Nos miramos al espejo y descubrimos nuestra propia singularidad y unicidad, algo inexplicable por el materialismo.
En cierta ocasión me llegó un
texto que, con muchísima razón, decía: “Me di
cuenta de que, para mantener mi ateísmo, tendría
que creer que la nada produce todo; la materia muerta produce vida; el azar
produce orden; el caos produce información; la inconciencia produce conciencia
y lo irracional produce razón. Estos saltos de fe eran demasiado grandes para yo lograrlos”.
Y le faltaba añadir cómo de lo determinado, que cumple siempre unas leyes,
puede surgir algo tan indeterminado como la libertad, que implica que yo mismo
me determino (determino esto o aquello, lo cual significa que no estoy determinado
por nada). En cualquier caso, creo que no se puede intuir algo tan profundo
como la existencia de Dios en tan pocas y certeras palabras.
Y es que estoy convencido de
que hace falta tener más “fe” para ser ateo que para ser
religioso. Porque, ciertamente,
creer, por ejemplo, que el azar lo explica todo, cuando, en el fondo, no
explica nada, es un verdadero “salto de fe” irracional,
ya que es necesaria una casualidad tras otra, cada vez más compleja y
estadísticamente más imposible, para producir los resultados asombrosos que
conocemos en el macro y el micro-cosmos, hasta llegar al hombre
racional y libre, surgido (suponen algunos) de la materia irracional y no libre (determinada
por leyes naturales que siempre se cumplen). Eso equivale a pensar, por
ejemplo, que la obra más sublime de la literatura española, El Quijote, pudo
haberse escrito por azar al cabo de millones de años, por sí misma, porque sí,
sin una pluma ni una mano que plasmaran una idea previa de alguien inteligente,
el autor (Miguel de Cervantes).
Pues bien: hay cosas en la naturaleza mucho más complejas
que El Quijote, como la misma vida, la libertad, la conciencia, el
sentido ético o moral, una simple célula o el propio cerebro humano (con las
increíbles funciones que es capaz de realizar)… y algunos quieren creer o
hacernos creer que existen por casualidad, por arte de birlibirloque. Siendo muy generosos, podríamos hacer el esfuerzo de dar la razón, como
simple ejercicio hipotético, a quienes así piensan; pero podríamos concederles
que tamaña casualidad se produjo una vez, dos; si quieren, tres o (ya
demasiado) cuatro veces. Lo extraño es que casualidades de tal magnitud y de
tanta imposibilidad estadística se repiten de
continuo en la
naturaleza, más que los granos de la arena del mar; y así hay patrones como el
patrón “hombre”, el patrón “perro” o cualquier otro que obedecen siempre a
unas mismas características básicas y que se repiten de forma fija, casi
inexcusable, en cada especie. Y decimos “casi”, porque
cuando alguna característica propia no se da (por ejemplo, una persona impedida
para ver u oír), entonces decimos que hay una anomalía, un defecto del patrón
normal o una enfermedad.
Resumiendo: hay en la naturaleza infinidad de cosas “cortadas
por el mismo patrón”. ¿Cómo se ha llegado a eso por simple
casualidad? El caos, por sí mismo, no puede hacer cosas que siempre
sigan un mismo patrón, unas mismas características básicas comunes. Lo normal
es que el azar ciego produjera, pongamos por caso, un perro con un ojo, otro
con ninguno, otro sin pelo o miles de perros sin sentido del olfato. Llevando
el argumento a otro ámbito, eso equivaldría a pensar que cualquier producto de
una empresa, que sale de la cadena con un determinado tamaño, textura,
empaquetado, etc. (esto es, con un mismo “patrón”),
surge así por puro azar, sin nadie que lo haya pensado con esas características
comunes y sin un proceso de transformación, por el que varias materias primas
distintas se unen en proporciones definidas para dar un determinado resultado
final. ¿Determinado? Sí, porque ese
resultado final ha sido determinado por alguien que lo ha pensado.
El colmo de lo inexplicable para
un ateo viene ya de cerrar los ojos y mirarse cada uno a sí mismo por dentro,
diciendo: “yo”. Sí, "yo" soy único,
irrepetible e intransferible: no me puedo cambiar por otro. Yo
soy yo y nadie más, hasta el punto de que el día que me
muera, me moriré yo solo y nadie podrá acompañarme en ese viaje. Podrán
llorarme, velar mi cadáver, pero el que se ha muerto soy yo y nadie más. Yo soy
yo, con mi propio carácter, con mis manías (que son las mías) y mis virtudes…
Soy Pepito Pérez, pero no puedo ser Juanito Gómez, por más que quiera.
Esta singularidad (que, realmente, muestra la existencia
del alma) no se
da, al menos de forma tan fuerte, en el resto de la naturaleza ni de la
materia, donde unas cosas son meras copias de otras y, en el fondo, una piedra
es lo mismo que otra piedra, aunque cambie su tamaño, peso, etc. ¿Cómo explicar por puro azar el salto de la no singularidad
de las cosas, de la materia, a la singularidad de cada ser humano? Ya lo
decimos e insistimos: hay que tener “mucha fe”,
demasiada, para no creer en Dios.
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