La actitud ante el dolor puede impulsarnos en la vida o acabar con ella. En la Cruz de Cristo está la respuesta a ese dilema.
XIII Domingo del
Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 10, 37-42
JESÚS, en el Evangelio, nos
habla de la necesidad de tomar la propia cruz. Pero ¿cómo
hacer comprender esta palabra a una sociedad, como la nuestra, que opone el
placer? Partamos de una constatación. En esta vida, placer y dolor se suceden con
la misma regularidad con la que a la elevación de una ola en el mar le sigue
una depresión y un vacío capaz de succionar a quien intenta alcanzar la orilla.
El hombre busca desesperadamente separar a esta especie de hermanos siameses,
de aislar el placer del dolor. A veces se hace ilusiones de haberlo logrado,
pero por poco tiempo. El dolor está ahí, como una bebida embriagadora que, con
el tiempo, se transforma en veneno.
Es el mismo placer desordenado que se retuerce contra nosotros y se transforma en
sufrimiento. Y esto, o repentina y trágicamente, o un poco cada vez, en cuanto
que no dura mucho y genera hartura y hastío. Es una lección que nos viene de la
crónica diaria, si la sabemos leer, y que el hombre ha representado en mil
formas en su arte y en su literatura. «Un no sé qué de amargo surge de lo
íntimo de cada placer y nos angustia incluso en medio de las delicias»,
escribió el poeta pagano Lucrecio.
El placer en sí mismo es engañoso porque promete lo que no
puede dar. Antes de ser saboreado,
parece ofrecerte el infinito y la eternidad; pero, una vez que ha pasado, te
encuentras con nada en la mano.
La Iglesia dice tener una respuesta a este que es el verdadero drama de la
existencia humana. Ha habido, desde el inicio, una elección del hombre, hecha
posible por su libertad, que le ha llevado a orientar exclusivamente hacia las
cosas visibles ese deseo y esa capacidad de gozo de la que había sido
dotado para que aspirara a gozar del bien infinito que es
Dios.
Al placer, elegido contra la ley de Dios y simbolizado por Adán y Eva que prueban del
fruto prohibido, Dios ha permitido que le siguieran el dolor y la muerte, más
como remedio que como castigo. Para que no ocurriera que, siguiendo a rienda
suelta su egoísmo y su instinto, el hombre se destruyera del todo a sí mismo y
a su prójimo. (¡Hoy, con la droga y las
consecuencias de ciertos desórdenes sexuales, vemos cómo es posible destruir la
propia vida por el placer de un instante!). Así al
placer vemos que se le adhiere, como su sombra, el sufrimiento.
Cristo por fin ha roto esta cadena. Él, «en lugar del gozo que se le proponía,
soportó la cruz» (Hb 12, 2). Hizo, en resumen, lo contrario de lo que hizo Adán
y de lo que hace cada hombre. Resurgiendo de la muerte, Él inauguró un nuevo
tipo de placer: el que no precede al dolor,
como su causa, sino que le sigue como su fruto; el que halla
en la cruz su fuente y su esperanza de no acabar ni siquiera con la
muerte.
Y no sólo el placer puramente espiritual, sino todo placer
honesto, también el que el hombre y la mujer experimentan en el don
recíproco, en la generación de la vida y al ver crecer a los propios hijos o
nietos, el placer del arte y de la creatividad, de la belleza, de la amistad,
del trabajo felizmente llevado a término. Todo gozo. La diferencia esencial es
que es el placer en este caso, no el sufrimiento, el que tiene la última
palabra.
¿Qué hacer entonces? No se trata de ir en busca del
sufrimiento, sino de acoger con ánimo nuevo el que hay en la vida. Podemos comportarnos con la
cruz como la vela con el viento. Si lo toma por el lado adecuado, el viento la
hincha e impulsa la barca por las olas; si en cambio la vela se atraviesa, el
viento parte el mástil y vuelca todo. Bien tomada, la cruz nos
conduce; mal tomada, nos aplasta.
Tomado de Homilética.
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