Lunes quinta semana de Cuaresma. Cristo nos ha llamado a tenerle en lo profundo de nosotros mismos.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
El camino de conversión, que es la Cuaresma, tiene como todo camino, un inicio;
y como todo camino, tiene también un final. La Cuaresma se enfrenta en esta
semana con su última semana. El Domingo de Ramos, que es cuando celebramos la
entrada de Jesús en Jerusalén, estaremos celebrando también el momento en el
cual termina la Cuaresma para dar inicio a la Semana Santa. En ese momento
podríamos simplemente quedarnos con la idea de haber dicho: una Cuaresma más
que pasó por nuestra vida, cuarenta días más. O preguntarnos: ¿Cómo aproveché este camino? ¿Realmente le saqué fruto a
toda esta Cuaresma, o la Cuaresma se me fue, como se me van tantas otras cosas?
La liturgia, en el salmo responsorial, nos habla de un sentimiento que tendría
que estar presente en nuestro corazón: “Nada temo,
Señor, porque Tú estás conmigo”. Todos sabemos que la Cuaresma es un
llamamiento muy serio a la conversión, es una llamada muy exigente a
transformar la vida; no la podemos dejar igual después de la Cuaresma. Nosotros
podríamos asustarnos al ver el programa de conversión que se nos propone y al
darnos cuenta de lo que significa convertir la propia personalidad, convertir
los propios sentimientos, convertir la propia inteligencia, convertir la propia
voluntad, cambiar totalmente la propia existencia.
Esta conversión se nos podría hacer un camino tan impracticable, una cumbre tan
elevada, que en el corazón puede llegar a aparecer el miedo. Un miedo que nos
hace incapaces de poder transformar nuestra vida, un miedo que, incluso, nos puede
hacer rebeldes contra las mismas necesidades de transformación, y entonces
quedarnos, a la hora de la hora, con el miedo, con la rebeldía y sin la
transformación.
¡Qué serio es esto!, porque puede ser que
nuestra vida se nos esté yendo como agua entre los dedos y no terminar de
afianzar la transformación que nosotros necesitamos llevar a cabo en nuestra
alma, y no terminar de consolidar en nuestra alma la exigencia de una auténtica
transformación cristiana.
¡Cuántas Cuaresmas hemos vivido! ¡Cuántos llamados
a la conversión! Cuántas veces hemos escuchado el “arrepiéntete” y, sin embargo, ¿dónde estamos en este camino? Creo que el
Evangelio de hoy podría ser para todos nosotros algo muy significativo, porque
Jesucristo nos habla de cómo todos tenemos esa presencia, de una forma o de
otra, del alejamiento de Dios: el pecado en nuestro corazón.
El episodio de la mujer adúltera es un episodio en el cual Jesucristo se
encuentra no tanto con la realidad del pecado, cuanto con la visión que el
hombre tiene del propio pecado. Por una parte están los acusadores, los hombres
que dicen: “Esta mujer es adúltera y por lo tanto
debe ser condenada a muerte por lapidación”. Por otra parte está la
mujer que, evidentemente, también está en pecado.
Qué fuerte es el hecho de que Jesús se atreva a cuestionar la legitimidad que
tienen todos esos hombres de castigar a esa mujer, cuando ellos mismos están en
pecado. Sin embargo, todos ellos iban a convertirse en jueces y en ejecutores
de una ley, pensando que actuaban con plena justicia, como si el pecado no
estuviese en ellos. Y Jesús desenmascara, con la habilidad y sencillez que a Él
le caracteriza, la capacidad que tenemos los hombres en nuestro interior de
torcer las cosas para creernos justos cuando no lo somos, cuando ni siquiera
hemos rozado la capacidad de conversión que tenemos. De creernos limpios
cuando, a lo mejor, ni siquiera hemos tocado un poco el misterio de nuestra
auténtica conversión interior.
Este relato del Evangelio del domingo nos habla de un Jesús que nos llama, que
nos invita a atrevernos a sumergirnos en la realidad de nuestra conversión: “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”. No
dice que la mujer ha hecho bien, simplemente les pregunta si se han dado cuenta
de cuál es la justicia, la santidad que hay en cada una de sus almas: primero
dense cuenta de esto y luego pónganse a pensar si pueden tirarle piedras a
alguien que está en pecado. “Antes de ver la paja
del ojo ajeno, quita la viga que hay en el tuyo”.
La conversión supone la valentía de profundizar dentro de la propia alma. La
conversión supone la valentía de entrar al propio corazón, como Jesús entra
dentro del alma de estos hombres para que se den cuenta que todos tienen
pecado, que ninguno de ellos puede llegar a tirar ni siquiera una piedra. Pero,
muchas veces, lo que nos acaba pasando cuando rozamos el misterio de la
conversión de nuestra alma, cuando tocamos el misterio de que tenemos que
transformar comportamientos, afectos, actitudes, criterios, pensamientos,
juicios, es que nos da miedo y nos echamos para atrás y preferimos no tenerlo
delante de los ojos.
¿Quién se atrevería a bajar hasta lo más profundo
del propio corazón si no es acompañado de Dios nuestro Señor? ¿Quién se
atrevería a tocar lo tremendo de las propias infidelidades, de los propios
egoísmos, de todo lo que uno es en su vida, si no es acompañado por Dios? La
pregunta más importante sería: ¿Ya has sido capaz
de bajar, acompañado de Dios nuestro Señor, a lo profundo de tu corazón? ¿Ya
has sido capaz de tocar el fondo de tu vida para verdaderamente poder
convertirte?
¡Cuántos esfuerzos de conversión hemos hecho a lo
largo de nuestra vida! Cuántas veces hemos intentado transformarnos, y
no lo hemos logrado, porque nunca hemos bajado hasta el fondo de nuestra alma,
porque nunca nos hemos atrevido a tomar a Jesús de la mano y permitirle que nos
cure. Como el médico que, para poder curar nuestra enfermedad, tiene que llegar
a la raíz de la misma, no puede conformarse simplemente con aplicar una cura
superficial.
Ojalá que si en esta Cuaresma no hemos todavía transformado muchas cosas y
seguimos teniendo egoísmos, perezas, flojeras, miedos y tantas otras cosas, por
lo menos hayamos conseguido la gracia, el don de Dios, de permitirle bajar con
nosotros hasta el fondo de nuestro corazón, para que desde ahí, Él empiece a
sanarnos, Él empiece a transformarnos, Él empiece a cambiarnos. “Aunque atraviese por cañadas oscuras nada temo, Señor,
porque Tú estás conmigo”.
¡Cuántas veces lo más oscuro de nuestras vidas es
nuestro corazón! No oscuro porque esté muy manchado, sino oscuro porque
ha sido poco iluminado; porque preferimos dejar las cosas como están para no
tener que cambiar algunas actitudes. Hemos de entrar y tocar con sinceridad el
fondo de nuestro corazón para que Cristo nos quite los miedos que nos impiden
llegar hasta el fondo, para así poder transformar verdadera y cristianamente
toda nuestra vida.
Que ésta sea la gracia principal que hayamos adquirido en esta Cuaresma en la
que el Señor, una vez más, nos ha llamado a la conversión y, sobre todo, nos ha
llamado a tenerle en lo profundo de nosotros mismos.
P. Cipriano Sánchez LC
No hay comentarios:
Publicar un comentario