancia». Pero esto no es otra cosa que un retorno a Sócrates. Camus, es verdad, recuerda también la presencia histórica del cristianismo, pero admite que para realizar esta tarea «...cualquier cristiano inteligente elegirá el marxismo». Esto es un modo periodístico de tratar el tema; de hecho, Camus, a diferencia de Sartre, no es tan afectuoso con Marx y los marxistas. Más concluyente es la siguiente observación: «Esto en cuanto a la doctrina». Sigue a continuación un juicio difícil de descifrar (al menos para mí) sobre la Iglesia: «Queda la Iglesia. Pero yo tomaré en serio a la Iglesia cuando sus pastores hablen el lenguaje de todo el mundo y vivan ellos mismos la vida peligrosa y miserable que afecta al mayor número de hombres».

Por mi parte - y lo he escrito en una respuesta a un ataque contra la Iglesia de P.P.Pasolini - no tendría objeciones para aceptar la hipótesis: no será el que suscribe, pobre autodidacta, y luego de la caída del poder temporal (de la Iglesia), quien defienda ciertas grandezas (grandeurs) que se mostraron no sólo inútiles sino incluso escandalizantes en la Iglesia a través de la historia, de lo cual, por otra parte, luego del Vaticano II, se debería tener una mayor conciencia. Pero el problema de fondo es otro y Camus ni siquiera lo sospecha, y es que la Iglesia tiene una misión sobrenatural: la continuación y aplicación de la obra de Cristo de salvar al hombre del pecado y de la condenación eterna. Para el hombre de fe éstos no son "fantasmas", sino las "últimas" y por eso mismo las primeras y más verdaderas realidades. Por esto el cristianismo no es un simple evento histórico universal, como el marxismo, sino aquello que conduce al hombre hacia un espacio distinto y para un destino eterno.

Debo confesar que atrae el estilo de diatriba de Camus, hombre radical que no fluctúa entre ideologías opuestas como lo hace Sartre entre anarquía y comunismo. Gusta asimismo su respeto por el hombre en cuanto tal, sin distinciones, al modo del "hombre común" de Kierkegaard. Agrada también - y diría sobre todo - la afirmación radical de una libertad radical, que él - como ahora veremos - llama derecho de rebelión. Pero Camus no ha llevado hasta sus últimas consecuencias este concepto, el cual constituye la exigencia moral primordial de la que ha surgido el pecado, y del pecado todos los males.

La "revuelta", la rebelión, la protesta o también la contestación... como ha sido llamada por los movimientos juveniles de 1968 es la "respuesta" al mundo absurdo, al absurdo del mundo y al mundo del absurdo, que ha sido transmitido por la cultura y la civilización occidental y en particular por el pensamiento moderno. En la tesis introductoria, la denuncia de la inversión radical de la situación humana es de una precisión escalofriante: «Existen crímenes pasionales y crímenes lógicos. La frontera que los separa es incierta. Pero el código penal los distingue, muy cómodamente, por la premeditación. Estamos en el tiempo de la premeditación y del crimen perfecto. Nuestros criminales no son más aquellos niños desarmados que invocaban el amor como excusa; por el contrario, son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que puede servir para todo, hasta para convertir a los asesinos en jueces». Parece escucharse las descaradas autodefensas de los calculadores asesinos de hoy. En la época moderna, por tanto, ha ocurrido un hecho único que ha cambiado el rostro de las humanidad, y su formulación, por increíble que pueda parecer, es la siguiente: mientras antes la crueldad, el engaño, la violencia... podían reivindicar una propia coherencia, en la actualidad - una vez que la civilización ha sido sometida al dominio de la ideología - lo que domina es "el absurdo"; es en torno a este concepto (?), o mejor, a esta realidad existencial, que gira todo el análisis de Camus. Esta noción de absurdo es el punto de contacto con el pensamiento moderno; y Camus habla preferentemente, más que de "noción", de "sentimiento de lo absurdo". La tesis general, entonces, quedaría expresada como sigue: «El sentimiento de lo absurdo, cuando se pretende ante todo extraer de él alguna regla de acción, hace del homicidio al menos algo indiferente y, en consecuencia, posible. Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si no podemos afirmar ningún valor, todo es posible y nada tiene importancia. Sin pro ni contra, el asesino ni está equivocado ni tiene razón. Se puede avivar el fuego de los crematorios como así también sacrificarse en el cuidado de los leprosos. Malicia y virtud son producto del azar o del capricho».

La lección de Camus es importante porque nos muestra sin término medio el callejón sin salida de la contradicción y del absurdo en el que se ha metido el hombre moderno. Es verdad que su dilema, de origen dostoieskiano: o suicidio u homicidio, me parece artificioso, porque no es extraño - como leemos casi a diario - que los dos fenómenos pueden darse juntos. El problema esencial es el del "significado" (Sinn), o sea de "dar un significado" (Sinngeben) a la vida y para hacer esto son necesarios unos "contrafuertes" sea a parte ante como a parte post, esto es principios trascendentes, sobre los cuales la libertad pueda hacer su elección desafiando el nihilismo. Juzgar absurdo y contradictorio tanto el suicidio como el homicidio como hace Camus, y relegar por lo mismo la existencia humana a la contradicción del absurdo, es demasiado poco, aún cuando se apoye con la fineza bien reconocida de escritor (Premio Nobel) en algunos de los máximos escritores filosóficos de los "Sette-Ottocento": Sade, Stirner, Hegel, Marx, Nietzsche, Rimbaud, Proust... y sobre todo en Iván Karamazoff, el nihilista filosofante de Dostoiesvsky...

Es sorprendente la sordera y casi ausencia que también Camus, como todos los existencialistas de izquierda, muestran por Kierkegaard, el cual ha establecido, con un análisis nunca antes realizado sobre la esencia de la libertad y contra todos los fatuos optimismos y pesimismos de la filosofía alemana, de Kant a Shopenhauer, que el nihilismo moderno, no admite más que una única alternativa: o creer o desesperar. Pero Camus tiene perfecta razón cuando afirma que toda esta situación de desorientación universal, "esta contradicción esencial", como justamente la llama, debe ser «...una vivencia, un punto de partida, lo que equivale en el campo de la existencia a la duda metódica de Descartes». Al cogito, en efecto, le corresponde por una parte, sobre el versante metafísico, el ateísmo, esto es la negación de Dios; y sobre el versante existencial del hombre le corresponde el nihilismo, que puede tener múltiples derivaciones, pero todas ellas conducentes a la insignificancia; no siempre culminando en el suicidio y el homicidio, pero siempre causando indiferencia, enojo, insignificancia, vacío...

Una tercera importante observación, como consecuencia inevitable del nihilismo moderno, o sea de la negación del Absoluto personal que es Dios, es la transformación o inversión de la relación de los hombres entre sí que no están tomadas de la antítesis, que subyace en el fondo y a modo de fundamento de la libertad, entre verdadero y falso, entre justo e injusto, sino en términos de violencia, o sea de la relación entre opresores y oprimidos. Así, la libertad como la verdad, se encuentran y se identifican en la voluntad de poder: Hegel - Marx y Nieztsche como luego Engels - Lenin - Stalin - Hitler... se encuentran sobre la misma trayectoria. De aquí se puede comprender, es decir, no despierta gran asombro, la respuesta del mismo Camus en las Lettres sur la révolté, que sirven de comentario al Homme révolté donde se lee: «cuando el Hombre rebelde exalta la tradición revolucionaria no marxista no niega la importancia ni los logros del marxismo». Sobre la inconsistencia de semejantes consideraciones, se comprende que Albert Camus, en el discurso oficial de la entrega del Premio Nobel en Uppsala (14 de diciembre de 1957) haya centrado el valor ideal de su obra en la defensa de la libertad de la obra de arte, pero es vano y carente de fundamento proclamar que «...el valor más calumniado en la actualidad es, ciertamente, el valor de la libertad». Todo el áulico discurso gira complaciente en torno a este principio; una conclusión extraña, o sea de mero estetismo imprevisible después de las encendidas y sinceras páginas de L’Homme révolté.

Debemos reconocer que el existencialismo contemporáneo en sentido directo y el marxismo, si se quiere, en sentido oblicuo tienen el mérito de haber advertido, o mejor, de no haber eludido, el problema del mal. Pero se han limitado, o bien a describirlo y adornarlo con análisis literarios y pseudo-filosóficos o bien a invertir el sentido del mismo. Así, el existencialismo se escandaliza y denuncia la violencia como negación de la libertad y el marxismo la exalta como indispensable en el ejercicio de la libertad (lucha de clases). Y ésta es una solución que no es solución, puesto que hace hipótesis sobre el futuro en cuanto tal; y que, además, por el despertar sociológico de su ateísmo radical no es ni puede ser la esencia del pensamiento moderno. Esto la ha notado muy bien Sartre en el ensayo magistral sobre Descartes - que es quizás teoréticamente su escrito más claro y perfecto - cuando comenta el voluntarismo absoluto cartesiano: «aquí se descubre el sentido de la doctrina cartesiana. Descartes ha comprendido perfectamente que el concepto de libertad encerraba la exigencia de una autonomía absoluta, que un acto libre era una producción absolutamente nueva de la cual el gérmen no podía estar contenido en un estado anterior del mundo, y que, por consiguiente, libertad y creación no eran más que una misma cosa. La libertad de Dios, aún cuando fuese semejante a la del hombre, pierde el aspecto negativo que ella tenía bajo su envoltura humana, ella es pura productividad, es el acto extratemporal y eterno por el que Dios hace que haya un mundo, un Bien y Verdades eternas. Desde entonces la raíz de toda Razón debe buscarse en las profundidades del acto libre, la libertad es el fundamento de la verdad de las cosas, y la necesidad rigurosa que aparece en el orden de las verdades es sostenida por la contingencia absoluta de un libre arbitrio creador».

Así, para el hombre común, el problema del mal no sólo no ha sido resuelto en su situación presente, sino que directamente ha quedado comprometido; se entiende el mal de hoy, de este hombre, en esta situación... y el mal del hombre como sujeto responsable, como persona que no tiene sólo deberes hacia el Estado o hacia tal partido sino también derechos. Pero todas estas cosas ya son palabras completamente inútiles, pálidos recuerdos de tiempos teocráticos y de cuando se creía que Cristo era verdaderamente Dios, y por eso mismo Juez; y verdaderamente hombre, y por eso ejemplo para nosotros e intercesor nuestro ante Dios. Resolver el problema del mal sólo es posible con y en la fe, y más que hablar de resolver es mejor recurrir a fórmulas de acercamiento, a semejanza de Cristo, a "...esclarecer, iluminar, prever..." para comenzar - como dice el Evangelio e insiste Kierkegaard con toda la tradición cristiana - a obrar con la fe, a resistir con la esperanza y a sufrir con el amor.

El problema del mal no admite, pues, ninguna solución puramente filosófica: la solución que de él han dado los diversos sistemas, sean optimistas o pesimistas, son simples invenciones de un deus ex machina que no significan nada para el hombre existente, y que incluso lo ofenden.

Hemos comenzado afirmado que la existencia del mal es la única objeción consistente, sobre el plano exitencial de la libertad, contra la afirmación de la existencia de Dios. Ahora podemos concluir, después de la exposición de la perspectiva filosófica más reciente y más sensible, que sólo en la perspectiva de la fe cristiana el mal recibe un sentido y una solución positiva de salvación para el hombre y para todo hombre. Por tanto - por paradójico que pueda parecer - nuestra conclusión es que justamente la existencia del mal en la historia del hombre, sea como individuo sea como sociedad, se transforma, en la reflexión de la fe, en prueba y exigencia, más aún en la certeza absoluta de la existencia no sólo de un Dios, primer Principio, sino del Verbo que se ha unido a cada uno de nosotros por la gracia y, en fin, del Amor que en de modo nos ha sido comunicado más allá de todo mérito y medida. Es así que en el Nuevo Testamento se lee que "... nuestro dolor se transformará en gozo" (Jn 16, 31) incluso en esta vida.

De manera que la filosofía no resuelve, no puede resolver, el problema del mal; peor aún, ha hecho de todo para oscurecerlo confinándolo al no ser. La fe bíblica y especialmente cristiana, en cambio, lo ilumina desde todas las dimensiones de la existencia, del cuerpo y del espíritu, como pena del pecado que se convierte en itinerario indispensable de purificación y de elevación de la libertad corrompida.

Y la solución última se dará justamente en aquello que para el ateo es el supremo mal, es decir en la "hermana muerte", más allá del tiempo y de la historia. Será el día del Apocalipsis final cuando, dispuestos como corona en torno a Cristo, los mártires y entre ellos en primer lugar los Santos Inocentes, alzarán hacia Él sus palmas clamando: "Has vengado nuestra sangre" (Ap 19, 2). Ellos "son aquellos del Quinto Sello, las almas de los degollados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que habían dado. Y gritaron con fuerte voz diciendo: «¿Hasta cuándo, oh Señor, Santo y Veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre sobre aquellos que habitan la tierra Entonces fue dado a cada uno un vestido blanco y les fue dicho que esperasen todavía un breve tiempo hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos que iban a ser muertos como ellos" (Ap 6, 9-11). Y la última invocación: Amén! ¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20).

Voltaire quedó impresionado sobremanera por el terremoto de Lisboa que en noviembre de 1755 hundió casi completamente aquella ciudad. Pero cuantas otras ciudades fueron hundidas en los siglos anteriores, en tiempos más cercanos a nosotros y durante la misma existencia de muchos de nosotros, incluso de quien escribe, como ya se dijo al comienzo. Pero Voltaire no concluye ni en la desesperación ni en la negación de Dios. Su Poéme sur le désastre de Lisbonne sigue siendo un texto clásico cuando se quiere afrontar en el plano existencial el problema del mal.

Todo es bien!", afirma el racionalismo: pero esto tiene validez en el orden metafísico (ens et bonun convertuntur), mientras en la tierra el bien está siempre mezclado con el mal y el placer con el dolor. ¿Es mayor el bien que el mal, el placer que el dolor? Voltaire no se plantea el problema y tampoco nosotros lo planteamos, puesto que ¿quién sería capaz de dar una respuesta adecuada y accesible para nosotros mortales, sometidos a todos los accidentes de la existencia e in primis a la fuerza ciega de la naturaleza? La respuesta de Voltaire no deja dudas y tiene incluso resonancias bíblicas, ya sea en los tonos de miseria como en los de esperanza: el mal no puede ciertamente venir de Dios. ¿Y entonces?

«O el hombre ha nacido con capacidad y Dios castiga su raza; o este dueño absoluto del ser y del espacio, sin cólera, sin piedad, tranquilo, indiferente, hace surgir de entre sus primeros decretos el torrente eterno; o la materia informe, rebelde a su dueño, tiene en sí defectos necesarios como ella; o bien Dios nos prueba, y esta permanencia en la vida mortal no es más que un paso estrecho hacia un mundo eterno. Nosotros sufrimos aquí dolores pasajeros: la muerte es un bien que termina con nuestras miserias. Pero cuando saldremos de este paso horrible, ¿quién de nosotros tendrá pretensiones de merecer la felicidad?».

¿Se trata de una esperanza que se encuentra ya en los umbrales del cristianismo? Si no lo ha sido para Voltaire (¿quién sabe?), puede serlo para los lectores de nuestro tiempo, cuando la razón ha visto caer en medio siglo todos sus ídolos.

Retengamos, entonces, con el consenso del desprejuiciado Voltaire que el ateísmo, de cualquier modo que se presente, es imposible en la esfera existencial, la cual es esencialmente aspiración a la Verdad y al Bien Supremo. La existencia de un elemento existencial para elevarse a Dios, para soportar el mal, para aceptar la muerte como un "paso", una llegada a la vida y a la felicidad sin fin... es indispensable.

Y este elemento que se encuentra en la fe en el Resucitado, como ha puesto de relieve con fuerza la Teología contemporánea, se convierte en algo decisivo y totalmente persuasivo según lo asegura San Pablo: "Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe; y vosotros estáis todavía en vuestros pecados. Y por tanto, también los que murieron en Cristo se perdieron (...) Pero del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (I Cor 15, 17-22).

R. P. Dr. Cornelio Fabro
(Traducción del italiano realizada por el R.P. Lic. Elvio Fontana, V. E.)

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